
El pasado 6 de junio murió uno de los más excelsos escritores de la lengua castellana. Uno de mis autores de cabecera, lo saben quienes me conocen. Lo leo y lo releo cuando quiero descansar de modernidades, de experimentaciones, de tentativas, de aceleres, de pirotecnia. La prosa de Rossi pide calma, tiempo, reposo, compromiso. Y a ello me avoco cada cierto tiempo: a las columnas que son fragmentos de conversación del Manual del distraído, a los relatos que van componiendo su propio mundo de La fábula de las regiones, a las complejidades ligeras de Un café con Gorrondona, a los perfiles exactos de Cartas credenciales. Temprano, casi recién abierta esta página, le rendí un minúsculo homenaje en esta entrada, uno de mis textos favoritos de Rossi. Aunque... pensándolo bien, me he demorado en colgar este otro homenaje porque no sabía qué fusilar, no sabía qué escoger, y la muerte de este estilista me ha llevado a releerlo casi todo, lo cual me ha complicado más la selección. ¿“Puros huesos”, “Un preceptor”, “Robos”, “Palabras e imágenes”, “La lectura bárbara”, del Manual del distraído? O mejor, ¿ “Entre amigos” o “Diario de guerra” de Un café con Gorrondona? ¿Cómo promociono a Rossi, qué muestro, si casi todas sus páginas son perfectas, si casi todo lo que escribió me gusta? Al fin me fui por el azar y fusilé tres texticos de entre los varios que ya tenía digitalizados. Acá los dejo, con la recomendación, a quienes no han lo leído, de que empiecen por cualquiera de sus libros: seguro van a seguir con los demás. Eso sí, el que más se deja ver por ahí es el Manual del distraído. El primero y el segundo de los que fusilo pertenecen a ese libro, el tercero, a Un café con Gorrondona. Buen provecho.
También protesto contra las explicaciones excesivas. Me refiero al hábito de comenzar desde muy atrás y luego avanzar lentísimamente hacia el único hecho que en realidad nos interesaba. Pienso en esas personas que ante la pregunta más modesta –o más impaciente– quisieran abrumarnos con una crónica complicada y enorme. Si nos intriga el nombre de una calle, corremos el riesgo de escuchar la historia de la ciudad. Mostrar curiosidad por la suerte de un amigo, nos obliga a enterarnos de su biografía completa. Antes de saber la fecha en que murió ese autor, conoceremos sus incidentes matrimoniales, sus bromas, sus horarios de trabajo, las envidias que lo carcomieron, su famoso pleito con Fulano de Tal, la influencia positiva de la madre, la relación con los editores, los mínimos triunfos y su amor por los espacios cerrados. Concedemos que el origen de ciertas situaciones políticas es lejano, pero objetamos que siempre intervengan los visigodos. Creer en el orden del Universo y en el principio de causalidad no justifica esos abusos. La verdadera golosina, sin embargo, es la pregunta por algún rasgo íntimo. La pequeña cicatriz en la frente desencadenará recuerdos de institutrices crueles, ansiedades nocturnas, excursiones veraniegas, canciones, aquella implacable tormenta, la soledad de los bosques, el empujón fatal, la caída, reflexiones sobre las trampas de la memoria, el peligro de la infección, la fecha en que se inventó la penicilina, la impotencia de los médicos antiguos, la extraña impresión que produce ver la propia sangre, el orgullo de llevar la cabeza vendada, la guerra, sus causas, aquel libro magistral, la fragilidad humana, el cuerpo como un objeto, la esclavitud, la musicalidad de los negros, Benito Cereno, la elegancia de los bergantines, el mar en la poesía española, la muerte por asfixia, el dolor y las traducciones de Séneca. He notado, además, que esos personajes intentan estimularnos colocándose el reloj en la mano derecha o anudándose la corbata de alguna manera extraña. Extraen una lupa del bolsillo para deletrear algún título y siempre abren el automóvil por la otra puerta. Si aún permanecemos callados, nos informan que desde hace cinco lustros duermen en un catre, se alimentan sólo de mariscos, salen a la calle cuando llueve, nunca han visto una película y prefieren, fanáticamente, la castidad. Es difícil resistir esa acumulación, porque bastará la sombra de una sonrisa o un movimiento de cejas para que comience el relato. Nos provocan y nos espían. La moraleja es clara: no asombrarse si llevan un ojo de vidrio, una pierna de caoba o una corbata de cartón y menos aún si se declaran monárquicos, rosacruces o nos confiesan que detestan la luz eléctrica.
