Matabrava, Casanare, 2011. |
Publicado originalmente en el
libro Casanare. Sobrevuelo al asombro,
Bogotá, Villegas Editores, 2011, pp. 13-25. (Las fotografías de esta entrada no son las del libro, las tomé mientras hacía la investigación.)
El niño tiene diez años. Viste sombrero
alón y liquiliqui oscuro cerrado hasta el cuello: ropa de gala. Está agitado, acaba
de zapatear dos joropos con ganas. Tiene los ojos muy abiertos, el aliento
lleno de llano. Una periodista le hace una pregunta para un canal local. El
niño mira a la cámara y dice con emoción: “Yo bailo joropo porque así
conservamos nuestras tradiciones. Y por el sombrero”.
* * *
El día en la fundación comienza
temprano. Nos despierta el caballicero con un café muy negro endulzado con
panela. Desde la cocina llega el olor del fogón de leña. El sol está bajo pero
su luz es infinita, brilla en todos los rincones. Llano abierto y
construcciones se ven bañadas por el color del oro. Son las cinco y media de la
mañana.
Anoche, cuando llegamos, después
de acomodar el equipaje, el caballicero nos contó historias del hato hasta
tarde, historias que iba mojando con tragos breves de Aguardiente Llanero. En
la fundación no hay luz, nos alumbrábamos con unas cuantas velas, cobijados por
el sonido incesante de las cigarras, el aleteo de los murciélagos que entraban
hasta el corredor donde estábamos sentados, el batir de alas de los cucarrones
y las mariposas que se acercaban a la velas. Y por la lluvia, que caía sin
parar pero que no veíamos. El caballicero nos contó que al papá de su compadre lo
tenían preso en la cárcel de Yopal. Que el día anterior agarró a unos pelafustanes
en una mata de monte y los sacó del fundo por las buenas. Que hace tres semanas
no ve a su mujer. Más tarde le regaló a mi anfitrión una copa para libar
aguardiente que talló la semana anterior en el cacho de una res sacrificada. Nos
contó que cuando no encuentra nada qué hacer o cuando sale temprano de las
obligaciones del hato se pone a tallar cuanta cosa.
Mientras tomamos el café se
repasan en la fundación las tareas del día. Hay que agarrar unos marranos, dos
para sacrificarlos y venderlos y uno para marcarlo y castrarlo. Hay que recoger
unos caballos y encerrarlos para usarlos más tarde. Hay que ir hasta San Luis
de Palenque a vender la carne de los marranos. Hay que componer y salar la que
quede en el fundo.
La sabana está empozada: anoche
llovió duro. Cuando terminamos el café el caballicero ya tiene media docena de
hermosos caballos en un corral a doscientos metros de la casa principal. Lo
acompañamos a achicarlos. Mis anfitriones son una pareja de esposos que han
vivido largas temporadas en el Llano, en esta fundación y en el hato, a seis
horas a caballo de aquí. Ellos también entran al potrero con sogas y palabras
suaves, “soo, soo, bonito…”. Saben qué hacer: los dos conocen el alma de los
caballos, montan desde niños. Ella adora esta tierra, se le nota en los ojos y
en la sonrisa abierta cuando habla del Llano, de la gente de acá, de la cultura
llanera. Es antropóloga; el año entrante, cuando termine una maestría, se va a
vivir a Yopal porque quiere criar a su hija en el Llano. Su esposo es un veterinario
que trabaja hace diez años entre Arauca y Casanare. También quedó anclado a la
belleza de esta tierra, de esta gente. A mí, recostado en los arcones, me
define la manera en que el caballicero me llama desde anoche: “blanquito”. Es
decir, no sé nada de nada.
* * *
Mientras otras prácticas ancestrales
han desaparecido por completo –como la arriería en Antioquia y el Viejo Caldas,
por poner apenas un caso–, el trabajo de Llano todavía es común en la vasta
sabana oriental de Colombia.
Todos los años, a finales de
mayo y de noviembre –cuando ha terminado la época de lluvias y el ganado está en
sus mejores condiciones para soportar el trabajo que viene--, los grandes hatos
se pueblan de trabajadores que llegan hasta allí a ofrecerse para el trabajo de
Llano. Recogerán el ganado disperso por los potreros del hato, lo apartarán
para marcarlo o para sacarlo –venderlo–, lo limpiarán y revisarán. Durante poco
más de cuarenta días, dos veces al año, los llaneros hacen gala de su temple,
de su coraje, de su educación desde niños en labores como “jinetear un caballo machiro
cuando apenas ha despuntado el sol; enlazar de a caballo en plena carrera una
res que se ha salido del rodeo o que se resiste a entrar en él; colear a plena
sabana abierta un maute que busca el monte; y torear un toro bravo y cachudo en
un banco de sabana”, como describe Francisca Reyes en su monografía Esto sí es llano, cuñao.
