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Humildes son las alegrías de los lectores. El libro que hace
años se buscaba aparece cualquier tarde en una venta de saldos; la referencia a
un autor o a un libro que nos gusta o que no conocemos y nos inquieta; una
aventura que nos envuelve durante semanas; el adjetivo inesperado que ilumina
un sustantivo hasta ese momento insulso; una voz nueva, que cuenta las cosas de
otra forma. Esta última alegría y otras más me regaló este
libro, Los escogidos, de Patricia
Nieto.
Es una historia triste contada con belleza y compasión. Es
la historia de los muertos que el río Magdalena lleva hasta Puerto Berrío, en
Antioquia, desde hace más de cuarenta años. La de ellos y la de unos dolientes
que encuentran mientras aparecen los familiares, los que lloraron su
desaparición, los que todavía lloran su ausencia. Cansados de enterrar
cadáveres sin identificación, los habitantes de Puerto Berrío adoptaron a esos
muertos, les dieron nombre, un rostro, una historia. Con sus oraciones
acompañan a esas ánimas en el tránsito que deben hacer desde el Purgatorio
hasta el Paraíso. Como contraprestación, esos dolientes les piden favores a las
ánimas, se encomiendan a ellas.
Así funciona el ritual: “‘Escoja una que no esté
prometida’, les dijeron la tarde de un lunes. Javier paseaba con su esposa por
el pabellón de caridad y ella, devota que es, golpeó con sus nudillos una
lápida lavada. Una mujer que al observarlos vio fervor y necesidad en ellos,
los indujo en el arte de adoptar a los muertos: escoger un ene ene que no tenga
dueño, presentarse ante su tumba, rendirle un resumen de su vida, prometerle
rezar por el descanso de su alma, traerla a la boca en cada minuto, pedirle
favores simples y recompensarla sin falla, porque ‘ellas son cabronas’, les
dijo” (p. 50).
Mientras recorre el cementerio de Puerto Berrío la autora se
hace preguntas, las mismas que se hacían y se hacen todavía los habitantes del
pueblo: “¿Quién yace en la primera bóveda de este albergue de los olvidados. De
cuál linaje se desgranó sin dejar huella. Cómo se llama el que allí se deshace
mientras pasa el tiempo. Cuáles palabras susurró o —quizá— gritó mientras le
quitaban la vida. Quién lo busca. Por dónde vagan los que lo lloran. Cómo llegó
a este puerto de cuerpos sin nombre?” (p. 17).
Esos muertos sin nombre, protagonistas de esta historia, van
contando detalles de la guerra infame y larga que castiga al Magdalena Medio
desde hace tantos años. Los primeros combatientes que se asentaron allí, la
guerrilla del ELN. Los que llegaron después y se enfrentaron con ellos, y los
otros más, ejércitos privados que para golpear al enemigo mataron a los
campesinos, a los pescadores, y los echaron al río sin manos, sin dientes, con
entrañas de piedra para que se perdieran, para que no hablaran.
La autora va conversando con pescadores, con mujeres que
perdieron a un hijo y encontraron otro en un cuerpo que trajo el río, con el animero,
con el médico que estudia esos cuerpos inertes que salieron del río, los que
“se salvaron de deshacerse como panes serenados al agua” (p. 45). Todos le
cuentan su historia pero también cada uno le habla de su primer muerto, el que
recogieron enredado en un chinchorro en una madrugada de pesca, el que
encontraron pálido y sin dedos agarrado por una raíz en el recodo adonde
llevaron a la noviecita para darle besos. Esta gente de Puerto Berrío perdió
rápido la inocencia: “Braulio Carrasquilla, líder del MOIR, se salvó del filo
de la bayoneta que le entró por la espalda. Pero otros miles no tuvieron la
misma suerte. ‘Desde 1964 los niños del río no hemos dejado de morir’, asegura.
Y son ellos y sus vecinos y sus primos y sus abuelos y sus novias y sus hijos
los que bajan silenciosos, indefensos y anónimos por el río Magdalena, el mismo
que les traía la música, la moda y el amor cuando los días eran azules y las
noches libres de tormenta” (p. 42).
Y en su relato van soltando sabiduría plena y dolor intacto:
“A mí me ha tocado llorar a dos
hermanos y a mi primer esposo. No se [sic] cuál de esos dolores fue peor porque
cuando se trata de muertos no se puede entrar a comparar” (pp. 62-63);
“caminaba mirándose la punta de los zapatos como hacen las mujeres solas” (p.
66)…
Se le llama a esto que hizo Patricia Nieto periodismo
literario. No sé si sea exacto ir más allá y llamarlo periodismo lírico, o
periodismo poético. Porque casi cada frase de este libro es un verso, casi cada
párrafo es una estrofa medida, musicalizada. Y no por esto empalaga,
sino que ilumina. Refresca. Sin dudarlo un segundo, este libro es una pieza
perfecta —sí: perfecta— de periodismo literario.
Patricia Nieto, Los
escogidos, Medellín, Sílaba Editores, Colección Letras Vivas de Medellín,
2012.
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