En los ensayos de Thomas Lynch se juntan sus dos oficios que son a la vez sus pasiones: poeta y empresario de pompas fúnebres. Siempre en ellos la muerte y la búsqueda de la palabra precisa. Pero también no sé qué jugueteo con los tiempos verbales que en ocasiones aceleran la narración y otras la detienen… no sé si me explico, y si no, ahí está abajo el ensayo con que abre su segundo libro en castellano, Cuerpos en movimiento y en reposo. Éste y el anterior libro fueron publicados por Alfaguara, y traducidos por colombianos: el primero, El enterrador, fue traducido por Adriana de la Espriella y publicado en el 2004. El segundo, Cuerpos en movimiento y en reposo, estuvo a cargo de Juan Manuel Pombo —debo decir que ers un pelín descuidada esa traducción— y está en librerías desde mediados del 2006. Esperamos el tercero, el cuarto, el quinto… y que alguna editorial se apiade y traduzca así de bien la poesía de Lynch. Después llega la Parca y…
Cuerpos en movimiento y en reposo
Estoy en casa de los Horton con mi camilla, mi furgón y mi aplicado asistente, el joven Matt Sheffler, porque encontraron al viejo George, el sacristán del cementerio, muerto en su lecho este jueves por la mañana a una hora normal. La policía ya vino para descartar la posibilidad de acto delictivo alguno y también el equipo paramédico para enviar una grabación del dictamen, de manera que algún médico en alguna sala de urgencias debidamente conectada al mundo pueda declararlo muerto a distancia prudencial. Y ahora nos toca el turno a nosotros, a Matt y a mí, de pasar a George de la cama a la camilla, negociar la curva cerrada en la parte alta de las escaleras y salir por la puerta principal hasta el coche fúnebre que espera con el motor prendido en la entrada para conducirlo de vuelta a la funeraria donde recibirá su último adiós —bien velado y recordado— durante un servicio fúnebre que tendrá lugar un sábado a mediados de abril, bien cumplidos todos los deberes que su muerte implica, sus impuestos pagados.
Somos cuerpos en movimiento y en reposo: allí, en el dormitorio de George, a la luz plomiza de la media mañana, más o menos una hora después de que su hija lo encontrara tras negarse a contestar al llamarlo por teléfono, porque él siempre contesta y ella siempre llama, entonces la mujer se metió en su automóvil, vino y lo encontró tal y como nosotros ahora lo encontramos: inanimado, sin respirar, a todas luces indiferente ante nuestro alboroto. Y aquí está, en efecto, dispuesto en su cama como si no hubiera ocurrido nada, todavía recostado sobre su hombro izquierdo, oreja izquierda contra la almohada, pierna derecha montada sobre la izquierda, mano derecha oculta bajo la otra almohada que otrora ocupara su ex mujer antes de dejarlo hace veinte años y, bajo la susodicha almohada que perteneciera a la señora Horton, como le señalo al joven Matt, una pequeña pistola calibre .22 de mango nacarado con la que George dormía desde que volvió a dormir solo. “Por seguridad”, decía. Alegaba que así dormía mejor.
Y la verdad, no hay nada que no esté en perfecto orden: ni la menor señal de pánico o lucha o dolor y, excepto quizá por el tinte cardiaco que le asoma en las orejas, el tenue olor que deja la temperatura de un cuerpo y una minúscula rigidez presente en sus extremidades, cosa que facilita moverlo, nadie podría sospechar que George no estaba simplemente durmiendo esta precisa mañana, es decir, apenas recuperando unas horas de sueño, porque, por ejemplo, quizá estuvo hasta tarde jugando póquer con los muchachos o porque quizá se trasnochó un poco cenando con su novia o simplemente porque estaba cansado de excavar y rellenar tumbas y, sea lo que sea, esta mañana el hecho es que no tenía tumba para excavar para ningún muerto del vecindario.