Pero también los llaneros muestran
su habilidad en labores como picar un rejo, fabricar y usar cacheras y sueltas
–instrumentos para sujetar caballos y ganado–, conocer todas las partes de la
res y saber sacrificarla y componerla… Durante los días que pasan entre el
fundo y la sabana deberán arreglárselas con lo que llevan en el anca de su
caballo y el conocimiento que tengan del trabajo, de la geografía variable, de las
plantas que da el Llano. Cualquier enfermedad o herida en estas soledades debe
solucionarse en ellas: el médico más cercano pude estar a un día o dos a
caballo.
Se levantan de madrugada y con
apenas unos tragos de café salen a la sabana en sus caballos a buscar el
ganado, a cercarlo y a moverlo hacia los corrales demarcados de antemano. También
desde antes se han repartido los puestos desde los cuales moverán las reses:
dos cortadores –casi siempre los más hábiles para el trabajo, gente curtida y
conocedora de la sabana– que van conduciendo el rodeo, dos cabestreros –mayor y
menor– que van a los lados de los cortadores, dos orejeros cabalgando a los
costados del rodeo, detrás de ellos los punteros y traspunteros, y en la parte
de atrás los culateros. Cada día –cada día– mueven trescientas, seiscientas,
novecientas reses, dependiendo del hato. No pocas son ariscas y caprichosas, y
tan pronto ven un claro arrancan a correr. Ahí es cuando el llanero afila su
ojo, talonea a su caballo y va tras la res para enlazarla o colearla, tumbarla,
naricearla y devolverla al rodeo.
Regresan a la fundación hacia el
mediodía. Desensillan, bañan y peinan a su caballo con cariño, y entre
historias y cuentos se devoran una comida preparada por la cocinera. Casi
siempre es una sopa fortalecida con huesos de res, un trozo de carne frita,
plátano topocho, arroz o yuca y aguadepanela. En la tarde marcan el ganado, lo
vacunan o lo acicalan y en la noche, después de una comida casi igual a la del
mediodía, se reúnen a contar sus historias reales o imaginadas. Una que otra
noche alguien rasga un cuatro suavecito, debajo de las décimas que otro se sabe
o ha compuesto.
* * *
Volveré a trabajar llano
pues no trabajo hace rato,
y ahorita es que tengo ganas
de jinetear un potranco,
antojo ’e jalar un rabo,
deseos de quebrar un cacho,
ilusión de saca’ un lance,
nostalgia ’e zumbar un lazo.
Quiero escuchar cuentos viejos
bajo el empalmao de un rancho
y tomar café cerrero
por ahi a golpe de cuatro.
Escuchar sonar charnelas,
relinchos, pitios y cantos,
mientras la cara ’e la luna
la quiebra un tropel de cascos.
Levantar un rodeo grande
de los rincones de un bajo,
mirar que una soga pasa
humillando los mastrantos,
sentir enorme en el pecho
el ser de un llanero nato
cuando cerrando un tranquero
’ta el horizonte araguato.
[…]
Señores aquí estaré,
y si este año yo no alcanzo
el otro me voy pa’ Arauca
o pa’l Apure me paso.
Voy a conoce’ esas tierras
y pa’ mostrarles un rato
como es que trabaja llano
un casanareño nato.
“Volveré a trabajar llano”
Letra: Carlos César “Cachi”
Ortegón
Intérprete: Cholo Valderrama
Incluida en el álbum Cantos de monte azul, Gobernación de
Casanare, 2004.
Manuel Farfán, "Calafre". Caballicero. |
* * *
El temple del llanero, su
disposición y habilidad para el trabajo, su obediencia a la tradición, su
espíritu libre y espontáneo, abierto como la tierra que lo cobija, no están solamente
en los libros de los cronistas que recorrieron estas regiones, en los joropos
que se cantan todavía con arrebato o en los cuentos de los ancianos. Están
aquí, esta mañana, mientras el caballicero persigue tres marranos con una soga
por los alrededores de este fundo. Va descalzo: con la cantidad de agua que cae
y se empoza durante buena parte del año, en el Llano es inservible hasta la
bota más recia. Lleva un pantalón azul de gabardina arremangado en la
pantorrilla. Un revólver sobresale de su bolsillo delantero – “y tengo el otro
en la pretina”, dice–. Tiene una camisa delgadita que ha sido lavada muchas
veces, y se ayuda con un poncho de algodón en el aire fresco de la mañana.
