
Comienzo con una obviedad tamaño familiar: a nadie le gusta que le echen cantaleta. Por eso me parece discutible la decisión del autor de comenzar esta novela con once páginas (¡once!) de una perorata sin sentido (ni signos de puntuación ni enganche). Y encima, con un título de originalidad aguada: “Epílogo”. Discutible decisión porque muchos lectores podrían no pasar de esa cantaleta inicial, con lo cual se van a perder una novela estupenda, con temas, voces y giros variados y entretenidísimos: los colombianos en París; los caleños en Bogotá; las fiestas en diferentes décadas y ambientes; la poesía y los poetas, algunos grandes, muchos patéticos; el cine en la época dorada de Cali, los setenta, y en la menos lustrosa, los ochenta y noventa; la televisión; la publicidad; el teatro, desde la dirección hasta la actuación, pasando también por los entretelones. Y por supuesto, ese imposible que son las relaciones entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres y entre hombres y hombres. Por mi parte, voy a ignorar olímpicamente esas once páginas de la entrada para centrarme en las buenas decisiones que tomó Sandro Romero en esta novela. Recomiendo a los lectores hacer lo mismo.
El 1 de enero de 1999 el documentalista caleño Daniel Vasco desaparece. Se barajan las hipótesis del suicidio, del secuestro y de la desaparición por parte de agentes del Estado. Ocho años después su esposa continúa sumida en una especie de muerte en vida, y su hijo se ha convertido en actor de teatro. Este hijo no ha dejado de pensar en el destino de su padre, y en una de sus reflexiones le da por esculcar en los archivos del cineasta. Allí encuentra un cuento titulado “Apocalipsis”, y se sorprende: no sabía que su padre escribiera literatura, pero sobre todo cree ver allí algunas claves sobre el destino de Daniel Vasco. Comienza a intuir que su padre está vivo: sólo se aburrió de la vida normal, mujer e hijo y búsqueda del éxito profesional, y tomó la decisión de desaparecer. Visita a una tía, quien también ve en esas páginas algunas referencias sugestivas. Pero lo más importante, le habla a su sobrino de la amante de Daniel Vasco, y le da los datos para contactarla. Este primer capítulo termina cuando el narrador va en un taxi a encontrarse con Lucy Wagner, su “madrastra”.
El capítulo siguiente se titula “El duelo”, está narrado por otra persona, un tal Mario, cineísta enfermo –puede ver hasta seis películas en un día–, y transcurre en Bogotá a comienzos de los ochenta. En un bar encuentra a una mujercita y enloquece. El registro de esta aventura es absolutamente diferente del anterior: Mario es frenético, desbocado, y ese talante se expresa en el ritmo de este capítulo, en su fiebre de cine, en su ardor de Gloria, como se llama la mujer del bar: “De Infielmente tuya corrí como un demonio por toda la carrera séptima, compré tres fotos de Lee Marvin en A quemarropa, evité la mirada de las morcillas y los asaltantes, para luego buscar la entrada al teatro Faenza, doradito él” (p. 51). El hombre todo lo relaciona con películas, y es hábil en los juegos de palabras: Zabriskie Point es para él Zabriskie Joint, habla de “La vaga y el damabundo”, se considera un “marinero de agua ardiente”. Termina enredándose con Gloria –mientras ven una película, claro– y cuando ella le informa que se va a París en pocos días a estudiar, él arregla viaje y se va tras ella.
El capítulo siguiente, “El demonio de la media noche”, continúa con el encuentro del hijo de Vasco con Lucy Wagner. El narrador le muestra el relato y ella no se sorprende mucho: guarda otros dos, que leen en el apartamento de ella. Comienzan a ver algunas correspondencias: los personajes son los mismos (los protagonistas de unos son extras con parlamento en los otros), los escenarios son Cali, Bogotá y París, las épocas guardan cierta continuidad. Dice el hijo de Vasco: “Los tres cuentos formaban una pequeña ronda, una cadena”. Los otros que encontrará serán otros eslabones en esa cadena con un asunto específico: “Encontré como denominador común el tema de los celos”. En este punto o algo después el lector atento notará un juego de lectura que propone Romero Rey con los capítulos de esta novela y la historia del hijo de Vasco. El lector podrá seguir leyendo en el orden que llevaba o podrá jugar a la rayuela y leer en otro orden. No voy a ahondar mucho en este asunto para no matar el duende, baste decir que hace rato no encontraba en las novelas recientes colombianas un guiño así, y hay que agradecerle al autor la deferencia: entre tantas obviedades y ligerezas estos juegos refrescan y entretienen.
