
Algo más de cuatro decenas de piezas componen este dibujo detallado del matrimonio adulto. Funcionan perfectas sueltas, pueden leerse en orden o desorden, como cualquier colección de cuentos, pero en conjunto nos acercan a la anatomía cotidiana de la relación de pareja.
Gracia y desdicha, abulia y entusiasmo, lumbagos, celos, complacencia y deseo de la mujer del prójimo componen este retrato de las parejas que ven pasar los días en sus apartamentos, oficinas, consultorios de terapistas de pareja y cabañas vacacionales. Algunos son graciosos —“La comida del bebé”, “Toldos Adolfo”—, otros están enmarcados por la tristeza o el desánimo —“La practicante”, “El amante”, que fue para mí el más brillante de todos estos Cuentos de matrimonios.
Casi todos comparten la misma estructura: ante una decisión, un evento —o una serie de acontecimientos casi siempre del diario— le sigue la reflexión del narrador alrededor de dicho evento o decisión: explora posibilidades, adelanta conclusiones, mira desde diversos ángulos. Esta no es una limitación, es un registro de la cantidad de variables que intervienen en el día a día de una pareja que intenta sostenerse. También casi invariablemente el narrador es un varón maduro, de entre cuarenta y cincuenta años, a veces de nombre Vicente, como el autor.
Definitivamente el señor Verdú fue mi gran encuentro literario reciente. Los invito a pasar a su prosa, no les va a tomar mucho tiempo porque don Vicente va al punto; como dije en un comentario a otro libro suyo, no hay aquí recovecos, devaneos, desvíos. Con este autor es a lo que vinimos. Son tan cortos y tan sabrosos estos cuentos que no resisto la tentación de fusilar uno.
Terapia familiar 1
Doctor Simeone: ¿A usted, qué cosas le gustaría cambiar?
Bárbara: Yo querría sacarme de encima la duda que acarreo sobre mí misma. Siempre creo, o creo con frecuencia, que, cuando discutimos, él se coloca en una posición de crítica absoluta sobre lo que represento, y esto me hace cerrarme a sus argumentos. Sólo pienso en defenderme. Me gustaría sufrir menos tensión, actuar más relajada, relativizar las cosas. Al fin y al cabo, yo soy la primera en reconocer algunos puntos en los que me comporto mal, pero me es imposible admitirlo cuando llega el momento adecuado. Me siento acosada, acorralada, y necesito echar la culpa a los demás. No soporto ser inculpada, y cuando me censura lo siento como un ataque injusto, desproporcionado. Siento que no me quiere... Ahora se me ha puesto la mente en blanco.
D.S.: Bueno, bueno.
B.: No quiero dar una impresión equivocada. Pero estoy cansada de discutir, de defenderme. A veces pienso que no puedo soportarlo más. Hay un montón de cosas que necesitaría cambiar.
D.S.: En una primera sesión no podemos resolverlas todas, es necesario ir poco a poco. ¿Y en cuanto a usted, Pedro?
Pedro: Para mí se producen hechos pequeños, cosas quizás sin importancia que me resultan intolerables. Le pondré un ejemplo: no soporto que se vaya acabando el tubo de pasta de dientes, por ejemplo, y que nadie, a excepción de yo mismo, sea capaz de darse cuenta. Entonces espero una mañana, una noche, otro día entero, y, cuando ya es imposible extraer un milímetro más, estallo. No lo considero razonable. Estoy seguro de que habría tenido un nuevo tubo enseguida si lo aviso a mi mujer o a la chica, pero me callo y aguardo.
D.S: ¿Y por qué cree usted que se calla?
P.: ¿Sinceramente? Pues, sinceramente, yo creo que me callo por culpabilizar a los demás. Yo estoy acostumbrado a culpabilizarme. Y en cuanto comprendo que en un caso poseo argumentos sobrados para trasladar la recriminación a otros, lo aprovecho.
B.: Podías comprar la pasta de dientes tú. Hay una farmacia dos portales más abajo.
D.S.: Exactamente. ¿Por qué no compra usted el dentífrico si tanto le molesta que se agote?
P.: Porque si soy el que compra el dentífrico, me siento deprimido y solo.
B.: Eso es una bobada.
D.S.: Déjelo hablar.
