
Algunas primeras frases de estos cuentos, elegidas al azar: “Cuando Jim se despertó a las siete de la mañana, saltó de la cama y recorrió todas las ventanas del dormitorio” (p. 36); “Jim e Irene Wescott pertenecían a esa clase de personas que parecen disfrutar del satisfactorio promedio de ingresos, dedicación y responsabilidad que alcanzan los ex alumnos universitarios” (p. 53); “El señor Hartley, su mujer y su hija Anne llegaron al hostal Permaquoddy un atardecer de invierno, después de la cena…” (p. 89); “El domingo por la mañana, Deborah Tennyson esperó en el cuarto de los niños la señal de su padre que significaba permiso para ir al dormitorio conyugal” (p. 99); “La alarma empezó a sonar a las seis de la mañana. Sonó débilmente en la vivienda del primer piso que Chester Coolidge ocupaba como pago parcial de su puesto de superintendente en un bloque de apartamentos, pero lo despertó al instante” (p. 238). ¿Notan algo en común? Correcto: todas tienen un nombre propio. Con Cheever estamos desde la primera línea —en el peor de los casos antes de la cuarta, en muy escasas ocasiones antes de que termine el primer párrafo— en el ojo del conflicto, conocemos quién es el centro de atención. O la víctima, como se quiera ver. Y eso es algo que se agradece.
Se le agradece también a John Cheever la educación con que visita los apartamentos de la clase media de la costa Este americana. Casi no se siente su presencia ahí, en la sala donde discute ese matrimonio (“La monstruosa radio”), en la casa vacacional donde se encuentra una familia para pasar las fiestas —que se amargan por la llegada de un perfecto malnacido (“Adiós, hermano mío”, desde su título toda una apuesta shakesperiana)— o a la que llega una señorita a veranear y comienza a rondarla un galán tacaño, extraña combinación (“La casta Clarissa”). La fracesita que cuela en el relato la desolación llega como sin querer la cosa, como cuando un ascensorista, el día de Navidad, triste por vivir solo y tener que trabajar justo ese día, siente en su caja por la mañana el olor del café y el bacon que le llega de los apartamentos, o cuando le regalan una billetera de cuero… con las iniciales de otra persona (“La Navidad es triste para los pobres”: no voy a comentar este título).
Cheever se detiene casi siempre a pincelar el paisaje, la atmósfera donde transcurren estas tristes historias, pero lo hace de manera efectiva, económica: tres frases, una comparación inteligente le bastan para poner al lector en el punto de la acción, o para redondear una vida: “Con la luz verde del televisor proyectada en su rostro y sus delgadas manos acariciando a la perra, la señora Trencher me pareció una noche un ser desgraciado y de buen corazón” (p. 202, “Tiempo de divorcio”).
Otro rasgo que comparten estos relatos es el final abierto: muchos de ellos terminan cuando los personajes están al borde de tomar una decisión, de hacer un comentario trascendental, o de realizar una acción determinante para el asunto que se trata.
A pesar de la tristeza que rezuman estos relatos, de la medianía y los deseos frustrados que hay en todos ellos, aparecidos en el New Yorker entre 1946 y 1978, uno queda complacido: ha leído piezas perfectas, ha conocido las salas, habitaciones, fiestas y minúsculos conflictos de la clase media de Nueva Inglaterra, de la costa Este americana durante los cincuenta y sesenta. Gracias a Martín por acosarme a cumplir esta deuda de lectura que tenía. Y disculpas a la flaca y malvada, que desde hace años me lo había sugerido y no le había hecho mucho caso.
Para terminar, es una buena y bonita edición esta de Emecé, lástima el error en la contracubierta.