Sin embargo, esta mañana, George Horton está realmente muerto y siendo desalojado de su residencia por Matt y por mí al tiempo que lo envolvemos en sus sábanas de lino, sigilosamente lo rodamos sobre la camilla, alzamos esta última para sortear la curva difícil en la punta de las escaleras y bajamos cuidadosamente por las escaleras haciendo lo posible porque las rodachinas no golpeen los peldaños cada vez que quien carga la parte más pesada del empeño da un paso abajo. Y la verdad es que da mucha pena el asunto, porque a pesar de todo, aquí tenemos a un George digamos que, hoy por hoy, más o menos en la flor de la vida, no todavía muy cerca de los sesenta, sus hijos criados y educados, su casa pagada y una novia todavía en sus treinta con la que se le veía dos veces por semana. “Aprovechar mientras se puede”, solía decir. Y juega al golf con handicap cero, es dueño de un pequeño negocio con empleados de fiar y un gran acumulador de millas aéreas que gasta en viajes a Las Vegas dos veces al año en donde se enloquecía un poco jugando a los dados y con las coristas de cualquier espectáculo. Y tiene dinero invertido en casas que arrienda y en fondos de inversión inmobiliaria y cantidades de amigos que hablarían bien de él y una hija que está a punto de convertirlo en abuelo por primera vez y, la verdad sea dicha, todo parecía indicar que George lo había logrado todo. Si no fuera porque esta mañana lo estamos sacando con los pies para delante de su propio hogar, podría decirse que George tenía toda la vida por delante.
Y es justamente aquí, en el rellano del primer piso, a unos pocos metros de la puerta principal, en donde su hija de preñez avanzada espera, en sudadera, darle el último adiós al abuelo de su bebé que aún no ha nacido. La cara de Matt está colorada de tanto alzar, jadear y resoplar o, por qué no, conmovido ante la triste belleza de la mujer al tiempo que ésta deja correr su mano sobre las mejillas de su padre, casi sin aliento, con los ojos rojos y lacrimosos. Entonces, la mujer levanta su rostro, me mira y dice:
“¿Por qué?”.
“Su corazón, Nancy…”, fue todo lo que le pude decir. “Todo parece indicar que murió mientras dormía. No se dio cuenta de nada”.
Son palabras consoladoras de comprobada eficacia que uno aprende tras veinticinco años dedicado a estos asuntos.
“¿Pero por qué?”, pregunta de nuevo la mujer, y ahora resulta evidente que explicarle cómo ocurrió lo que ocurrió no va a ser suficiente.
Entonces me veo pensando en todos los posibles sospechosos: las hamburguesas de queso, el whisky, los Lucky Strike, los diez o quince kilos de más que todos nosotros, bueno, algunos de nosotros, nos echamos encima, las caminatas que no hicimos, la medicación preventiva que siempre ignoramos, el trabajo y las preocupaciones y los impuestos, las malas rachas, la bestia que en el fondo somos, las cosas del mundo, la mierda que simplemente pasa porque pasa.
Pero Nancy tampoco está preguntando por esos detalles. Lo que ella quiere saber es por qué. Por qué, en el más sobrecogedor y ampuloso sentido de la palabra, no somos eternos; por qué nos tenemos que morir. Por qué estamos condenados a la orfandad y al desamparo. Por qué dejamos de existir, por qué no nos deja en paz natura. Por qué no somos inmortales. ¿Por qué esta mañana? ¿Por qué George Horton? ¿Por qué, por qué, por qué?
No son pocas las veces en mi vida que, como dueño de una funeraria o director de pompas fúnebres, me han preguntado lo mismo colegiales, viudas recientes, cavilosos clérigos, peregrinos compañeros de viaje… quizá todos piensen que yo fui el de la idea. Quizá a todos les gustaría verme retorciéndome incómodo ante la idea de un mundo en donde todos los seres humanos no tuvieran necesidad de ataúdes y coches fúnebres y en donde yo y mis colegas estaríamos siempre y en todo momento, sin solución de continuidad, a sus pies y servicio. O quizá en realidad sólo se preguntan, como yo, la pregunta verdadera.