P.: No se trata sólo del dentífrico. Pasa igual con el papel higiénico, con el gel. Por otra parte, yo me ocupo de las cosas de afeitar. Pero en las cosas comunes, en el jabón, las bebidas, las cosas de la casa...
B.: El doctor va a sacar la sensación de que yo no me ocupo de nada.
P.: Se ocupa. Se ocupa de los niños y de muchas cosas. Pero ¿sabe usted desde cuándo no me hace un regalo?
B.: ¿Y tú?
P.: Te traje unos pendientes de La Coruña hace menos de un mes. Ni te acuerdas.
B.: Sí, los pendientes dorados. Los redondos con piedrecitas.
P.: Que no te pones.
D.S.: Procuren ser más positivos. Usted, Pedro, parece estar reclamando una atención excesiva. ¿Ha pensado en ello?
P.: Yo sólo aspiro a que reconozca algunas cosas que no hace del todo bien. Es lo único que pido.
B.: Esto depende de cómo se planteen las cosas, de cómo se pidan las cosas. Es muy incómodo sentirse permanentemente vigilada y acusada, esperar de un momento a otro que se te ponga en la picota.
P.: Exagera. No sabe usted lo que exagera. Yo no tengo inconveniente en aceptar las cosas que hago mal. Incluso sé que me atribuyo muchas culpas que a lo mejor no me corresponden.
B.: Le gusta el papel de víctima. Es una de sus constantes. No podría vivir sin sentirse víctima. Considerarse un insatisfecho y un desdichado es la tendencia que más le gusta.
D.S.: ¿Cree usted que su mujer tiene razón?
P.: Tiene razón. Yo también estoy cansado de este papel. Pero ¿cómo hacer?
D.S.: Muy bien. Diga, ¿qué debería hacer?
P.: Supongo que ser más positivo. No sé.
B.: Sí que lo sabe, pero espera que si se muestra como victima tiene más derecho a reclamar.
P.: Ser víctima o presentarse como víctima tampoco es tan agradable.
D.S.: Pero, a la vez, usted lo prefiere. ¿No es así?
P.: En parte.
D.S.: ¿Por qué solicitaron hora para la consulta precisamente la semana pasada? ¿Qué pasó la semana pasada?
B.: Hemos venido porque queremos transformar las cosas. Estamos volviéndonos unos neuróticos, y los chicos nos oyen discutir casi a diario.
P.: El doctor pregunta por qué precisamente pedimos hora la semana pasada. Cuéntale el asunto de las sábanas. Es importante, por favor.
B.: Cuéntaselo tú.
P.: Bueno. Cuando nos fuimos a acostar estuvimos discutiendo sobre si las sábanas estaban sucias o limpias. A mi parecer, las sábanas, o lo que sea, las toallas por ejemplo, no deben cambiarse un día determinado a la semana, como ella pretende. Si están sucias se cambian y en paz. Estuvimos peleando durante más de una hora. Ella sostenía que no podían estar sucias después de cuatro días, y repetía este argumento sin cesar. Pero las sábanas, por lo que sea, no estaban limpias. En mi opinión, lo natural habría sido zanjar la disputa poniendo otras enseguida. Estaba esperando de un momento a otro que saltara de la cama y trajera un nuevo juego del armario. Todo habría quedado resuelto, pero no lo hizo. Lo importante para ella era quedar por encima. No admitir lo que era evidente. Defender sus determinaciones.
B.: Las sábanas estaban pasables. Era lunes y las habíamos cambiado el jueves. O yo me estoy volviendo loca o se está volviendo loco él.
D.S.: Ustedes son personas instruidas. Una vez que se han escuchado, ¿podrían intentar una explicación de por qué se comportan así?
B.: Yo creo que no sabemos hacerlo de otro modo.
P.: Las sábanas estaban sucias. Y con sus obstinaciones llega un momento en que uno ya no sabe lo que es y lo que no es. En este caso o en otro. Éste es el problema.
D.S.: ¿Está usted seguro de que éste es el problema o es su problema?
P.: ¿Usted qué cree?
D.S.: Bueno, bueno. Lo importante aquí es sólo lo que crean ustedes.
Lo fusilamos de: Vicente Verdú, Cuentos de matrimonios, Barcelona, Anagrama, segunda edición, 2000, 190 páginas.