Los relatos de Daniel Vasco son todos memorables en su despliegue de ritmo, personalidades perfiladas con precisión, intríngulis de la vida del teatro, la televisión, la publicidad y la rumba de esa generación que se movió entre Cali y Bogotá en las décadas del ochenta y del noventa, el humor y los juegos de palabras. Seguro están ahí, con otros nombres, los personajes que han hecho carrera en el cine y la tele en Colombia estos años: Luis Ospina, la Rata Carvajal, María y Elsa Vásquez, Rodrigo Lalinde... y otros están, efectivamente, con su nombre propio, como “el cineasta Diego García” (p. 247). Asimismo, los capítulos sobre la pesquisa del hijo tras el rastro de su padre tampoco desmerecen. Si debiera recordar apenas uno, escogería el que narra el viaje a Buga donde vive todavía una tía de Daniel Vasco, que le hace creer al hijo que el documentalista ha pasado hace poco por allí. Pero pronto vemos que la señora está perdida en la nebulosa: en su relato, “Mi papá estuvo vivo, muerto, no había nacido, tenía sesenta años, se había casado, estaba soltero, había tenido hijos, no había tenido hijos, era un perro, era un santo…” (p. 121).
En fin, el hijo sigue en sus pesquisas encontrando nuevos cuentos escritos por su padre, los cuales siguen pintando el cuadro de ese grupo de caleños que se mueven entre su ciudad, Bogotá y París, todos imbricados en tórridas historias amorosas y de celos, desespero, éxito y marginalidad. Cada uno tiene una profesión y expone sus puntos de vista sobre ella y sobre el mundo, siempre originales, muchos divertidos, algunos descocados, pero todos bien construidos, según la idiosincrasia de cada participante en la historia. Hacia el final de la novela hay un par de nuevos giros que no voy a detallar aquí, y llegamos a un cierre a la altura. Tanto en los relatos escritos por Vasco como en la narración de su hijo se combinan con ritmo y equilibrio el monólogo y la acción, la reflexión y la peripecia. Humor y trascendencia, profundidad y ligereza, arte y farándula, entre otros, están expuestos en estas historias. ¿El resultado? Lo que tiende a llamarse una novela generacional. Nada menos.
Sandro Romero Rey, El miedo a la oscuridad, Bogotá, Alfaguara, 2010, 264 páginas.
Comentarios
Me acuerdo cuando vi algunos documentales de esos manes, los de Carlos Mayolo y Luis Ospina, me parecieron muy tesos.
Lo que no entiendo muy bien es que esos manes tienen nostalgia de su propia "generacion" casi que desde que nacieron, creo que es indudable que eso es un poquito ridiculo.
Auque igual que con 'Clock around the rock' sigue una linea temática llevada a cabo por los miembros del Cineclub de Cali en los setentas.
Con estas dos obras se quita de encima todas esas críticas presentadas por Pilar Quintana en la revista Soho.
Te comparto las respuestas de Sandro a mis preguntas:
http://cantalicia.blogspot.com/2010/03/ya-lei-el-miedo-la-oscuridad-de-sandro.html
RAFAEL: yo creo que Sandro tiene una obra propia. Que haya insistido un poco más de la cuenta en la figura de Caicedo es otra cosa. Pero obra sí tiene, y desde hace rato.
MARTÍN: sí, la carátula es una belleza. Alfaguara me tenía medio decepcionado, ha sacado últimamente unas muy muy feítas (la del libro de cuentos de Antonio Ungar es la más fea de esa casa desde la de Demasiados héroes de Laura Restrepo). Por otro lado, mi interés nunca decayó, aunque sí, al final hay dos cabitos sueltos por ahí. Pero me dio tantos ratos buenos de lectura la novela que se los perdoné.
CANTALICIA, muchas gracias por pasar, por comentar y por dejar el enlace. Buena la entrevista con Sandro, queda uno con ganas de más.
Romero tiene otra novela no tan afortunada: Oraciones a una película virgen. Un documental sobre el teatro La Candelaria y uno, no visto hasta el momento, sobre Ricardo Ray. Colaboró en la edición de Calicalabozo.
Angel Castaño G.