Otra especie fatigosa es la de aquellos que, en cualquier contexto, enfatizan la presentación lógica de sus cavilaciones. Juzgan que la última oración es incompleta si no incluye la fórmula “Por consiguiente”. Nos advierten, así, que han llegado a una “conclusión”: han estado charlando con nosotros, es cierto, pero a la vez nos han “demostrado” algo. “Por tanto” y “Por eso” son variantes aceptadas que también aspiran a sacudir nuestra modorra y a indicarnos que no se trata de un parloteo, sino de una “deducción”. Quizá amen la lógica, pero sospecho que también les apasiona un auditorio atento y callado. No vuela una mosca, él habla, ya vamos por el cuarto teorema. Poco importa que el tema verse sobre las sucesivas sensaciones que experimentó esa mañana mientras se bañaba con agua fría: las dividirá en premisas y nos probará que la última –satisfacción, orgullo– era necesaria y legítima. En efecto, la precedió un “por tanto”. Hace apenas unas semanas sintió náuseas y “por consiguiente” fue al cine: esa acción, nos sugiere su lenguaje, era inevitable. La vida entera es un conjunto de actos precisos e ineludibles. Enigmas de la gramática. Lo fascina el análisis, y ésa es la razón por la cual sus peroratas siempre se inician con las palabras sacramentales “En primer lugar”. Cambió el tono: la conversación –o la página– ya no es ondulante y desordenada, hay dominio, hay imperio sobre el material. Lo cual se comprueba de inmediato al escuchar –unos instantes después– "En segundo lugar". A esas alturas hasta los más distraídos se habrán dado cuenta de que “En tercer lugar” vendrá muy pronto. Hablar es disecar, mostrarnos los resultados obtenidos en su laboratorio particular. Todo se somete a esos rigores: en primer lugar leyó el periódico, en segundo lugar se lavó los dientes y en tercer lugar abrió la puerta. Individuos obsesivos, didácticos, aplastantes.
Hay personas para quienes los apellidos no existen. El mundo está poblado únicamente de Pablo, Juan, Alberto, Thomas, Igor, Leopoldo, Vicente, Hugo, Ramón, Jorge y André. El escritor siempre es Julio y el pintor Antonio. Todos son amigos, figuras familiares que hemos visto en pantuflas, despeinados, de cerca. Los hemos acompañado a comprar calcetines, lápices, cuadernos. Estuvimos con él cuando se rompió la pierna, cuando decidió aprender inglés, cuando dejó de comer carne. La diferencia es tajante: para mí es un cuadro, para él –o ella– es una convivencia cotidiana y casera. Una visión de alcoba que pretende imponer una distancia irrecuperable entre nosotros y el personaje. Nos excluyen, comprendemos a medias, el otro es la fuente de las anécdotas, de los incidentes mínimos y reveladores. Me lleno de envidia, porque durante unos minutos le doy la razón: la obra apenas muestra lo que sucedía allá dentro. Se me escapa si nunca lo contemplé haciendo gárgaras. El abuso del nombre propio se presta, además, para simular una igualdad inexistente o para insinuar la trivialidad básica de esas vocaciones: Juanito el pintor, Pedrito el poeta. Las verdaderas causas de mi fastidio quizá también sean impuras. Presiento que el nombre propio destruye las jerarquías, y yo, por el contrario, deseo un universo donde siempre haya personalidades mayores, lejanas e intratables. Aquellas que reconozco como maestros y jueces. Nostalgias filiales, deshechos religiosos, imaginería romántica o psicología de discípulo. Todo es posible y, sin embargo, concluyo que frente a los cuchicheos y a las altanerías prefiero mis reverencias.