Gracia y desdicha, abulia y entusiasmo, lumbagos, celos, complacencia y deseo de la mujer del prójimo componen este retrato de las parejas que ven pasar los días en sus apartamentos, oficinas, consultorios de terapistas de pareja y cabañas vacacionales. Algunos son graciosos —“La comida del bebé”, “Toldos Adolfo”—, otros están enmarcados por la tristeza o el desánimo —“La practicante”, “El amante”, que fue para mí el más brillante de todos estos Cuentos de matrimonios.
Casi todos comparten la misma estructura: ante una decisión, un evento —o una serie de acontecimientos casi siempre del diario— le sigue la reflexión del narrador alrededor de dicho evento o decisión: explora posibilidades, adelanta conclusiones, mira desde diversos ángulos. Esta no es una limitación, es un registro de la cantidad de variables que intervienen en el día a día de una pareja que intenta sostenerse. También casi invariablemente el narrador es un varón maduro, de entre cuarenta y cincuenta años, a veces de nombre Vicente, como el autor.
Definitivamente el señor Verdú fue mi gran encuentro literario reciente. Los invito a pasar a su prosa, no les va a tomar mucho tiempo porque don Vicente va al punto; como dije en un comentario a otro libro suyo, no hay aquí recovecos, devaneos, desvíos. Con este autor es a lo que vinimos. Son tan cortos y tan sabrosos estos cuentos que no resisto la tentación de fusilar uno.
Terapia familiar 1
Doctor Simeone: ¿A usted, qué cosas le gustaría cambiar?
Bárbara: Yo querría sacarme de encima la duda que acarreo sobre mí misma. Siempre creo, o creo con frecuencia, que, cuando discutimos, él se coloca en una posición de crítica absoluta sobre lo que represento, y esto me hace cerrarme a sus argumentos. Sólo pienso en defenderme. Me gustaría sufrir menos tensión, actuar más relajada, relativizar las cosas. Al fin y al cabo, yo soy la primera en reconocer algunos puntos en los que me comporto mal, pero me es imposible admitirlo cuando llega el momento adecuado. Me siento acosada, acorralada, y necesito echar la culpa a los demás. No soporto ser inculpada, y cuando me censura lo siento como un ataque injusto, desproporcionado. Siento que no me quiere... Ahora se me ha puesto la mente en blanco.
D.S.: Bueno, bueno.
B.: No quiero dar una impresión equivocada. Pero estoy cansada de discutir, de defenderme. A veces pienso que no puedo soportarlo más. Hay un montón de cosas que necesitaría cambiar.
D.S.: En una primera sesión no podemos resolverlas todas, es necesario ir poco a poco. ¿Y en cuanto a usted, Pedro?
Pedro: Para mí se producen hechos pequeños, cosas quizás sin importancia que me resultan intolerables. Le pondré un ejemplo: no soporto que se vaya acabando el tubo de pasta de dientes, por ejemplo, y que nadie, a excepción de yo mismo, sea capaz de darse cuenta. Entonces espero una mañana, una noche, otro día entero, y, cuando ya es imposible extraer un milímetro más, estallo. No lo considero razonable. Estoy seguro de que habría tenido un nuevo tubo enseguida si lo aviso a mi mujer o a la chica, pero me callo y aguardo.
D.S: ¿Y por qué cree usted que se calla?
P.: ¿Sinceramente? Pues, sinceramente, yo creo que me callo por culpabilizar a los demás. Yo estoy acostumbrado a culpabilizarme. Y en cuanto comprendo que en un caso poseo argumentos sobrados para trasladar la recriminación a otros, lo aprovecho.
B.: Podías comprar la pasta de dientes tú. Hay una farmacia dos portales más abajo.
D.S.: Exactamente. ¿Por qué no compra usted el dentífrico si tanto le molesta que se agote?
P.: Porque si soy el que compra el dentífrico, me siento deprimido y solo.
B.: Eso es una bobada.
D.S.: Déjelo hablar.
P.: No se trata sólo del dentífrico. Pasa igual con el papel higiénico, con el gel. Por otra parte, yo me ocupo de las cosas de afeitar. Pero en las cosas comunes, en el jabón, las bebidas, las cosas de la casa...
B.: El doctor va a sacar la sensación de que yo no me ocupo de nada.
P.: Se ocupa. Se ocupa de los niños y de muchas cosas. Pero ¿sabe usted desde cuándo no me hace un regalo?
B.: ¿Y tú?