Se le agradece también a John Cheever la educación con que visita los apartamentos de la clase media de la costa Este americana. Casi no se siente su presencia ahí, en la sala donde discute ese matrimonio (“La monstruosa radio”), en la casa vacacional donde se encuentra una familia para pasar las fiestas —que se amargan por la llegada de un perfecto malnacido (“Adiós, hermano mío”, desde su título toda una apuesta shakesperiana)— o a la que llega una señorita a veranear y comienza a rondarla un galán tacaño, extraña combinación (“La casta Clarissa”). La fracesita que cuela en el relato la desolación llega como sin querer la cosa, como cuando un ascensorista, el día de Navidad, triste por vivir solo y tener que trabajar justo ese día, siente en su caja por la mañana el olor del café y el bacon que le llega de los apartamentos, o cuando le regalan una billetera de cuero… con las iniciales de otra persona (“La Navidad es triste para los pobres”: no voy a comentar este título).
Cheever se detiene casi siempre a pincelar el paisaje, la atmósfera donde transcurren estas tristes historias, pero lo hace de manera efectiva, económica: tres frases, una comparación inteligente le bastan para poner al lector en el punto de la acción, o para redondear una vida: “Con la luz verde del televisor proyectada en su rostro y sus delgadas manos acariciando a la perra, la señora Trencher me pareció una noche un ser desgraciado y de buen corazón” (p. 202, “Tiempo de divorcio”).
Otro rasgo que comparten estos relatos es el final abierto: muchos de ellos terminan cuando los personajes están al borde de tomar una decisión, de hacer un comentario trascendental, o de realizar una acción determinante para el asunto que se trata.
A pesar de la tristeza que rezuman estos relatos, de la medianía y los deseos frustrados que hay en todos ellos, aparecidos en el New Yorker entre 1946 y 1978, uno queda complacido: ha leído piezas perfectas, ha conocido las salas, habitaciones, fiestas y minúsculos conflictos de la clase media de Nueva Inglaterra, de la costa Este americana durante los cincuenta y sesenta. Gracias a Martín por acosarme a cumplir esta deuda de lectura que tenía. Y disculpas a la flaca y malvada, que desde hace años me lo había sugerido y no le había hecho mucho caso.
Para terminar, es una buena y bonita edición esta de Emecé, lástima el error en la contracubierta.
John Cheever, Relatos, 2 vols., Barcelona, Emecé, 2006. Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika Goicoechea.
Comentarios
te respondo porn esta vía, para decirte que si te interesa un ejemplar de El dios salvaje, te lo puedo mandar. Dame tu direción y te lo mando. Un abrazo
Sergio Dahbar
Saludes, Andrés M.
A mí ese cuento me parece intrigante. Siempre me preocupo mucho tras leerlo.
Los vecinos del edificio van saliendo a sus cosas con el correr de la ma�ana, y todos le desean feliz navidad. Pero Charlie, como un Bartleby, tiene la misma respuesta para todos: "Para m� la Navidad no es una fiesta. La Navidad es triste cuando uno es pobre".
En la tarde "ten�a catorce bandejas de comida esparcidas por la mesa y el suelo del vest�bulo, y los timbres segu�an sonando": todos los vecinos le hacen la atencioncita (como dicen las se�oras), adem�s de un mont�n de cocteles (ojo). M�s tarde "No hab�a hecho notables avances con la ingesti�n de los platos, porque todas las raciones eran anormalmente grandes, como si los donantes hubieran pensado que la soledad genera un apetito descomunal". Pero s� le hab�a pegado duro a los cocteles y el tipo se emborracha... dejo el comentario aqu� ser�a injusto con Cheever darle la vuelta entera.
Lo escaneo y se lo paso, estimado, o mejor compre los libros, que est�n a buen precio y contienen todos los cuentos que public� Cheever en el New Yorker.
¡Ah!, y sí, la canción es esa. Hace unos días estuve en la casa del Caballero Gaucho. Si querés, leé mi columna en La Patria sobre el tipo. Y no somos maricones, aunque, claro, lo parecemos.
Y si esta radioemisora lo permite, y esta es la hora de las complacencias, me gustaría leer una reseña de don Camilo J. sobre lo publicado por Andrés B. Disculpe si esa canción ya pasó y llegué tarde a la sintonía señor locutor.
Saludos