Plimpton & Hemingway: tercera entrega




—Usted parece haber rehuido la compañía de otros escritores en los últimos años. ¿Por qué?
—Eso es más complicado. Mientras más lejos va uno cuando escribe, más solo se queda. La mayoría de los amigos mejores y más viejos se mueren, otros se alejan. Uno no los ve sino raras veces, pero uno escribe y se siente en contacto con ellos como si se los encontrara en el café de los viejos tiempos. Uno intercambia cartas cómicas, a veces alegremente obscenas e irresponsables, y eso es casi tan bueno cono conversar. Pero uno está más solo porque así es como se debe trabajar y el tiempo para trabajar es cada vez más corto y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el que no hay perdón.

—¿Qué puede usted decirme sobre la influencia de algunas de esas personas —sus contemporáneos— en su obra? ¿Cuál fue la contribución de Gertrude Stein, si es que hubo alguna? ¿O la de Ezra Pound o la de Max Perkins?—Lo lamento, pero no soy bueno para esas evocaciones postmortem. Hay necrólogos, literarios y no literarios, que se ocupan de esas cosas. La señorita Stein escribió en forma bastante extensa y con considerable inexactitud sobre su influencia en mi obra. Tuvo necesidad de hacerlo después que aprendió a escribir diálogos en un libro llamado The Sun Also Rises. Yo le profesaba mucho afecto y pensé que era magnífico que hubiese aprendido a escribir conversaciones. Para mí no era nada nuevo aprender de cualquiera, vivo o muerto, que pudiera enseñarme algo, y no me imaginé que eso pudiera afectar a Gertrude de manera tan violenta. Ella ya escribía muy bien en otros aspectos. Ezra era sumamente inteligente en relación con los asuntos que de veras conocía. ¿No lo aburre a usted este tipo de conversación? Este comadreo literario mientras se lava la ropa sucia de hacer treinta y cinco años me repugna. Sería diferente si uno hubiese tratado de decir toda la verdad. Eso tendría algún valor. Aquí es mejor y más sencillo agradecerle a Gertrude todo lo que aprendí de ella sobre la relación abstracta entre las palabras, decir cuánto la estimaba, reiterarle mi lealtad a Ezra como un gran poeta y un amigo leal, y decir que quería tanto a Max Perkins que nunca he podido aceptar que haya muerto. Max nunca me pidió que cambiara nada que yo hubiese escrito, excepto eliminar ciertas palabras que entonces no eran publicables. Dejábamos espacios en blanco y cualquier lector que conociera las palabras sabía cuáles eran. Para mí, Max no era corrector y editor de textos. Era un amigo sabio y un maravilloso compañero. Me gustaba la manera como usaba su sombrero y la extraña forma en que se movían sus labios.

—¿Quiénes diría usted que son sus antecesores literarios, aquéllos de quienes más ha aprendido?—Mark Twain, Flaubert, Stendhal, Bach, Turguenev, Tolstoi, Dostoievsky, Chéjov, Andrew Marvell, John Donne, Maupassant, el Kipling bueno, Thoreau, el capitán Maryat, Shakespeare, Mozart, Quevedo, Dante, Virgilio, Tintoretto, Hyeronimus Bosch, Brueghel, Patinir, Goya, Giotto, Cézanne, Van Gogh, Gauguin, San Juan de la Cruz, Góngora… me llevaría un día recordarlos a todos. Y además daría la impresión de que estoy exhibiendo una erudición que no poseo en lugar de tratar de recordar a todos los que han influido en mi vida y en mi obra. Esta no es una pregunta vieja y trillada. Es una pregunta muy buena, pero solemne, y requiere un examen de conciencia. Incluyo a los pintores, o empecé a incluirlos, porque aprendo tanto de los pintores como de los escritores sobre el arte de escribir. ¿Qué cómo se hace eso? Me haría falta otro día para explicárselo. Creo que lo que uno aprende de los compositores y del estudio de la armonía y el contrapunto sí es obvio.

—¿Tocó usted alguna vez un instrumento musical?—Solía tocar el violonchelo. Mi madre me sacó de la escuela todo un año para que estudiara música y contrapunto. Creía que yo tenía facultades, pero yo carecía de todo talento. Tocábamos música de cámara (alguien se nos unió para tocar el violín), mi hermana tocaba la viola y mi madre el piano. Ese violonchelo… yo lo tocaba peor que nadie en el mundo. Aquel año, por supuesto, también salía de la casa para hacer otras cosas.

—¿Relee usted a los autores de su lista? ¿A Mark Twain, por ejemplo?—Con Twain hay que dejar pasar dos o tres años. Uno lo recuerda demasiado bien. Leo algo de Shakespeare todos los años, siempre El rey Lear. Leer eso lo reanima a uno.

—La lectura, entonces, es una ocupación y un placer constantes.—Siempre estoy leyendo libros, tantos como hay. Me los raciono para que nunca me falten.

—¿Lee usted originales?
—Eso puede causar dificultades a menos que uno conozca al autor personalmente. Hace unos años me demandó por plagiario un hombre que alegaba que yo había sacado Por quién doblan las campanas de un guión de cine inédito escrito por él. Él había leído ese guión en una fiesta en Hollywood. Dijo que yo estaba allí, que por lo menos un individuo llamado “Ernie” había estado presente y había escuchado la lectura, y eso le bastó para demandarme por un millón de dólares. Al mismo tiempo demandó a los productores de las películas Northwest Mounted Police y Cisco Kid, alegando que éstas también habían sido plagiadas del mismo guión inédito. Fuimos a los tribunales y ganamos el pleito, por supuesto. El hombre resultó ser insolvente.