Claro que lleva sombrero. “Sobre mi caballo yo y sobre yo mi sombrero”, dice
una copla que oí días antes en una cafetería de Yopal.
Enlaza los marranos en un
santiamén, y sin pensarlo dos veces tumba a uno y otro y los sacrifica con un
cuchillo finito que saca del cinto. En la operación, que dura menos de un
minuto, ninguno de los marranos pareció darse cuenta de su último suspiro. No se
oye un solo chillido.
Esta fundación donde estamos se
llama Matabrava, es una de las ocho fincas satélites –o fundaciones, o fundos— del
hato Santana. A principios del siglo pasado había en Casanare varias decenas de
hatos, cada uno con un número de reses que iba desde las mil hasta las treinta
mil; ahora quedan algo menos de dos docenas de estos grandes latifundios donde
todavía se hace trabajo de Llano.
Durante el siglo XVII y buena
parte del XVIII los jesuitas fueron casi los únicos “blancos” que pudieron
asentarse y organizarse permanentemente en las sabanas orientales de Colombia.
Nunca hubo migraciones masivas o al menos considerables a estas tierras debido
al clima malsano, a las alimañas de matorrales y pantanos y a los indios fieros
que atacaban por igual a caminantes y asentamientos. Con un modelo de
organización similar al de las misiones que establecieron en el sur del
continente, los sacerdotes de la Compañía de Jesús crearon y mantuvieron
grandes haciendas ganaderas, donde organizaron también escuelas, cultivos con
“campos del hombre, campos del pueblo y campos de Dios”, iglesias y espacios
para el comercio de ganado y manufacturas. En esos tiempos la tierra no tenía
ningún valor: su costo se tasaba por el número de cabezas de ganado que
albergaba. Con la expulsión de los jesuitas en 1767 colonos y comerciantes compraron
la tierra a precio de realización y fueron organizando poco a poco, con
sufrimiento y grandes costos, los hatos ganaderos, que casi no han cambiado en
su esencia desde entonces.
Matabrava, Casanare. |
Por las grandes extensiones de
tierra que cada hacienda dominaba y el aislamiento que esto traía consigo, el
hato se conformó como una organización autosuficiente. Los mestizos e indígenas
–que posteriormente dieron lugar a la raza llanera– también cultivaron una
autonomía absoluta. El llanero se basta a sí mismo para todo, y “la vida se
lleva en un caballo”, como dice una canción. Es una compleja estructura
simbiótica: la tierra vasta crea el hato, y con él llega a conformarse el ser
llanero, que a su vez sostiene el hato; apegado a su tierra, solo con su
caballo en la amplia llanura.
* * *
Caballo, al hablar de ti
he de quitarme el sombrero.
Respetar tu linaje,
no importa el color del pelo.
Solo me importa que seas
tesoro que desde el cielo
nos mandó Dios pa’ poder
decir que somos llaneros.
[…]
Hay tantas cosas en ti, caballo,
que me sirven como ejemplo.
Tu nobleza, tu paciencia,
tu coraje, tu talento.
Y la enseñanza sublime
de cómo infundir respeto.
Me crié contigo, caballo.
Caballo, contigo muero.
Son muchas la galopadas
que atesoran mis recuerdos,
como aquel día que en tus ancas,
en la manga de mi pueblo,
monté a mi morena altiva,
mi morena de pelo negro,
que se abrazó a mi cintura,
puso a mi espalda su seno
cuando a galope tendío
nos llevaste llano adentro.
“Caballo”
Letra y música: Cholo Valderrama
Incluida en el disco ¡Caballo!, de 2008.
* * *
Con los animales asegurados en
el corral nos llaman a desayunar. Nos sentamos ante una mesa rústica, larga,
con el caballicero, el mensual –que se encarga de tareas varias en los fundos,
una suerte de peón al mando del encargado– y un par de muchachos que he visto
en la mañana detrás del caballicero, viéndolo, ayudándole. La cocinera nos dice
que su marido, el fundacionero, ha tenido que ir a Orocué a hacer una
diligencia. Cualquier viaje aquí en el Llano tarda varios días.
