En esa inmensa entrevista que Françoise Truffaut le hace a Alfred Hitchcock, y que ocupa las trescientas y pico de páginas de El cine según Hitchcock (Alianza), leí por primera vez una recomendación que hace el maestro inglés a los directores de cine primerizos, pero que puede aplicarse a cualquier artista que quiera contar una historia, no importa el género o el formato: “Todo lo que se dice, en lugar de ser mostrado, se pierde para el público”. Después seguí viendo la misma idea expresada con palabras distintas: “Cuando un escritor explica demasiado, psicologiza en exceso, está pasado de moda desde que empieza. Homero dio imágenes y hechos, y por eso La Ilíada y La Odisea siguen vigentes. Un escritor debe contar una historia, no explicar una historia”, dijo Isaac Bashevis Singer. John Gardner, de quien nada he leído más que esta frase en un manual para escritores, también dijo algo parecido: “El escritor debe evitar los comentarios sobre lo que sienten sus personajes; hay que mostrarlo, no decirlo. No basta con que se nos afirme de manera natural que un personaje es depravado más allá de todo lo creíble: tenemos que verlo degollando un bebé”.
Toda esta introducción para decir que a ratos los narradores de los seis cuentos y la novela breve que componen este volumen intervienen más de lo deseable. Explican, comentan, glosan un pelín en exceso, y por momentos se diluye la fuerza de las imágenes. Un extraordinario cuento como “Gordito” por momentos se enreda en intervenciones del narrador: “Sintió que su boca se pegaba a otra boca, vertical, espesa, y empezó a mover sus labios para besarla. Una exhalación, acompañada del espasmo que le aplastó los cachetes, precedió a que la rubia se echara un poco hacia adelante. Dávila, mientras hacía erupción en los confines de la negra, vio el cielo enmarcado por dos medialunas blancas que estaban suspendidas sobre su cara: parecía un abismo y estaba lleno de estrellas acuosas; flotaban muy cerca, tal vez hasta podría acercar una de ellas con su caña de pescar. ¿En dónde la había dejado? Sintió la tibieza de los cuerpos acostándose sobre él, en la amplitud de su panza, y las respiraciones acompasadas, de animalitos nerviosos” (p. 60). Algo similar sucede en pasajes de otros relatos como “Nuestro Melrose” o “Retrato de familia con Papá Noel”, donde leemos: “Puestos en cartografía, geodesia y otras ciencias afines, diremos que el Datsun había tomado la avenida de las Américas en dirección occidental. La ruta se prestaba para cabrillazos, empellones a otros carros, cruces prohibidos, desprecio de semáforos en rojo y violaciones al límite de velocidad, pero en la telaraña de puentes e intersecciones de la carrera Cincuenta los trancones la convertían en una trampa mortal; por ello, conocedor de la malla vial, avezado en huidas y escaramuzas, el Papá Noel Conductor enfiló por la calle Trece” (pp. 67-68).
En fin: en ocasiones los narradores de estos cuentos intervienen un poco más de lo deseable. Pero en seguida viene el humor, la prosa fresca y desenfadada, la buena onda, y me olvido de esos reclamos menores que tengo para con algunos pasajes de estos cuentos. Me dejo llevar por estas historias que están contadas como por amigos mientras nos tomamos unas cervezas una tarde, en la mesa de lata de una tienda de barrio. Esos amigos que condimentan sus anécdotas con escenas de películas, con pasajes de cuentos, con recuerdos compartidos de barrio, de generación, o con frases de canciones. Porque estos cuentos tienen referencias que vamos a entender y, más que eso, a apreciar, quienes crecimos en Colombia en los ochenta y noventa. Quienes queremos historias y no tanto estados de ánimo 0 flujos de conciencia.
No acostumbro comentar libros de amigos en esta página: puedo decirles a ellos en una llamada o en algún encuentro qué pensé o cómo tomé la lectura. Pero no comentar, o mejor, no recomendar estos cuentos sería una injusticia, porque están muy bien escritos. Y si los relatos son buenos, la nouvelle que le da nombre al volumen la considero sin reservas una obra maestra. La narra en primera persona una empleada doméstica colombiana que ronda los cincuenta años y que trabaja en Miami. Es una voz lograda a la perfección, y que comparte con las de los otros relatos la gracia, la frescura, así como el conocimiento de la idiosincrasia de varios grupos humanos, como la de las empleadas domésticas en Miami o de los viejos, y los amores que emprenden a veces como tan sin esperanza: a medida que pasa la historia la narradora se va enredando poco a poco en una relación de compañía y complicidad con un viejo celador cubano. Y asistimos a conversaciones como esta: “Le pregunto por qué no se hace poner el diente y él me dice que no sabe; cada mes piensa ‘Ahora sí me lo pongo’, pero deja así. Lo regaño. Yo siempre regaño a la gente. Le digo que no sea dejado, que eso lo hace ver pobre y sin el diente no va a progresar. Me dice que él no va a progresar, que está esperando el momento en que el cuerpo no le dé más” (p. 136).
Ese amor viejo, acostumbrado, como sin querer que va apareciendo entre la narradora y el celador dieciséis años mayor es luminoso, enternecedor. Hay un momento en que él sale de su turno por la mañana, la recoge y se van para la casa de él: “Tenía miedo de que fuera un cuchitril, pero era un edificio más o menos decente, de dos pisos, con doce apartamentos. El de Luis era limpio y ordenado, aunque tenía algunos platos sucios que lavé mientras él se bañaba. Se terminó de vestir enfrente de mí, sin pena. Tiene piernas secas y esa barriga de viejo que se vuelve tiesa como un callo. ‘Esta es la barriga de la experiencia, muchacha’, dijo, riéndose. Luego dijo que se iba a recostar un ratico y empezó a roncar. Yo no tenía sueño, pero me quité los zapatos y me le acosté al lado, abrazándolo” (p. 152). Por imágenes como esa es que vale le pena este relato. Y no es la única, ni más faltaba.
Lo dicho: aunque a ratos los narradores comentan o intervienen un poquito más de lo que me gusta, estos cuentos y la noveleta del final son piezas recomendables: creo que es lo mejor que ha hecho Antonio García como escritor hasta el momento. Qué bueno, me alegra por él. Y más por nosotros los lectores, por este buen regalo que nos ha dado.
Antonio García Ángel, Animales domésticos, Bogotá, Norma, 190 páginas.
Comentarios
Confío plenamente en tu juicio como lector porque eres re atento, así que haré lo que casi siempre hago: quejarme. Si el libro un día llega a Chile, y más encima es recomendado por ti (aún con la pequeña pifia de la que hablas), feliz lo leo y veo si coincido contigo...
Abrazos,
Laura.
Margo: Listo.
Omar: A mí no me entusiasmó tanto la carátula. Pero es lo de menos: estos cuentos y sobre todo la noveleta del final regalan unos muy divertidos ratos de lectura.
Laura: Vas a tener que venir a Colombia sin equipaje, y llevarte un par de maletas de libros.
Ah, de acuerdo con Laura: ese primer párrafo... uff!
Hace unos años Transmilenio sacó un pequeño libro de cuentos sobre la navidad. Allí García Ángel participó con un relato sobre una banda de salteadores disfrazados de Papa Noel. Algo me gustó. Ante el elogio quedo intrigado sobre el libro.
Angel Castaño
Camilo, yo tampoco sé qué es primestrera.
Hugo Montero