Calles y casas
No soy un obrero, no soy un burócrata y tampoco soy un millonario. Sin embargo existo y si me gustaran las clasificaciones pías y vagamente hipócritas diría que soy un "trabajador intelectual". Renuncio a ese consuelo y declaro la verdad: soy un profesor de filosofía. No habito, por consiguiente, en un barrio proletario, desconozco la falta de agua y de luz, no he padecido la ausencia de drenaje, no camino entre charcos y no estoy obligado a compartir mi dormitorio con otras seis personas. Por la misma razón carezco de jardines propios, piscina, cancha de tenis, invernaderos, estatuas, solarium, patios coloniales y corredores húmedos para contemplar, desde una mecedora, la lluvia que cae. Vivo en un departamento mediano —por el tamaño, por sus estímulos estéticos y por sus comodidades-. Sus máximas virtudes son los techos altos, los pisos de madera y la blancura de las paredes. Los muros, claro está, podrían ser más gruesos y así me evitarían oír ruidos íntimos e innecesarios: los desahogos de mi vecino, sus carcajadas, sus pesadillas, sus locutores preferidos. El departamento mira hacia la calle al través de vidrios que van desde el techo hasta el suelo. Sería espléndido que mientras como me dejaran ver un bosque de pinos, un lago o siquiera un prado. No me interesan tanto si lo único que permiten es observar sábanas, toallas y antenas de televisión. Me comunican con el exterior, es cierto, y ésa es la razón por la cual las mesas y las sillas vibran cada vez que pasa un avión. Si abro esos ventanales, entra un viento terroso, el rumor de los motores y el monóxido de carbono. Quizá el constructor de este edificio soñaba una ciudad diferente. Tal vez pensó que las reservas de petróleo se agotarían pronto y los motores serían eléctricos; es probable que también creyera en la ventaja de los transportes públicos y estoy seguro de que nunca previo el desarrollo de la aeronáutica comercial. La motocicleta sin duda le parecía un animal prehistórico, al borde de la extinción, una pieza en los museos tecnológicos. Sospecho en él alguna teoría sobre la disminución progresiva de la energía solar: dentro de muy poco tiempo sus vidrios permitirían recibir, después del mediodía, una luz dorada y suave, ya no sudaremos, ya no habrá que arrancarse la corbata y la camisa, las tapas de mis libros no se torcerán. No vivo mal, no me lamento, simpatizo con las visiones utópicas de ese arquitecto, pero concluyo que mi casa exige una ciudad distinta.
Y también mis hábitos. Tengo amigos y el deseo de verlos sobreviene de pronto, esa urgencia de comunicar algo, una sensación, un fervor, una angustia, ahondar en la charla ese atisbo mínimo que quizás tuvimos. O buscarlos para monologar, para quejarnos, para recibir apoyo. O quedarnos callados, sin obligaciones pirotécnicas, en calma, esas conversaciones lentas, sin tema fijo, sin conclusiones, descansadas y azarosas. Son, aun en este caso, necesidades inmediatas cuya satisfacción exige un plazo. El entusiasmo se apaga si para encontrarnos debemos esperar cinco días, y para esas fechas es posible que también la depresión haya desaparecido. Existe el válium, el au-toengaño y el sueño. Me gustaría, entonces, que mis amigos estuviesen cerca, que nos reuniéramos caminando apenas unas cuadras o en algún sitio que la costumbre haya establecido. Quisiera que la amistad recogiera esas efusiones momentáneas, los instantes del abandono o de la sinceridad, la trama viva de nuestras horas. La ciudad no favorece esa intimidad. Ni uno solo de mis amigos vive en la misma zona. Nos frecuentarnos, todavía hablamos, pero hemos perdido ese trato cotidiano. La lejanía y las ocupaciones imponen estrategias complicadas: mañana es imposible, pasado mañana soy yo el que no puede, habrá que hacer una cita para el fin de semana, no éste, claro, porque saldrá fuera de la ciudad, tal vez el próximo, o mejor esperar una vacación, ya se acerca el día de los muertos y, además, no falta tanto para las navidades. La amistad se nutre de cenas planeadas con anticipación protocolaria, de encuentros esporádicos y fatigosos, porque él, obviamente, vive en el Sur y yo en el Norte. Queda el teléfono. Sé que para algunos lo resuelve todo: lo utilizan para llamar al plomero, para saber la hora, para despertarse a tiempo, para seducir, para indignarse o relatar con minucia los estados de ánimo —asombrosos y únicos— que los invaden en esos instantes. Personas que no organizan los encuentros al través del teléfono, sino