“Pura cuestión de matemáticas”, hubiera dicho George Horton o no es más que “la última cuenta de cobro” o “así es la vida” o, incluso, “está escrito en la Biblia”. Y si ninguna de las respuestas anteriores le hubiera parecido suficiente, entonces hubiera dicho “lo único que quiero es no estar allí cuando me llegue la hora”. Bajo la presión de los enemil calificativos adverbiales que pueden llegar a cruzar por una cabeza al tiempo que se excavan o tapan tumbas, George era un tipo del que se podían esperar respuestas sencillas y claras. Autodidacta en lo que concierne a los asuntos del mundo, sus lecturas se limitaban a la Biblia protestante del rey Santiago, el Wall Street Journal y Golf Digest, el catálogo sobre Victorias’s Secret en lo que a la decoración del hogar concierne y el Gran Libro de los Alcohólicos Anónimos. Sus gustos televisivos se reducían a C-SPAN, The Home Shopping Network y los partes meteorológicos. La mayoría de las tardes se adormecía mirando el programa de Oprah Winfrey, de quien estaba irremediable e ilusamente enamorado. En los días tranquilos navegaba por la red o examinaba su portafolio en la misma. Los domingos observaba programas de opinión en la TV y luego salía a comer por fuera y a cine con su novia. Entre semana se tomaba un café en el Summit Café con los muchachos antes de hacer su ronda de los doce cementerios de los que estaba a cargo. Miércoles y sábados, en principio y sobre todo, jugaba al golf.
“Es pura matemática”, le oí decir un día desde la cabina de su retroexcavadora a propósito de nada; estaba rellenando una sepultura en el cementerio Milford Memorial. “Si vas a tener hijos, hay que abrirles espacio: el asunto es bíblico”.
En otra ocasión, recostado contra una pala, mientras esperaba a que el cura terminara, soltó lo siguiente:
“Copular, poblar, aspirar, expirar; mera matemática: sumar, multiplicar, restar y una división más o menos complicada… a eso se reduce lo que estamos haciendo aquí, pura matemática. En resumidas cuentas, nos entierran a razón de mil por media hectárea o nos incineran y entonces cabemos en dos cuartos de galón, poco más o menos”.
Imposible saber cuándo iba a salir con una de esas ocurrencias sabias.
*
Sin embargo, mientras embalsamaba a George más tarde esa misma mañana, a mí se me ocurrió que las cifras nos dan consuelo porque, en último término, cuadran. Los guarismos conocidos, no importa qué tan precarios, son como un bálsamo. Cualquier año dado, en lo que falta para culminar el milenio, morirán 2,3 millones de estadounidenses. El 10% de los embarazos no habrán sido buscados. Se darán 60 millones de casos de gripe común. Se trata de cifras que uno casi podría ir y consignar en un banco. Nacerán, más o menos, 3,9 millones de niños. Definitivamente bíblico el asunto. Y todos estos recién nacidos serán obsequiados con unos 76 años de expectativa de vida. Los varones alcanzarán una estatura promedio ligeramente por encima de los 1,70 metros y las mujeres un poco por debajo de 1,70. De todos ellos, el 25% será cremado, el 35% sufrirá de obesidad y un 53% lidiará con el alcohol. Cada año se divorciarán dos millones de los cuatro que contraerán matrimonio y el número de suicidas estará cerca de los 30 mil. Unos pocos se ganarán la lotería, otros cuantos más buscarán ser elegidos para un cargo público y a un buen manojo los matará un rayo. Y cualquier día normal de estos, 6.300 ciudadanos como nuestro querido George, dejarán de respirar y serán sacados tiesos en una camilla y en adelante se hablará de ellos (o ellas) en pasado. Y la mayoría será arropada en sus mejores vestidos, tal y como hoy arropo a George en su mejor atuendo azul, lo descanso en un ataúd con la ayuda de Matt Sheffler y miro a ver cómo organizo las 2 0 3 docenas de arreglos florales, los 100 o 200 parientes y amigos, y los 60 o 70 automóviles que seguirán el cortejo fúnebre a 30 kilómetros por hora a lo largo de la ciudad hasta llegar a la sepultura número 4 del lote 17 en la sección C del cementerio Milford Memorial que se convertirá, como decimos en el gremio, en su última morada sobre la cual se erguirá una lápida de granito sobre la que se tallarán su nombre y fechas, una de las cuales, restada de la otra, dará cuenta de lo que fue su tiempo. Lo corruptible será incorruptible, dirá el clérigo que oficie, lo inmortal será inmortal.
