
Para graduarse como licenciado en Letras, en 1970 Gustavo Álvarez Gardeazábal presentó la monografía La novelística de la violencia en Colombia, en la que revisaba 30 novelas sobre la época de La Violencia publicadas entre 1951 y 1970. Allí expuso algunas carencias de la novela colombiana en ese período, y señaló algunas líneas que debería seguir: superar el complejo María-Vorágine, esto es, desmarcarse de los alcances estéticos de la novela decimonónica; abandonar su tendencia panfletaria; dosificar la información; buscar la tensión argumentativa; usar una prosa fluida, con un manejo fino de la adjetivación, las simbologías, las metáforas; presentar personajes homogéneos y verosímiles... Como si fuera parte del mismo programa, al año siguiente publicó la novela Cóndores no entierran todos los días, donde aplicó todos estos principios con suficiencia, como el escritor profesional que estaba comenzando a ser. No sé qué calificación obtuvo en su monografía; en esta otra parte de su empeño yo le pongo casi la máxima nota, digamos un 4,8.
Esta novela se abre con una palabra mágica para el autor y para la peripecia, “Tuluá”, en vísperas a la solución radical a un problema. Uso “se abre” en lugar de “comienza” no por casualidad: toda la trama se va abriendo para el lector de sabia manera dosificada: va conociendo personajes poco a poco, va mirando el lugar parte por parte como un recién llegado, va conociendo piano piano detalles de la circunstancia que vive ese pueblo desde años atrás. No hay mayores descripciones del lugar, apenas de unas cuantas calles significativas para los acontecimientos. Y no se necesitan, tampoco: Tuluá es la condensación de Colombia entera a finales de la década del cuarenta y toda la del cincuenta: “La disculpa fueron los muertos que bajaban todas las noches por el Cauca. El Siglo dijo que eran conservadores y El Tiempo que eran liberales, pero en La Virginia, donde los atajaban con la barriga a reventar, la cara mordisqueada por los peces y las extremidades casi siempre quebradas a palo, ninguno de los muertos llevaba papeles de identidad y como resultaba tan embarazoso cargar con esas pestilencias, apenas los sacaban los enterraban en la fila de los que como NN crecieron tantos cementerios de Colombia” (p. 58).
Y toda esa circunstancia se va conociendo a través del monólogo del narrador, que suena a una conversación de señoras en el atrio de la iglesia, cuando una que ha permanecido siempre en el pueblo le cuenta a otra que estuvo fuera diez años lo que ha pasado en ese tiempo. Todas las microhistorias se encadenan no en orden cronológico, sino que, como en la conversación, se van abriendo ventanas: un datico sirve para hablar de fulano, una esquina donde pasó algo lleva a la historia de algún otro personaje o lugar, aquella tarde cuando pasó esto fue también cuando... Y siempre en el centro, en todas esas anécdotas de miedo y crueldad, León María Lozano, conservador intachable, devoto, todos los días temprano primero en la iglesia de los salesianos y después en su puesto de quesos en la galería, hasta que se convierte en el líder de una banda paramilitar que arrasó con cualquier indicio liberal primero en Tuluá y después en todo el Valle del Cauca: “Desde la mesa del rincón al lado de los billares León María Lozano manejó con el dedo meñique a todo el Valle y se tornó en el jefe de un ejército de enruanados mal encarados, sin disciplina distinta de la del aguardiente, motorizados y con el único ideal de acabar con cuanta célula liberal encontraban en su camino” (p. 82).
En su ensayo “La presencia de la política nacional en la vida provinciana, pueblerina y rural de Colombia” Malcolm Deas se hacía varias preguntas, entre ellas, “¿Qué sabemos de la política del analfabeto?”. Pues bien, acá, en esta novela, está la respuesta. Habitantes rudimentarios con opiniones políticas ídem, sectarias y siempre heredadas. No hay razón para ser liberal o conservador, se es de uno u otro partido (la palabra más precisa sería bando) por tradición y herencia, y no se oyen razones en contrario. De ese fervor se desprende también un odio ciego hacia el de la otra colectividad. León María Lozano sólo lee El Siglo y sólo oye La Voz Católica, “lo estrictamente indispensable para ser un buen conservador [...] lo que no entendía lo desechaba sin preguntar. Difícil para asimilar lo que leía” (p. 52).
Y esta historia de un bruto al mando de una región está expuesta siguiendo unos principios estéticos que había identificado el autor un año atrás. Una reflexión así de juiciosa, una etapa de preescritura tan ajustada da como resultado, casi siempre, una obra literaria coherente, sólida. Como ésta. Empezando por su lenguaje lustroso, económico aunque sin despreciar cierto lirismo, como cuando leemos que León María alcanza a oír “en el silencio profundo que los pueblos escogen como decoración todos los domingos, el trote acelerado de una bestia” (p. 18). Siguiendo por su estructura, que no sigue una línea cronológica, lo cual le permite hacer anuncios, soltar indicios, que están allí para mantener al lector pegado a la página. Y terminando con la propia anécdota, que retrata tan bien como pocas novelas de la época esa historia de Colombia que todavía nos acompaña, ya no con las etiquetas “liberal” y “conservador” sino con otras: “paracos” y “guerrillos” o... (complete aquí la categoría que prefiera). Y para la muestra una crónica reciente de Alberto Salcedo Ramos. Con la invitación a leerla termino este comentario.
Gustavo Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos los días, Bogotá, El Áncora, 1994, 144 páginas.
Comentarios
Por otro lado, como ud dice, es bien raro pasar del culo de Mabel Cartagena a las fotos de desaparecidos y crónicas de guerra en Soho, todavía no lo alcanzo a procesar.
En cuanto a la nueva narrativa colombiana, yo no leo mucho de eso, sobre todo porque las carátulas de los libros me espantan. ¿No les parecen desastrosas las portadas de "Buda Blues", de la nueva novela de Ángela Becerra y de las cochinadas de Jaime Espinal? En serio: están siempre visibles en los estantes de literatura colombiana, y lo que logran es alejarlo a uno.
Angry Girl te recomiendo: Colombia una nación a pesar de si misma de David Bushnell, muy completo e imparcial; Colombia País fragmentado. Sociedad dividida de Marcos Palacios y Frank Safford y La personalidad histórica de Colombia y otros ensayos del inigualable Jaime Jaramillo Uribe (aún da clases y trabaja en U Andes, es un putas)
Esta excelente el dato del estudio de Gardeazabal.
JUANDAVID: gracias. De la película casi no me acuerdo, tengo que volverla a ver. Y nuestros actores de Hollywood eran Ramírez y Julio Medina, que aparecía en series de tercera. Buenos tiempos. ¿Se acuerda de algún otro?
PABLO: qué bueno que salga nueva edición. Ahora sólo se consigue la de Panamericana, que es horrible. Y si está a tu cuidado va a salir bien con seguiridad.