que es allí donde se reúnen. Me sucede lo contrario, y frente a él carezco de naturalidad o tal vez de la técnica adecuada. Lo vivo como un símbolo de alarma, un aparato que se emplea para comunicar cosas urgentes, noticias que modifican mis planes o alteran la normalidad del día. Como si pensara que el teléfono es el vehículo de lo extraordinario. Cuando suena, la primera reacción es ocultarme, me acerco con desgano y si equivocaron el número siempre experimento alivio. La conversación telefónica tolera mal las pausas, los silencios, esas interrupciones que se conceden incluso los diálogos más encendidos. No es usual que dos amigos recurran al teléfono para pasar una hora juntos sin casi hablar, cada uno bebiendo un café en su casa, sin prisa, una frase ahora y otra más adelante mientras escuchan la respiración del otro. Por teléfono hablamos más y los reposos verbales son mínimos porque un axioma preside esos intercambios: hay que responder siempre con palabras o, cuando menos, con ciertos sonidos. El teléfono, por otra parte, suprime las reacciones físicas de los interlocutores, la mirada benévola o el cabeceo que aprueba, esos signos cuya presencia tranquiliza y alienta. No lo veo, no sé si ya empezó a contar los cerillos, a hojear un libro, a poner los ojos en blanco, no sé si ya comenzó a dibujar barcos, pescados y flores. Quizá sea por eso, porque me falta el movimiento de las cejas, que el teléfono me obliga a la cortesía: afirmo cuando más bien quisiera negar, apoyo un razonamiento que me parece deleznable, participo en la dramatización de un suceso minúsculo, emito ruidos solidarios, celebro, concedo, evito las discusiones. Soy hipócrita y elusivo. Quisiera intercambiar únicamente informaciones obtusas: el horario de los aviones, el estado del clima, la salud del Papa, el vencedor del Premio Nobel, la fecha de una batalla. La conclusión es a la vez trivial y alarmante: prefiero hablar solo.
Las calles definen la ciudad. Están las que prolongan la casa, el cuarto, el espacio íntimo donde guardamos la cama, la ropa y la comida. Son las calles que el artesano utiliza para trabajar, las calles en las que se trafica y se juega. Ruidosas y promiscuas, promueven la indiscreción, el afecto, dificultan el anonimato e impiden la soledad. El caso opuesto es la calle que se caracteriza como un territorio extranjero: señala, de manera tajante, la división entre el mundo público y el privado. No me retiene, porque si quiero comprar un periódico allí no lo encontraré y si quiero beber un vaso de agua tendré que regresar a mi casa. Las aspirinas, los lápices, las hojas de papel, las gomas de borrar y el vino siempre se venden mucho más lejos. La calle en la que vivo es menos árida, pero interviene poco en mi vida. Es ancha, tiene aceras y unos pequeños árboles la bordean. La recorro porque tengo ganas de caminar, porque me gusta mover las piernas, porque me siento nervioso, porque estoy harto de estar sentado en un sillón. La uso como si fuera una pista de atletismo o un aparato de gimnasia. No hay otra justificación para esos paseos. Es una calle que sin ser un laberinto no me lleva a ningún sitio: nadie vive cerca y el trabajo queda demasiado lejos para ir a pie. Los negocios que encuentro no son emocionantes: un sastre, una farmacia, un kinder y una academia de danzas regionales. Tampoco suscita entusiasmos visuales, no se abre a panoramas, carece de sorpresas. Abandonada por el peatón, se acerca rápidamente a ese arquetipo de vía pública que sólo acepta automóviles y altas velocidades. La calle deja de ser así un espacio humano para convertirse en un tubo por el cual circulamos: nos alegra que el asfalto esté en perfectas condiciones, nos impacientan —como en la carretera las vacas— los transeúntes que pretenden cruzarla, anhelamos la sincronización de los semáforos, elogiamos la amplitud y las curvas bien trazadas. De manera gradual, sin darnos cuenta casi hemos renunciado a la calle. No es ya un lugar de convivencia o de encuentros; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra. Nos hemos resignado a que sean feas, duras e inhóspitas. Nos parece la consecuencia de un proceso oscuro, vasto e incontrolable. El misterio es el refugio de la indolencia.
Un mal poema implica un mal poeta, un relato defectuoso supone un escritor inhábil y un cuadro bobo nos hace siempre pensar en aquel pintor. Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionadores disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.