“Sé que voy a morir, pero espero que el día que ocurra no esté presente” como dijo Woody Allen, será una de esas cosas que ya nunca jamás le escucharemos decir a George Horton.
Así como tampoco podemos ver ahora, al observar los ojos de su hija Nancy, la mañana azul del mes de mayo próximo cuando ella, erguida, llena de dolor, alzará su recién nacido bebé al pie de la tumba de su padre, su único padre, en honor al cual bautizará a su hijo. Y tampoco oiremos las promesas mudas que hará de mantener a su padre vivo, de recordarlo por siempre jamás en el fondo de su corazón. No hay matemáticas ni versículo de la Biblia que valga a la hora de dar cuenta del instante o el misterio que aquí (y luego allí) la embarga.
Estoy en casa de los Horton con mi camilla, mi furgón y mi aplicado asistente, el joven Matt Sheffler, porque encontraron al viejo George, el sacristán del cementerio, muerto en su lecho este jueves por la mañana a una hora normal. La policía ya vino para descartar la posibilidad de acto delictivo alguno y también el equipo paramédico para enviar una grabación del dictamen, de manera que algún médico en alguna sala de urgencias debidamente conectada al mundo pueda declararlo muerto a distancia prudencial. Y ahora nos toca el turno a nosotros, a Matt y a mí, de pasar a George de la cama a la camilla, negociar la curva cerrada en la parte alta de las escaleras y salir por la puerta principal hasta el coche fúnebre que espera con el motor prendido en la entrada para conducirlo de vuelta a la funeraria donde recibirá su último adiós —bien velado y recordado— durante un servicio fúnebre que tendrá lugar un sábado a mediados de abril, bien cumplidos todos los deberes que su muerte implica, sus impuestos pagados.
Somos cuerpos en movimiento y en reposo: allí, en el dormitorio de George, a la luz plomiza de la media mañana, más o menos una hora después de que su hija lo encontrara tras negarse a contestar al llamarlo por teléfono, porque él siempre contesta y ella siempre llama, entonces la mujer se metió en su automóvil, vino y lo encontró tal y como nosotros ahora lo encontramos: inanimado, sin respirar, a todas luces indiferente ante nuestro alboroto. Y aquí está, en efecto, dispuesto en su cama como si no hubiera ocurrido nada, todavía recostado sobre su hombro izquierdo, oreja izquierda contra la almohada, pierna derecha montada sobre la izquierda, mano derecha oculta bajo la otra almohada que otrora ocupara su ex mujer antes de dejarlo hace veinte años y, bajo la susodicha almohada que perteneciera a la señora Horton, como le señalo al joven Matt, una pequeña pistola calibre .22 de mango nacarado con la que George dormía desde que volvió a dormir solo. “Por seguridad”, decía. Alegaba que así dormía mejor.
Y la verdad, no hay nada que no esté en perfecto orden: ni la menor señal de pánico o lucha o dolor y, excepto quizá por el tinte cardiaco que le asoma en las orejas, el tenue olor que deja la temperatura de un cuerpo y una minúscula rigidez presente en sus extremidades, cosa que facilita moverlo, nadie podría sospechar que George no estaba simplemente durmiendo esta precisa mañana, es decir, apenas recuperando unas horas de sueño, porque, por ejemplo, quizá estuvo hasta tarde jugando póquer con los muchachos o porque quizá se trasnochó un poco cenando con su novia o simplemente porque estaba cansado de excavar y rellenar tumbas y, sea lo que sea, esta mañana el hecho es que no tenía tumba para excavar para ningún muerto del vecindario.