—Bueno, ¿podríamos volver sobre esa lista y considerar a uno de los pintores: Hyeronimus Bosch, por ejemplo? El carácter simbólico de pesadilla de su obra parece muy alejado del carácter de la obra de usted.—Yo tengo las pesadillas y me entero de las que tienen otras personas. Pero uno no tiene que escribirlas. Uno puede omitir cualquier cosa que sepa que sigue estando en el texto y el carácter de esa cosa se dejará ver. Cuando un escritor omite cosas que no conoce, aparecen como agujeros en el texto.

—¿Quiere eso decir que un conocimiento íntimo de las obras de las personas incluidas en su lista ayuda a llenar el “pozo” de que usted hablaba hace un rato? ¿O fueron esas obras conscientemente una ayuda en el desarrollo de las técnicas de escribir?—Son parte de la manera de aprender a ver, a oír, a pensar, a sentir y no sentir, y a escribir. El pozo es donde esta el “jugo” de uno. Nadie sabe de qué está hecho, y uno mismo menos. Uno sólo sabe si lo tiene o si tiene que esperar a que vuelva.

—¿Reconoce usted la existencia de un simbolismo en sus novelas?—Supongo que hay símbolos en ellas, puesto que los críticos los encuentran a cada rato. Si a usted no le importa, a mí me disgusta hablar de ellos y que me hagan preguntas acerca de ellos. Ya es bastante difícil escribir libros y cuentos para tener que explicarlos además. Por otra parte, eso es quitarles su trabajo a los explicadores. Si cinco o seis o más buenos explicadores pueden seguir trabajando, ¿por qué habría yo de inmiscuirme? Lea usted cualquier cosa que yo escriba por el placer de leerla. Todo lo demás que usted encuentre será la medida de lo que usted mismo aportó a la lectura.

—Sólo otra pregunta dentro de este tema general. Uno de los redactores consejeros de nuestra revista está interesado en un paralelismo que cree haber descubierto en The Sun Also Rises entre las dramatis personae en el ruedo de la plaza de toros y los personajes de la propia novela. Nuestro redactor señala que la primera oración del libro nos dice que Robert Cohn es boxeador; después, durante la desencajonada, se describe al toro que usa sus cuernos como un boxeador, lanzando “ganchos” y “jabs”. Y así como el toro es atraído y apaciguado por la presencia de un cabestro, Robert Cohn trata con deferencia a Jake, que está castrado precisamente como un cabestro. El redactor ve a Mike como el picador, que hostiga a Cohn una y otra vez. La tesis del redactor va más lejos, pero él se pregunta si usted tuvo la intención consciente de darle a la novela la estructura trágica del ritual de la corrida.—Me parece que su redactor consejero estaba un poco mal de la cabeza. ¿Quién ha dicho que Jake estaba “castrado precisamente como un cabestro”? En realidad había sido herido de una manera muy diferente y sus testículos estaban intactos y no habían sufrido daño. Por lo tanto tenía todos los sentimientos normales como hombre, pero no podía consumarlos. La distinción importante es que su herida era física y no psicológica, y que no estaba castrado.

—Estas preguntas relativas al oficio del escritor son realmente engorrosas.—Una pregunta sensata no es ni placentera ni engorrosa. Con todo, creo que para un escritor es muy malo hablar sobre su manera de escribir. El escritor escribe para ser leído por el ojo y ninguna explicación o disertación debe ser necesaria. Uno puede estar seguro de que en el texto hay mucho más de lo que se leerá en una primera lectura, y, siendo el autor del texto, al escritor no le corresponde explicarlo ni dirigir excursiones por la región más difícil de su obra.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
¿Cuántas entregas serán?
Camilo Jiménez ha dicho que…
La entrevista es bastante extensa, y quiero evitar posts muy largos. Seguirán más o menos de esta extensión, y calculando, faltan al menos cuatro entregas. Espero poder hacerlas diario, para no dilatar mucho esto y continuar con los comentarios sobre libros y el fusilamiento de textos de ficción.
Pero creo que la empresa vale la pena: poner ahí, al alcance de cualquiera, este ejemplo de entrevista en pronfundidad y claridad —o al menos sinceridad— en el oficio de escritor. Qué pereza las entrevistas que hacen periodistas que no hacen la tarea, y rellenan espacio con esos vagos "Y usted qué opina de...".
Anónimo ha dicho que…
Uy, no señor estas no son entregas: son como golpes que viene a aporrear la puerta. Menos mal no me han cogido en pijama.

Saludos.
P.D. ¿has mirado la programación de Bogotá 39? Me estoy preguntando por qué no está aquí Mario Bellatin. De todas maneras (rosas, claro) estoy bien contento con la tremenda metida de hombro que han hecho por el libro, la lectura, los escritores este año....
Anónimo ha dicho que…
El ritmo está muy bien. Linda la entrevista, además. Hemingway era muy divertido y Plimpton sabía preguntar. Aunque se nota que padeció esta.