En plena fuga
estoy sentado en un sillón —de tela, lo admito, no de cuero—, tengo puesta mi bata escocesa (lo cual no implica, claro está, que el paño sea escocés), quisiera colocarme en la cabeza un gorro de lana, no lo tengo, no sé dónde comprarlo, vaga sensación de impotencia que desaparece cuando advierto mis calcetines verde botella, altos hasta la rodilla y de un tejido grueso y peleonero que, sin duda, reclama los knickerbockers y, tal vez, la escopeta de dos caños. Si alguien me viera así, tan quieto y tan modesto, creería que yo espero un milagro. Nada más falso, aunque sé, claro, que los sillones suscitan esa ilusión. Yo estoy simplemente sentado, sin exaltaciones filosóficas ni chimeneas crepitantes. Yo pienso, con angustia y banalidad, que la vida se escapa. Se escapa por rendijas que no son ni el tiempo ni la escandalosa muerte. Tiempo y muerte huelen a sacristía, a metafísica oscura y campanuda. Me interesan más las fisuras insidiosas de la vida cotidiana, obra de roedores, no de demiurgos. Pienso en esos innumerables e imperceptibles actos que se fugan sin que yo los advierta. Tengo de pronto el cigarro en la boca, pero no sé cuándo moví el brazo izquierdo para acercar la cajetilla, ni tampoco cuándo los dedos de la mano derecha lo sacaron y lo llevaron a los labios. Momentos ciegos, brevísimas interrupciones, parpadeos, de acuerdo, aunque tan frecuentes. Escucho con desesperación el aparatoso monólogo, lucho contra esa voz espesa, jalea verbal que pretende inmovilizarme, maldigo mi suerte y descubro que, sin darme cuenta, me he quitado un zapato, he aflojado el nudo de la corbata y me rasco la rodilla como un mono obsesivo. Creo en Darwin, por supuesto, pero sin fanatismos, con lejanía, no me agradan esas sorpresas. Y me pregunto qué habré hecho con mi cara, qué muecas prehistóricas habrán aparecido en mi rostro durante esa media hora fatal. ¿Cuántos gestos, actos, movimientos que son míos y, sin embargo, no he vivido? ¿Cuántas cosas han pasado, por decirlo así, a mis espaldas? ¿Dónde estoy yo? Sí, ya lo dije, sentado en un sillón, monarca de un mundo diminuto en plena huida. Porque es verdad que me gustan mis enérgicos y verdes calcetines, pero esa honesta inclinación por ellos es un misterio. Rechazo con violencia la idea de que convocan imágenes militares, el mítico comandante, introspectivo y estoico, que hojea, en la tregua de la campaña, las Cien mejores poesías de la lengua castellana. No admiro los cuarteles y sólo tolero al fantasmagórico milite ignoto, con el cual obvia mente no deseo identificarme. A veces, es cierto, me he regodeado ante la estampa de un sportsman, propietario rústico y elegante; soy incapaz, sin embargo, de apuntar al pato que sobrevuela la laguna y considero deprimente la perspectiva de la inevitable expropiación. No, por allí no va la cosa. Y me río, sí, me río de quienes se atrevieran a sugerir que mis piernas, envueltas en esa estupenda lana, adquieren una halagadora apariencia de fuerza vegetal, dos troncos serenos y bien plantados. A los vieneses —tan meticulosos— los refuto con una frase: el benemérito —mi padre, naturalmente— los usaba cortos. Lo lamento, es la pura verdad. Como también lo es la opaca conclusión de que mis calcetines me atraen por su color y porque producen una tibieza que yo no tengo. Pero el enigma sigue en pie: ¿de dónde viene esa preferencia por el verde? ¿Decido yo eso? ¿O más bien me topo con ese gusto como si fuera un huésped inesperado? ¿Decido yo acaso la temperatura de mi cuerpo? ¿Decido yo ser un animal de sangre fría? ¿Dónde estoy yo? ¿Qué decido? ¿Decido yo que tú me gustas? Es mentira. Yo no decido amarte, yo te amo. Yo padezco ese estado y a veces, es cierto, también lo gozo, pero no soy el creador de esos vendavales. ¿Decido yo que ese sabor es inigualable? Es mentira. ¿Por qué me agrada la mostaza? ¿He decidido yo, en algún momento de mi vida, en el fragor de una cena amistosa o al atravesar bamboleante una calle, que desde ese momento me gustará esa pasta terrosa y picante? ¿De dónde viene ese deseo imperioso de hablar? ¿De dónde llegan las cosas? ¿Dónde estoy yo? Apetitos, anhelos, manías que sobrevienen con sorpresa, asombro y azoro. Recuerdo ahora a aquel refinado sacerdote -calva perfecta y ojos cansados— que me aseguraba con suavidad que yo era "el dueño de mi vida". Un frase hipnótica que no engaña a nadie: las pasiones —para usar ese lenguaje diabólico— y los gustos triviales escapan a mi control. Lo repito: no decido amarte, yo te amo.