Tenemos ante nosotros un caldo humeante
con fideos y cuadritos de papa, carne de cerdo frita, cachapas también fritas –unas
arepas de maíz tierno– y café negro con panela. Es la mesa del campo
colombiano, donde la sal es tal vez el único condimento, la panela el único
endulzante, y pasar por el aceite hirviendo un alimento es la exclusiva manera
de transformarlo de crudo a cocido (y a pesar de la austeridad en preparaciones
e ingredientes, la comida tiene un sabor esplendoroso). Al lado del comedor está
la enramada donde los trabajadores del fundo cuelgan su chinchorro y los atados
con sus trebejos.
Mientras soplamos la sopa el sol
va subiendo despacio, y una lámina de tierra sin límites se va mostrando ante
nuestros ojos. Al fondo apenas se ve una que otra mata de monte, quizá una de
ellas sea un vegón –zona fértil de las orillas de los ríos–. Chulos, garzas y
corocoras trazan con su vuelo brochazos negros, blancos y naranjas.
* * *
“La esplendidez y magnificencia
de los Llanos no puede comprenderse sino viéndolos. La pluma es impotente, las
palabras y las frases son inadecuadas, y todas las descripciones demasiado
pálidas para dar a conocer este inmenso territorio, que semejante a la mar en
calma se extiende hasta donde la vista no alcanza, y confunde sus límites con
la bóveda azulada del horizonte”.
Juan Rivero, Historia de las misiones de los llanos de Casanare
y los ríos Orinoco y Meta, 1736.
* * *
Hace ocho años Nelson tenía
doce. Vivía con su papá, su mamá, su hermana mayor y un hermanito en una finca
Llano adentro. Había estado en la escuela poco tiempo, de pronto un mes, no se
acuerda con certeza. Se aburrió y su papá no le insistió para que volviera. Pasaba
sus días ayudando en las labores del Llano. Buscando orejanos –becerros sin
marcar–, enlazando o tumbando reses de la cola, fabricando garabatos –una
especie de anzuelo para colgar aperos– o cacheras –sujetadores para las reses
fabricados con cacho–, tomando agua cristalina en los jagüeyes –nacimientos–,
esquivando mautes –toros enteros, sin castrar–, aplacando algún machiro
–caballo brioso.
Apenas había salido una vez de
la finca. Como a los seis o siete años acompañó a su mamá a Orocué, el pueblo
más cercano, y aun así recuerda que el viaje duró como un día y medio. Poco más
se acuerda de ese viaje. A sus doce años sus pies no conocían más que las
cotizas que se ponía muy de cuando en cuando. Había visto zapatos de material
de lejos, cuando amigos del papá o señores de la gobernación o de algún hato
pasaban por la finca.
Una noche, después de la comida,
su papá le dijo que al otro día tenía que ir a Sogamoso, y que Nelson lo debía
acompañar. Cuenta que casi no durmió de la emoción. Apenas lo vencía el sueño
unos segundos, cuando saltaba en la cama y se despertaba atolondrado. Estaba
conociendo la ansiedad.
Al otro día salieron temprano. Fueron
a caballo hasta un punto y ahí dejaron a los animales al cuidado de un vecino.
Esperaron un bus que estaba casi lleno cuando los recogió. Según pudo oír,
buscaban una carretera con un nombre que lo asustó, la llamaban “carretera
marginal de la selva”. Ese nombre misterioso le recordó las historias sobre la
bola de fuego que en las noches recorre la llanura quemando a su paso lo que
encuentra. Se acordó de las historias del Silbón, o del caimán que se lleva a
las mujeres que van a lavar la ropa a las charcas.
Se tranquilizó sin darse cuenta,
entretenido mirando por la ventanilla del bus el paisaje, las palmas, los
cultivos de arroz inundados, el ganado que pastaba en la sabana. Se preguntaba
de quién serían esas reses barcinas, le dolió ver a un pobre cachicamo
aplastado a la orilla de la carretera. De pronto despegó la cara de la
ventanilla y miró hacia el frente. Sintió que la tierra se levantaba. Al fondo
veía que el llano se interrumpía no con árboles, sino con una pared de tierra,
piedras y matas raras. Se asustó otra vez, metió la cabeza entre las manos. Se
acurrucó en su silla. Su papá, al lado, lo miraba de reojo. Volvió a mirar y la
pared estaba cada vez más cerca, y se soltó a llorar. Tenía miedo de lo que
veía al frente y rabia porque estaba llorando. Él, todo un llanero hecho y
derecho llorando como un cagón. Ahí se asustó su papá y le preguntó qué le
pasaba. Nelson le señaló al frente. Su papá no entendía.