P.: Te traje unos pendientes de La Coruña hace menos de un mes. Ni te acuerdas.
B.: Sí, los pendientes dorados. Los redondos con piedrecitas.
P.: Que no te pones.
D.S.: Procuren ser más positivos. Usted, Pedro, parece estar reclamando una atención excesiva. ¿Ha pensado en ello?
P.: Yo sólo aspiro a que reconozca algunas cosas que no hace del todo bien. Es lo único que pido.
B.: Esto depende de cómo se planteen las cosas, de cómo se pidan las cosas. Es muy incómodo sentirse permanentemente vigilada y acusada, esperar de un momento a otro que se te ponga en la picota.
P.: Exagera. No sabe usted lo que exagera. Yo no tengo inconveniente en aceptar las cosas que hago mal. Incluso sé que me atribuyo muchas culpas que a lo mejor no me corresponden.
B.: Le gusta el papel de víctima. Es una de sus constantes. No podría vivir sin sentirse víctima. Considerarse un insatisfecho y un desdichado es la tendencia que más le gusta.
D.S.: ¿Cree usted que su mujer tiene razón?
P.: Tiene razón. Yo también estoy cansado de este papel. Pero ¿cómo hacer?
D.S.: Muy bien. Diga, ¿qué debería hacer?
P.: Supongo que ser más positivo. No sé.
B.: Sí que lo sabe, pero espera que si se muestra como victima tiene más derecho a reclamar.
P.: Ser víctima o presentarse como víctima tampoco es tan agradable.
D.S.: Pero, a la vez, usted lo prefiere. ¿No es así?
P.: En parte.
D.S.: ¿Por qué solicitaron hora para la consulta precisamente la semana pasada? ¿Qué pasó la semana pasada?
B.: Hemos venido porque queremos transformar las cosas. Estamos volviéndonos unos neuróticos, y los chicos nos oyen discutir casi a diario.
P.: El doctor pregunta por qué precisamente pedimos hora la semana pasada. Cuéntale el asunto de las sábanas. Es importante, por favor.
B.: Cuéntaselo tú.
P.: Bueno. Cuando nos fuimos a acostar estuvimos discutiendo sobre si las sábanas estaban sucias o limpias. A mi parecer, las sábanas, o lo que sea, las toallas por ejemplo, no deben cambiarse un día determinado a la semana, como ella pretende. Si están sucias se cambian y en paz. Estuvimos peleando durante más de una hora. Ella sostenía que no podían estar sucias después de cuatro días, y repetía este argumento sin cesar. Pero las sábanas, por lo que sea, no estaban limpias. En mi opinión, lo natural habría sido zanjar la disputa poniendo otras enseguida. Estaba esperando de un momento a otro que saltara de la cama y trajera un nuevo juego del armario. Todo habría quedado resuelto, pero no lo hizo. Lo importante para ella era quedar por encima. No admitir lo que era evidente. Defender sus determinaciones.
B.: Las sábanas estaban pasables. Era lunes y las habíamos cambiado el jueves. O yo me estoy volviendo loca o se está volviendo loco él.
D.S.: Ustedes son personas instruidas. Una vez que se han escuchado, ¿podrían intentar una explicación de por qué se comportan así?
B.: Yo creo que no sabemos hacerlo de otro modo.
P.: Las sábanas estaban sucias. Y con sus obstinaciones llega un momento en que uno ya no sabe lo que es y lo que no es. En este caso o en otro. Éste es el problema.
D.S.: ¿Está usted seguro de que éste es el problema o es su problema?
P.: ¿Usted qué cree?
D.S.: Bueno, bueno. Lo importante aquí es sólo lo que crean ustedes.
Lo fusilamos de: Vicente Verdú, Cuentos de matrimonios, Barcelona, Anagrama, segunda edición, 2000, 190 páginas.
Comentarios
Libera nos Domine
Si uno lo está viviendo, no se si valga la pena detenerse a leer la cotidianidad de otros.
Uno parecido con matices exóticos: Matrimonios arreglados de Chitra Divakaruni
Qué pasa flaca... parece que estás buscando chicas por acá... raro... raro...
Querido Jules, si lees con cuidado notarás que no estoy buscando chicas, estoy calibrando la competencia. Aunque, para ser sincera, con un par copas y el ambiente adecuado tampoco les hago el feo.