
La variedad es producto y muestra de la buena salud literaria de un país, al tiempo que incrementa esa buena salud literaria. Es como la fiebre: síntoma de enfermedad pero también prueba de que el organismo enfermo trabaja. Conviene que publiquen en un país escritores tan disímiles como Ángela Becerra y Enrique Serrano; creo que ganamos los lectores, ganan las editoriales y ganan los autores, tanto los ya posicionados como los que vienen en formación, cuando se publican novelas y cuentos digamos ligeros al lado de novelas y cuentos digamos eruditos, cultos, para usar una palabra complicada. En fin, celebro la publicación de esta novela: una historia rara, que mezcla con razón y sazón hechos de la historia con ficciones del autor. Y que no se parece a ninguna de las que se publicaron este año en Colombia.
Constaín ya había intentado algo similar con su libro anterior, Los mártires, que convocaba hechos documentados por la historia con otros de la invención del autor. En El naufragio del Imperio se viene con una historia desbocada pero muy divertida: unos revolucionarios granadinos quieren ayudar a Napoleón Bonaparte a escapar de su confinamiento en Santa Helena para que venga a América a gobernar. Dos naufragios sucesivos comienzan el relato, y uno imperial lo cierra. Y en el medio, historias varias de las campañas de Napoleón y de los ires y venires de los granadinos por Europa, compuestas a partir de una sólida documentación de lo menudo, de lo que no aparece en los libros de la historia oficial.
Se compone esta novela como los folletines del siglo ya antepasado: cada capítulo es una entrega que recoge puntos esenciales de la anécdota, lanza un par de líneas argumentales nuevas y termina en suspenso. Ah, y además, como esos folletines, cada capítulo está iluminado por una ilustración que recupera algún momento de la acción que se narra en ese capítulo. Y se narran todas ellas con un estilo elegante, cincelado, se nota que trabajado por el autor frase a frase. Segundos antes de encontrarse Napoleón con el protagonista de la historia, Gerardo Bermeo, hay una escaramuza en el campamento del emperador, apostado a las puertas de Moscú: “Algunos de sus hombres pensaron en salir a reprimir semejante falta dentro de las filas, pero Bonaparte los detuvo con el gesto enfático de la mano derecha y él mismo, con aire de curiosidad más que de indignación, se dirigió hasta el sitio cuidándose de no arrastrar consigo ninguno de los testimonios de respeto que los oficiales todos le rendían al paso” (p. 62).
Pero hay que decir que en este encuentro la novela decae un poco: resulta impostada y hasta algo caricaturesca, como forzada, la conversación que sostienen Bonaparte y Bermeo en la tienda del primero. (Y más adelante, ay, también duele un poco ver a Napoleón en un delirio de fiebre llamar con insistencia a Josefina, a su madre y a ¡Gerardo Bermeo!) En la reseña de esta novela que aparece en el más reciente número de El Malpensante, el 83, Luis H. Aristizábal llega a decir que luego de este episodio la novela se le cayó de las manos, y que si la terminó fue por puro rigor profesional. A mí me dejó algo aporreado, pero seguí de largo y terminé la lectura con agrado. Le doy la razón a Aristizábal en que los encuentros de los personajes de la ficción —Bermeo, Antonio Pérez y Cervantes, etc.— con personajes históricos —Stendhal, Talleyrand…— son forzados, pero uno puede bajarle la guardia un poco al rigor y continuar leyendo con gusto, porque hay aquí buen estilo, discursos diferentes bien hilados, personajes construidos con claridad y mucha aventura.
Ese juego de ficción y realidad me puso a buscar historias sobre Napoleón, detalles de su campaña, que desconocía casi por completo y que no me interesaba mucho. Otro aporte de esta novela además del buen rato de lectura que me regaló.
Juan Esteban Constaín, El naufragio del Imperio, Bogotá, Seix Barral, 2007, 212 páginas.