–¿Qué, mijo?
–Ahí, al frente –no quería
volver a mirar.
–Pero qué, ¿qué ve? ¿Se embobó?
Al fin le pudo decir entre
sollozos que allá al frente se acababa el llano, que la tierra se estaba
levantando, que se iban a chocar. El papá lo miró con cariño; o con lástima,
ahora no sabe. Después le dijo:
–Mijo pordiós, esa es una
montaña…
* * *
“En 1973 se creó la Intendencia Nacional de Casanare
separándola del territorio del departamento de Boyacá. En 1991 adquirió la
categoría de departamento.
”Limita con los departamentos de Arauca, Meta, Vichada,
Boyacá y Cundinamarca y tiene una extensión de 44.640 km², que representa el 3,9%
del territorio nacional y el 27% de la Orinoquia colombiana.
”El Casanare cuenta con dieciséis ecosistemas que
abarcan la llanura, la altillanura, las selvas andinas y el páramo. La cría de
ganado vacuno es la línea económica más importante de la región. La explotación
petrolera en los municipios de Aguazul y Tauramena y en los campos de Cusiana y
Cupiagua, ha tenido gran importancia en los últimos años así como la agricultura,
principalmente con los cultivos de arroz, plátano, yuca, caña, árboles frutales
y algodón.
”Las actividades comerciales y de servicios están
localizadas en Yopal.
”Tiene aproximadamente 300.000 habitantes con un
grupo bien representativo de indígenas achaguas, goahibos, salivas, tunebos y
algunos otros.
”El casanareño es experto
artesano cazador y pescador; se destaca por las construcciones de caney y es
tradicionalista al celebrar fiestas religiosas”.
* * *
El llanero no es nada más
trabajo, caballo y rodeo. Su amor a la tierra se le desborda en cantos potentes,
en baile vistoso, en objetos útiles pero también hermosos que fabrica con las
manos. En la llanura vasta, sobre su caballo, debajo del sombrero, el llanero
sueña.
El joropo se
canta y se baila en el Llano desde muy temprano en el siglo XIX. El poeta,
compositor e investigador Carlos César Ortegón registra el primer uso de la
palabra joropo en el acta de un
juicio que se adelantaba a algunos llaneros en 1815:
4 de
Diciembre de 1815, causa e indagación de Manuel Aguado, preso y sin
comunicación, por cantar canciones insurrectas (…)
Dijo: que es cierto que en
dicho día se halló en la casa de Juana Morales. Que es cierto que había un
baile con el cual se divertían los de la casa y los demás que allí se hallaban.
Que se bailó el piquiriro y el joropo y se cantó lo mismo. Que quien tocaba la
guitarra era Victorio Villegas. Declaró haber oído en dicho baile las
redondillas: “El General Bolívar tiene un caballo que cuando va a la guerra se
vuelve un rayo”.
Los parrandos de dos y tres días
en medio del Llano reúnen todavía a vecinos, parientes y amigos alrededor de
una carne envarada que se asa lentamente en las brasas. Cuatro, bandola,
maracas y arpa no son exóticos en estas reuniones, y siempre hay algún cuñao
que toca bien y otro que se compone sus décimas.
Las manos bastas que hace apenas
unos días enlazaron, naricearon o caparon reses, en los parrandos se suavizan para
componer la carne con primor, para rasgar con precisión un cuatro que parece
perderse en los pechos anchos del llanero que lo acaricia.
El joropo es la cadencia
que brotara del ensueño
en el cálido celaje
de amoroso sentimiento
con ternura de tonada
y altivez de golpe recio.
[…]
En el cordaje de un cuatro
que tocaba el guitarrero
se encaramaron las coplas
que iba soltando el trovero,
y el joropo se llenó
de cantos y de contento
y de gritos que estallaban
rematando el zapateo.
A las seis de la mañana
del seis de reyes de
enero
con toda la majestad
de los que heredan un
reino
nació el joropo en los
Llanos
con grito de niño necio.
Miguel Ángel Martín, “Joropo”,
en Del flolclor llanero, Villavicencio,
Litografía Juan XIII, 1979.