Sin embargo, esta mañana, George Horton está realmente muerto y siendo desalojado de su residencia por Matt y por mí al tiempo que lo envolvemos en sus sábanas de lino, sigilosamente lo rodamos sobre la camilla, alzamos esta última para sortear la curva difícil en la punta de las escaleras y bajamos cuidadosamente por las escaleras haciendo lo posible porque las rodachinas no golpeen los peldaños cada vez que quien carga la parte más pesada del empeño da un paso abajo. Y la verdad es que da mucha pena el asunto, porque a pesar de todo, aquí tenemos a un George digamos que, hoy por hoy, más o menos en la flor de la vida, no todavía muy cerca de los sesenta, sus hijos criados y educados, su casa pagada y una novia todavía en sus treinta con la que se le veía dos veces por semana. “Aprovechar mientras se puede”, solía decir. Y juega al golf con handicap cero, es dueño de un pequeño negocio con empleados de fiar y un gran acumulador de millas aéreas que gasta en viajes a Las Vegas dos veces al año en donde se enloquecía un poco jugando a los dados y con las coristas de cualquier espectáculo. Y tiene dinero invertido en casas que arrienda y en fondos de inversión inmobiliaria y cantidades de amigos que hablarían bien de él y una hija que está a punto de convertirlo en abuelo por primera vez y, la verdad sea dicha, todo parecía indicar que George lo había logrado todo. Si no fuera porque esta mañana lo estamos sacando con los pies para delante de su propio hogar, podría decirse que George tenía toda la vida por delante.
Y es justamente aquí, en el rellano del primer piso, a unos pocos metros de la puerta principal, en donde su hija de preñez avanzada espera, en sudadera, darle el último adiós al abuelo de su bebé que aún no ha nacido. La cara de Matt está colorada de tanto alzar, jadear y resoplar o, por qué no, conmovido ante la triste belleza de la mujer al tiempo que ésta deja correr su mano sobre las mejillas de su padre, casi sin aliento, con los ojos rojos y lacrimosos. Entonces, la mujer levanta su rostro, me mira y dice:
“¿Por qué?”.
“Su corazón, Nancy…”, fue todo lo que le pude decir. “Todo parece indicar que murió mientras dormía. No se dio cuenta de nada”.
Son palabras consoladoras de comprobada eficacia que uno aprende tras veinticinco años dedicado a estos asuntos.
“¿Pero por qué?”, pregunta de nuevo la mujer, y ahora resulta evidente que explicarle cómo ocurrió lo que ocurrió no va a ser suficiente.
Entonces me veo pensando en todos los posibles sospechosos: las hamburguesas de queso, el whisky, los Lucky Strike, los diez o quince kilos de más que todos nosotros, bueno, algunos de nosotros, nos echamos encima, las caminatas que no hicimos, la medicación preventiva que siempre ignoramos, el trabajo y las preocupaciones y los impuestos, las malas rachas, la bestia que en el fondo somos, las cosas del mundo, la mierda que simplemente pasa porque pasa.
Pero Nancy tampoco está preguntando por esos detalles. Lo que ella quiere saber es por qué. Por qué, en el más sobrecogedor y ampuloso sentido de la palabra, no somos eternos; por qué nos tenemos que morir. Por qué estamos condenados a la orfandad y al desamparo. Por qué dejamos de existir, por qué no nos deja en paz natura. Por qué no somos inmortales. ¿Por qué esta mañana? ¿Por qué George Horton? ¿Por qué, por qué, por qué?