Veo un árbol y no asocio o no pienso —como quisiera, como debería, quizás- en la insondable historia de la caída del hombre, en la amarga lección del deber incumplido, en el fuego del orgullo, en la tiranía del deseo, en fin, en un hombre y una mujer, para decirlo sin tantos rodeos, al borde del precipicio. Veo un árbol y pienso —si es que pienso— en el verano, en la frescura de la yerba. Pienso en ti, ingrata. ¿Y qué sucede con los recuerdos? Vienen cuando les da la gana y así, por ejemplo, a la mitad del fibroso y antipático beefsteak —¡zas!— la visión de un niño rabioso obligado a masticar hasta el último pedazo de carne. La situación es aún peor, porque cuando me digo, con aparente lucidez y dominio, que esta tarde, entre las cuatro y las cinco, recordaré con toda aplicación aquel episodio bochornoso y feliz, ¿he, realmente, tomado una decisión? ¿O simplemente se me ocurrió llevar a cabo ese ejercicio? ¿Cuándo decido, entonces? La decisión de hacer algo, lo afirmo con desconsuelo, es tan repentina como la manzana que cae sobre mi cabeza. ¿Intervengo yo en algo? ¿Aporto algo a este proceso que, según cuentan, forma la trama más íntima de la vida? Está bien, admito que las decisiones son casi siempre -lo escribo así para no condenarme definitivamente— tan incontrolables como las ocurrencias. Pero supongamos que me enredo en algún razonamiento y decido, por tanto, no hacer lo que había pensado porque me parece, digamos, inconveniente. ¿Inconveniente? ¿Qué significa eso? ¿Que me hace daño? ¿A la salud, por ejemplo? Sí, en efecto, lo digo sin rubores, yo quiero ser sano, robusto, rosado, elástico, rozagante, no sé, desconozco un poco el lenguaje de la salud. Decido no hacer algo, pues, por razones de higiene. Suprema claridad, bríos fáusticos, ya me veo al trote por los parques de la ciudad, yo, capitán de mi alma. Y, sin embargo, ¿por qué quiero ser sano? ¿Sólo para trotar bien o para subir escaleras sin ahogarme? ¿O tal vez porque quiero prolongar la vida y construirme una casita en abonos? Una casa de bardas altas, una casa con un pequeño jardín donde en algún sitio esté una fuente con un sapo echando agua. Un sapo gordo, con una boca de cemento redonda y cordial. Imagino se tos de plantas amarillo-verdosas y yo sentado en una silla —de mimbre, por supuesto- mirando al sapo. Señores, quiero ese refugio, deseo protección, tengo miedo ¿Decido yo tener miedo? ¿De dónde vienen las cosas?
Queda, naturalmente, el misterio mayor, la incomprensible decisión de decidir: ¿Quién me la puso en la cabeza? No se trata del quimérico acto de decidir esto o aquello, sino de ese estado tenso y difuso que hasta yo he sufrido a veces. El propio de los generales, supongo, o el de ciertos pigmeos con nombramientos definitivos. Una condición que, en algunos aspectos, se asemeja al erotismo: despierto por la mañana —más bien por la tarde— y me encuentro con energías imprevistas, pero sin destinatarios precisos. Quiero entonces decidir, necesito decidir, husmeo ansiosamente el territorio y comienzo a dar órdenes secas y vacías: que cierren esa ventana, que traigan otra taza, que no coloquen la servilleta de ese lado, que el huevo —aquí el tono es duro— no esté en el agua más de tres minutos y medio. ¿Hay razones —aunque sean modestas— para tomar esas decisiones? De ninguna manera: son apenas desahogos circunstanciales de mi inexplicable deseo de decidir, los resultados -caseros, lo admito— de un impulso que no entiendo. ¿Qué más me da que el huevo haya estado en el agua cuatro minutos en lugar de tres y medio? ¿Acaso lo distingo? Pasan esas ráfagas que nada solucionan, esos vientos que nada cambian, y vuelvo a preguntarme, ¿dónde estoy yo? Sentado en un sillón, rodeado de oscuridad, monarca de un mundo en plena fuga.
Lo fusilamos de: Alejandro Rossi, Obras reunidas, México, FCE, 2005, 684 páginas. La fotografía es de Vasco Szinetar.
Comentarios
Me encantó el texto.
y a veces, muchas veces, ni siquiera eso. pienso yo cuando me demoro en el banco.
Creo que los rossinianos del mundo entero deberíamos fundar un grupo o círculo cosmopolita. No es poco lo que nos une.
Un saludo.