* * *
“¡Qué no se hacía para celebrar
y estar contentos…! Eran famosas las fiestas en Cravo… las de Rondón, las de
Manare… en las alboradas de Reyes había pólvora… no faltaba el baile que a mí
tanto me gusta… En Orocué por lo menos hubo una época de mucho baile y paseo…
las fiestas podían durar tres o cuatro días… Para Año Nuevo, para Navidad, para
cumpleaños o algo así no faltaban los parrandos… la gracia era la mamona que se
preparaba… Escogiendo con cuidao las varas para ensartarla, el lugar para hacer
la higuera. Lo bonito son las presas que sacan los vaqueros cuando cortan la
res; por ejemplo, hacen presas en forma de garza, de osa y de raya y así las
ponen a asar. El entreverao con los entresijos es algo especial pues va
envuelto en la tela de la panza y colocado de tal modo que se asa a fuego
lento. La mamona no se aliña porque en los hatos del llano no era fácil
conseguir condimentos. Si acaso sólo se le ponía sal, de la misma que se le da
al ganao. Lo importante es el asado parejo, lento y con brisa. Eso se sirve con
topocho y yuca. Además del caldo de hueso, las hayacas y el ají de leche”.
María Eugenia Romero Moreno, “La
historia contada por doña Laura”, en Cantan
los alcaravanes, Asociación Cravo Norte, 1990.
* * *
Durante los últimos veinte años,
gracias a la exploración y explotación petrolera, en el departamento de
Casanare se ha ampliado la red vial y se han construido puentes y pasos donde
antes no había sino caminos rústicos y caños vírgenes. En la actualidad cuenta
con más de 5.600 kilómetros de vías, y el 65% de las carreteras interiores que
conectan con las nacionales está pavimentado. No obstante, durante el trabajo
de Llano en ocasiones los jinetes deben pasar un caño crecido, porque para
tomar el puente más cercano hay que dar un rodeo de horas. Enfrentados a las
aguas caudalosas, desde hace al menos tres siglos ponen en práctica una técnica
que en ciertas regiones del departamento llaman botear: desensillan el caballo
y meten los aperos y todo lo demás en el plástico que siempre cargan en la
grupa. Lo envuelven de una manera tal que nada se moja, y pasan a nado el caño con
el bote en una mano, sujetos a la crin de su caballo con la otra.
Es lo que hace ahora el
caballicero con los marranos limpios pero enteros: los envuelve perfectamente en
un plástico y los acomoda en la parte de atrás del campero de mis anfitriones.
Vamos a San Juan de Palenque a vender la carne.
Recorremos una vía secundaria, a
lado y lado apenas se ve la tierra plana que se junta con el horizonte. Grandes
cultivos de palma de aceite o de arroz varían el paisaje de tanto en tanto. A
lo lejos, también de manera esporádica, se ve un rodeo de reses, o torres
petroleras. El resto es Llano y nada más.
Cuarenta minutos después
llegamos al pueblo. Es domingo pasado el mediodía y las carnicerías ya están
cerradas. En la calle principal algunos vecinos toman cerveza despacio a la
sombra de unos samanes. En la otra calle vemos el mismo paisaje, la carnicería
cerrada y dos o tres tiendas con una sombra amable donde grupos de tres o
cuatro hombres en cada mesa, con ropa dominguera, se toman una cerveza mientras
conversan. Desde la rocola suena un joropo alegre que canta un llanero con voz
delgadita. Puede haber unos 33 grados a la sombra.
El caballicero recibe una
llamada y nos dice que su mujer está en el pueblo, que va a verse con ella. Mi
anfitrión entra a una de las tiendas donde ha visto a un carnicero conocido. Lo
espero al pie de un árbol entretenido con el paisaje, con el calor, con el olor
de almuerzos lejanos que ya se compartieron adentro de las casas.
Por la acera de enfrente viene caminando
un llanero cincuentón con un sombrero evidentemente nuevo, brillante. Camisa
amarilla de manga larga recién planchada y unos pantalones de dril cafés con la
raya marcada por delante. Se oye el taconeo de sus botas de vaquero recién
lustradas. Saluda a alguien detrás de donde estoy sentado, y cruza la calle con
una sonrisa y los brazos levantados.
El compadre que ha visto detrás
de mí es un hombre de la misma edad, igual de bien vestido y de recio. Se dan
un abrazo palmeado, un par de amigazos que se encuentran después de semanas de
no verse.