No son pocas las veces en mi vida que, como dueño de una funeraria o director de pompas fúnebres, me han preguntado lo mismo colegiales, viudas recientes, cavilosos clérigos, peregrinos compañeros de viaje… quizá todos piensen que yo fui el de la idea. Quizá a todos les gustaría verme retorciéndome incómodo ante la idea de un mundo en donde todos los seres humanos no tuvieran necesidad de ataúdes y coches fúnebres y en donde yo y mis colegas estaríamos siempre y en todo momento, sin solución de continuidad, a sus pies y servicio. O quizá en realidad sólo se preguntan, como yo, la pregunta verdadera.
“Pura cuestión de matemáticas”, hubiera dicho George Horton o no es más que “la última cuenta de cobro” o “así es la vida” o, incluso, “está escrito en la Biblia”. Y si ninguna de las respuestas anteriores le hubiera parecido suficiente, entonces hubiera dicho “lo único que quiero es no estar allí cuando me llegue la hora”. Bajo la presión de los enemil calificativos adverbiales que pueden llegar a cruzar por una cabeza al tiempo que se excavan o tapan tumbas, George era un tipo del que se podían esperar respuestas sencillas y claras. Autodidacta en lo que concierne a los asuntos del mundo, sus lecturas se limitaban a la Biblia protestante del rey Santiago, el Wall Street Journal y Golf Digest, el catálogo sobre Victorias’s Secret en lo que a la decoración del hogar concierne y el Gran Libro de los Alcohólicos Anónimos. Sus gustos televisivos se reducían a C-SPAN, The Home Shopping Network y los partes meteorológicos. La mayoría de las tardes se adormecía mirando el programa de Oprah Winfrey, de quien estaba irremediable e ilusamente enamorado. En los días tranquilos navegaba por la red o examinaba su portafolio en la misma. Los domingos observaba programas de opinión en la TV y luego salía a comer por fuera y a cine con su novia. Entre semana se tomaba un café en el Summit Café con los muchachos antes de hacer su ronda de los doce cementerios de los que estaba a cargo. Miércoles y sábados, en principio y sobre todo, jugaba al golf.
“Es pura matemática”, le oí decir un día desde la cabina de su retroexcavadora a propósito de nada; estaba rellenando una sepultura en el cementerio Milford Memorial. “Si vas a tener hijos, hay que abrirles espacio: el asunto es bíblico”.
En otra ocasión, recostado contra una pala, mientras esperaba a que el cura terminara, soltó lo siguiente:
“Copular, poblar, aspirar, expirar; mera matemática: sumar, multiplicar, restar y una división más o menos complicada… a eso se reduce lo que estamos haciendo aquí, pura matemática. En resumidas cuentas, nos entierran a razón de mil por media hectárea o nos incineran y entonces cabemos en dos cuartos de galón, poco más o menos”.
Imposible saber cuándo iba a salir con una de esas ocurrencias sabias.
*
Sin embargo, mientras embalsamaba a George más tarde esa misma mañana, a mí se me ocurrió que las cifras nos dan consuelo porque, en último término, cuadran. Los guarismos conocidos, no importa qué tan precarios, son como un bálsamo. Cualquier año dado, en lo que falta para culminar el milenio, morirán 2,3 millones de estadounidenses. El 10% de los embarazos no habrán sido buscados. Se darán 60 millones de casos de gripe común. Se trata de cifras que uno casi podría ir y consignar en un banco. Nacerán, más o menos, 3,9 millones de niños. Definitivamente bíblico el asunto. Y todos estos recién nacidos serán obsequiados con unos 76 años de expectativa de vida. Los varones alcanzarán una estatura promedio ligeramente por encima de los 1,70 metros y las mujeres un poco por debajo de 1,70. De todos ellos, el 25% será cremado, el 35% sufrirá de obesidad y un 53% lidiará con el alcohol. Cada año se divorciarán dos millones de los cuatro que contraerán matrimonio y el número de suicidas estará cerca de los 30 mil. Unos pocos se ganarán la lotería, otros cuantos más buscarán ser elegidos para un cargo público y a un buen manojo los matará un rayo. Y cualquier día normal de estos, 6.300 ciudadanos como nuestro querido George, dejarán de respirar y serán sacados tiesos en una camilla y en adelante se hablará de ellos (o ellas) en pasado. Y la mayoría será arropada en sus mejores vestidos, tal y como hoy arropo a George en su mejor atuendo azul, lo descanso en un ataúd con la ayuda de Matt Sheffler y miro a ver cómo organizo las 2 0 3 docenas de arreglos florales, los 100 o 200 parientes y amigos, y los 60 o 70 automóviles que seguirán el cortejo fúnebre a 30 kilómetros por hora a lo largo de la ciudad hasta llegar a la sepultura número 4 del lote 17 en la sección C del cementerio Milford Memorial que se convertirá, como decimos en el gremio, en su última morada sobre la cual se erguirá una lápida de granito sobre la que se tallarán su nombre y fechas, una de las cuales, restada de la otra, dará cuenta de lo que fue su tiempo. Lo corruptible será incorruptible, dirá el clérigo que oficie, lo inmortal será inmortal.