Nota: Durante estas semanas de vacaciones el ojo en la paja se va a actualizar no dos veces a la semana, como es costumbre, sino una. En enero regresamos con la periodicidad de siempre.
Constaín ya había intentado algo similar con su libro anterior, Los mártires, que convocaba hechos documentados por la historia con otros de la invención del autor. En El naufragio del Imperio se viene con una historia desbocada pero muy divertida: unos revolucionarios granadinos quieren ayudar a Napoleón Bonaparte a escapar de su confinamiento en Santa Helena para que venga a América a gobernar. Dos naufragios sucesivos comienzan el relato, y uno imperial lo cierra. Y en el medio, historias varias de las campañas de Napoleón y de los ires y venires de los granadinos por Europa, compuestas a partir de una sólida documentación de lo menudo, de lo que no aparece en los libros de la historia oficial.
Se compone esta novela como los folletines del siglo ya antepasado: cada capítulo es una entrega que recoge puntos esenciales de la anécdota, lanza un par de líneas argumentales nuevas y termina en suspenso. Ah, y además, como esos folletines, cada capítulo está iluminado por una ilustración que recupera algún momento de la acción que se narra en ese capítulo. Y se narran todas ellas con un estilo elegante, cincelado, se nota que trabajado por el autor frase a frase. Segundos antes de encontrarse Napoleón con el protagonista de la historia, Gerardo Bermeo, hay una escaramuza en el campamento del emperador, apostado a las puertas de Moscú: “Algunos de sus hombres pensaron en salir a reprimir semejante falta dentro de las filas, pero Bonaparte los detuvo con el gesto enfático de la mano derecha y él mismo, con aire de curiosidad más que de indignación, se dirigió hasta el sitio cuidándose de no arrastrar consigo ninguno de los testimonios de respeto que los oficiales todos le rendían al paso” (p. 62).
Pero hay que decir que en este encuentro la novela decae un poco: resulta impostada y hasta algo caricaturesca, como forzada, la conversación que sostienen Bonaparte y Bermeo en la tienda del primero. (Y más adelante, ay, también duele un poco ver a Napoleón en un delirio de fiebre llamar con insistencia a Josefina, a su madre y a ¡Gerardo Bermeo!) En la reseña de esta novela que aparece en el más reciente número de El Malpensante, el 83, Luis H. Aristizábal llega a decir que luego de este episodio la novela se le cayó de las manos, y que si la terminó fue por puro rigor profesional. A mí me dejó algo aporreado, pero seguí de largo y terminé la lectura con agrado. Le doy la razón a Aristizábal en que los encuentros de los personajes de la ficción —Bermeo, Antonio Pérez y Cervantes, etc.— con personajes históricos —Stendhal, Talleyrand…— son forzados, pero uno puede bajarle la guardia un poco al rigor y continuar leyendo con gusto, porque hay aquí buen estilo, discursos diferentes bien hilados, personajes construidos con claridad y mucha aventura.
Ese juego de ficción y realidad me puso a buscar historias sobre Napoleón, detalles de su campaña, que desconocía casi por completo y que no me interesaba mucho. Otro aporte de esta novela además del buen rato de lectura que me regaló.
Juan Esteban Constaín, El naufragio del Imperio, Bogotá, Seix Barral, 2007, 212 páginas.
Nota: Durante estas semanas de vacaciones el ojo en la paja se va a actualizar no dos veces a la semana, como es costumbre, sino una. En enero regresamos con la periodicidad de siempre.
Comentarios
Y... ¿te refieres a la belleza de la madre o de Talleyrand? Mejor: qué par de bellezas.
PDT: el humor me sobra Camilin en una cantidad directamente proporcional a mi mala ortografía…
PDT2: ud me debe el comentario de un cuento… Seria un buen regalo de navidad que me lo destrozara y me recomendara cosas. Tranquilo que por eso no va a perder amigos jejej.
Saludos
Camilo un feliz año 2008 muy literario.
Besos