Los oigo hablar de una carga de
arroz que uno debe recoger antes de tal fecha, del camión del otro que está
varado a la salida de Paz de Ariporo, de una mujer que está enferma en su finca
y los hijos no la visitan. Pero lo que más brilla en su conversación son los
apelativos con los que se tratan. “Mama”, se dicen entre ellos; “pareja”,
también. Los otros apelativos que usan ya los he oído durante estos días en el
Llano: cuñao, primo, familia, pariente…
Después averiguaré que cuando
dos llaneros se dicen “pareja” es que han hecho trabajo de Llano en la misma
posición. Han sido cortadores, orejeros o traspunteros, posiciones que en el
rodeo requieren de dos jinetes, uno a cada lado del grupo de reses. Es extraño
ver a dos hombrones de gestos fuertes llamarse con esas maneras delicadas.
“Mama”. “Pareja”. Estos hombres son capaces de tumbar un toro de quinientos
kilos en una carrera en sabana abierta; naricean una res sin que se les caiga
el sombrero. Pero también son capaces de mostrar este afecto espontáneo,
fresco, en la calle estrecha de un pueblo chico.
Mi anfitrión regresa con la
carne vendida. Vamos de nuevo al fundo. En la noche regresará el caballicero a
contarnos sus historias, reales o inventadas, mientras toma tragos breves de Aguardiente
Llanero. Mientras lo escucho a él y a mis anfitriones en Matabrava les
agradezco en silencio que me hayan dejado asomarme a la vida que transcurre
aquí, en este Llano, todos los días.
* * *
Los llaneros comparten sus
secretos a veces en las noches, bajo una enramada o en campo abierto cuando
están velando una madrina –manada de reses mansas–, o antes de recostarse en
sus chinchorros a descansar del duro trabajo del día. O en la tarde de un
domingo, mientras comparten un café cerrero o una cerveza en cualquier local de
Aguazul, de Tauramena, de Recetor.
Los que hayan hecho trabajo de
Llano le dirán a uno que vieron u oyeron tal o cual cosa una noche en que
pasaban un caño o cuando buscaban un cimarrón perdido en una mata de monte, en
un morichal. No son historias viejas que recrean los grupos de teatro en las
fiestas patronales: hoy, en septiembre de 2011, un par de días antes de irme
para Matabrava en el hato Santana, me encuentro con uno de los Barragán,
familia de tradición en Casanare. Entre el montón de historias que me cuenta
mientras nos comemos una hayaca humeante en un restaurante de Yopal, me relata cuando
a la orilla de un río se topó con un duende que les escondió la canoa a él y a
su pareja en una noche sin luna. Me expone pruebas y detalles. Dos días antes
de mi desayuno con Barragán, doña Amanda, una señora de Hato Corozal que ha
vivido “por medio Llano, de aquí hasta Apure en Venezuela”, me contó que a ella
y a su marido los molestó el Silbón una noche en que regresaban de un parrando.
Me detalló toda la situación, el paisaje, la luz, los sonidos, el pavor. Cuando
le pregunté me dijo que sí, que se habían tomado unos tragos. “Bastanticos, pa
qué le voy a decir que no”.
* * *
En lo que no admiten duda los
casanareños es en el poder curativo de plantas y rezos. Para todo hay un
remedio, y está ahí afuera, en la sabana. En el trabajo de Llano el hombre está
solo con su caballo y sus compañeros de aventura. La tierra es brava; duras las
labores. Un accidente o una dolencia a veces no pueden esperar a que el
paciente salga a alguna cabecera municipal para que lo atiendan. Entonces se
echa mano de lo que da la tierra y de la sabiduría de los indios, que tanto conocen
los misterios de estas inmensidades.
Con la manteca de chigüiro se
soban los esguinces; la artritis o el reumatismo se arreglan con los huesos de
un chulo picados en aguardiente con miel de abejas y reposados nueve días. La
fiebre se baja con hoja hervida de aguacate y las heridas se desinfectan con el
agua que da el caraño. El agua de yarumo de tuna o de sábila se usa para curar
la tos; la garganta irritada se refresca con marañón. Para los fríos la corteza
del azafrán y para las lombrices de los niños ajo con aguardiente, pero si son
amebas el aguardiente hay que mezclarlo es con el jugo de la ortiga.
Parte esencial de esta
farmacopea silvestre son los métodos, los momentos y los rezos que deben
cuidarse para que el remedio funcione. En la monografía Esto sí es Llano, cuñao se recogen algunos: “Si se pega la ‘mirada
china’, que es como una conjuntivitis, será bueno dejar toda la noche agua
reposando con flores y limón para por la mañana, y antes de hablar, untársela
en los ojos […] si el niño ya crecido se ve muy flaco o le da ‘mojo’ (‘le entra
un frío’ por estar cerca de un difunto, o sea un muerto) se le dará caldo de
chulo o de fara (siendo común también en el caso del mojo envolver al niño en
la panza caliente de una vaca negra ya muerta o dejarlo un rato en el sitio
donde cualquier vaca de este color ha estado echada); pero si la dolencia de
este es por el ‘pujo’, que es como un hipo constante, la solución será que la
mamá lo pase al amanecer tres veces por un tranquero en compañía de dos
personas alineándose en forma de cruz; y si se quiere prevenir que una persona
de ojos catires [claros] y de mirada ‘fuerte’ lo enferme por ‘mal ojo’, se
deberá amarrar a su muñeca una cinta de color rojo”.