“Sé que voy a morir, pero espero que el día que ocurra no esté presente” como dijo Woody Allen, será una de esas cosas que ya nunca jamás le escucharemos decir a George Horton.
Así como tampoco podemos ver ahora, al observar los ojos de su hija Nancy, la mañana azul del mes de mayo próximo cuando ella, erguida, llena de dolor, alzará su recién nacido bebé al pie de la tumba de su padre, su único padre, en honor al cual bautizará a su hijo. Y tampoco oiremos las promesas mudas que hará de mantener a su padre vivo, de recordarlo por siempre jamás en el fondo de su corazón. No hay matemáticas ni versículo de la Biblia que valga a la hora de dar cuenta del instante o el misterio que aquí (y luego allí) la embarga.
Lo fusilamos de: Thomas Lynch, Cuerpos en movimiento y en reposo, Bogotá, Alfaguara, 2006, pp. 31-37. Traducción de Juan Manuel Pombo.
Comentarios
Burgos.
Burgos, buscaré la golosina.
Este ensayo es precioso, pero no es el mejor del libro. Con eso digo mucho. Hay que buscarlo, así como también el primero, "El enterrador".
«En el estilo medido y pausado de la BBC, escuché informes de que me habían ejecutado… Había sido declarado muerto… Pero yo sabía muy bien que estaba vivo y, luego de unos minutos, no pude evitar que la famosa línea de Mark Twain viniera a mi mente: "Los informes de mi muerte son exagerados"».
¿Los willianscanos, willianitas o willianicos?
¿Los williarishnas?
¿Los willistas del séptimo día?
¿Las willianitas descalzas?
¿Willy and the pussycats?
¿Willy y el prisionero de Azcabán?
Att.
Un jesuita dispuesto a convertirse.
A.
Bueno, quedo a la espera de más juan-fernando-mosqueradas de parte de Andrés Burgos y las demás eminencias. New York Calling!
aprovecho para recomendarle a willi, alias empeliculao, personaje ideado por camilo jiménez, que se tome una infusión de valeriana. para que encuentre sosiego. caso contrario, si está de ánimo y le sobra energía, lo invito a que suelte esas volquetas de gravilla que recomienda pablo r. a ver si por azar consigue componer "manquesea" un comentario ocurrente.
salut!
Muchas gracias por tu comentario en mi blog sobre Pessoa que me trajo al tuyo y a este interesante post.
Desde ya, me considero asiduo visitante de este blog.
Saludos
Deberías manejar la selección Colombia o dirigir una película de cine, a ver si se te quita el vicio.
Anonimo arrepentido..
Burgos.
P.D. A Pynchon solo lo entienden los psicoanalistas.
Burgos.
Y por otro lado, ya no son solo autores fusilados, ahora viene uno aquí a que lo fusilen en los comentarios. Caramba.
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