Puede llamársele superstición o
considerarse estas prácticas obediencia a la tradición. Lo cierto es que estos
no son embelecos de un “Indio Amazónico” o de un “Cacique Llanero” que promete
curar cualquier pesar y devolver y ligar al ser querido con bebedizos extraños.
Es sabiduría ancestral con eficacia probada por siglos de uso.
Lejos están los días en que
Gonzalo Jiménez de Quesada remontó las aguas del Río Grande de la Magdalena, y “al llegar al
sitio de La Tora, a corta distancia de un lugar que denominó Barrancas
Bermejas, halló una fuente de betún hirviente que corría fuera de la tierra y
que los indios utilizaban con fines medicinales”, según relata Gabriel
Pulecio Mariño en su artículo “La accidentada historia de Cusiana”, publicado
en la revista Credencial Historia en
1994. Ese betún hirviente que Jiménez de Quesada bautizó con el nombre de
“infantas” ahora se conoce como petróleo, e inevitablemente está cambiando el
paisaje y la cultura del departamento de Casanare.
El petróleo y los cultivos
intensivos de arroz y de palma de aceite están abriendo caminos, trazando puentes
y cavando pozos en terrenos donde antes apenas pastaban reses mansas, donde el
llanero cabalgaba con su vida envuelta en las ancas de su caballo. La
explotación de hidrocarburos y la agroindustria están trayendo raudales de
dinero a unos habitantes que durante cuatro siglos apenas conocían una vida
sencilla, rústica.
Hombres y mujeres del
departamento, de todas las edades, expresan su preocupación por tradiciones que
inevitablemente se están empezando a perder. En la actualidad, pocos son los
llaneros que botean, por poner apenas un caso, debido a que casi todos los
caños ahora tienen puentes y pasos construidos por las petroleras o las
arroceras, o gracias a su dinero. Muchos llaneros están abandonando la vida
nómada montados sobre sus caballos, viajando de hato en hato ofreciéndose para
el trabajo de Llano. En cambio, buscan un empleo en estas grandes compañías,
con salarios que nunca ni siquiera soñaron. Ya las carreteras acercan las
cabeceras municipales a la sabana, y pocos llegan hasta los doce años sin ver
una montaña, como le pasó a Nelson. En las cabeceras municipales el comercio
florece, hay circulante, lo que se necesita ya no se fabrica con las manos en
época de lluvias o en las pocas tardes que el llanero pasa de balde, sino que
se compra. Por ejemplo, cacheras o cabestros de crin.
Las letras de los joropos acusan
estos cambios: tal como pasó con el vallenato en las sabanas del norte de
Colombia, las canciones del Llano comienzan a hablar de las nuevas realidades. Ya
los cantos no hablan casi exclusivamente del paisaje, del caballo, de la res
retrechera, de la morena que hechizó al llanero en un parrando con su falda de
flores abierta mientras zapatea un joropo. Hace un par de años Ariel Leal pegó
fuerte en todo el Llano su canción “Sistema correo de voz”. En la radio suenan temas
con ritmo de joropo pero con letra de canciones de despecho.
En esta etapa que se está empezando
a desarrollar en el departamento y los vecinos, la de la bonanza petrolera y la
de la agroindustria, el llanero raizal se enfrenta no a la sabana grande, a las
alimañas que la habitan, al Silbón o a una herida enconada. No se enfrenta al
duro trabajo de Llano o a un caño crecido. Se enfrenta a su futuro. Sin duda es
el más duro combate que la raza llanera ha asumido en los últimos tres siglos.
Comentarios
2. Hay un texto hermoso de Castro Caycedo titulado "Trabajo de llano" (en: Años de fuego, Planeta y Revista Semana, 2001) que recordé a raiz del tuyo.
3. Siempre pensé que "catire" se le decía a los rubios, no a los ojizarcos, aunque ahora caigo en cuenta que ese par de carácterísticas casi siempre van juntas.