No todo el mundo está preparado para el segundo capítulo de
estas memorias. Hay que tener el pellejo duro. Aunque lo más seguro es que no
haya lector que no se quiebre. En ese segundo capítulo de este libro es difícil
no aterrarse, o no conmoverse hasta la lágrima, o no quedarse pasmado. A mí me
pasó esto último. Porque aquí, a estas alturas del libro, vemos cómo un niño
feliz y seguro y brillante se convierte en un autómata sombrío. Y no hay atajos
ni elipsis:
Que un hombre de cuarenta años le meta la polla por el culo y a la
fuerza a un niño de seis años no se puede considerar abuso. Es muchísimo más
que un abuso. Es una violación con ensañamiento, que provoca múltiples
operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, trastorno
obsesivo-compulsivo, depresión, ideación suicida, enérgicos episodios de
autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos,
confusión de género (“pareces una chica, ¿estás seguro de que no eres niña?”),
confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir,
desórdenes alimenticios, síndrome de estrés postraumático, trastorno
disociativo de la personalidad…
Y apenas vamos por la página 35. Este es el tono de las
memorias del pianista británico James Rhodes. Quienes a veces pasamos por el
canal Film & Arts lo vimos hace unos años en el programa Piano Man, donde presentaba obras
musicales que le gustaban condimentadas con la biografía del compositor o de
algún intérprete famoso de la pieza, detalles de la obra, complejidades y
secretos, en fin, todo muy entretenido y divulgativo. Daban ganas de oír
música. Y llamaba la atención la facha desaliñada del tipo, su pasión purísima
por la composición y la interpretación, los escenarios donde acomodaban el
piano. Que interrumpiera para fumar o para comentar algún pasaje, así sin más,
sin las ceremonias y engolamientos con que normalmente se disfraza a la música
clásica o culta —no sé cuál de estos dos apelativos me cae más gordo.
Estas memorias repasan sin compasión la vida atormentada de
Rhodes desde que fue violado a los seis años por su profesor de gimnasia. No
fue una vez, ni dos: fueron cinco años, hasta que cumplió once. Y, a partir de
ahí, todo lo que leímos en la cita de arriba. Sorprende el ejercicio tan
minucioso de autoreconocimiento, de repaso por la propia tragedia y las
secuelas de ese evento tan radical, tan traumático. Como que se regodeara en sus
heridas y se entretuviera en revisar sus causas y sus secuelas, como el general
que visita el campo de guerra después de la batalla. Aunque no se crea que el
libro es una enumeración de vejámenes, quejas y victimización. Lo es en parte,
pero también es el relato de la redención de su autor a través de la música. Lo
dice sin ambigüedades desde muy temprano: Bach le salvó la vida.
En Instrumental
usa una estructura inspirada en su programa televisivo: los capítulos tienen el
nombre de una pieza musical, y cada uno de ellos comienza comentando esa pieza:
quién era el compositor, en qué condiciones la creó, cómo fue recibida…
Curiosidades que despiertan curiosidad. Incluso hay una lista en Spotify donde
uno puede oír las obras mientras va leyendo. Y vale mucho la pena hacer el
ejercicio, aprende uno un montón.
Luego de esa introducción de una página o dos, se detiene en algún momento de su
vida. La prosa tiene un estilo fresco, supuestamente espontáneo que le sale muy
bien. Y digo supuestamente porque en
la escritura no hay nada espontáneo. Todo rasgo espontáneo en la escritura es
fingido, preparado. El secreto es que no se note, y Rhodes lo logra. No
obstante, en esta edición de Blackie Books por momentos empieza a cargar la
traducción de la jerga callejera española. Pero no hay nada qué hacer: los
lectores de este lado del Atlántico desde hace años nos tenemos que tragar los gilipollas, los capullo, los estúpidos guay
del Paraguay de las traducciones que nos llegan desde España.
Cuando la tormenta ha pasado y consigue en su vida algo de
estabilidad, vemos que faltan aún sesenta páginas, y nos preguntamos si la va a
cagar otra vez —otra—. No voy a contestar esta pregunta para no arruinar la
lectura. Sólo diré que con esa frágil estabilidad que consigue después de mil
intentos, y gracias a la música, a su hijo, a su mánager, se ocupa un poco de
la propia música, más concretamente de la industria musical: sellos,
productores, premios, promotores, periodistas. Y les pega una patada deliciosa,
que encajaría muy bien en todo el aparato de la música pop incluso aquí en Colombia.
También da unas cuantas recomendaciones, algunas que no
deberíamos dejar pasar como esta: “En el colegio, los niños que están
sufriendo abusos tardan demasiado en responder a preguntas directas, y se
muestran evasivos y sobresaltados. Los tildarán de ‘difíciles’, ‘tontos’,
‘aquejados de trastorno por déficit de atención’, ‘rebeldes’. No lo son. Los
están jodiendo de un modo u otro. Indagad” (p. 68).
Las páginas finales son un canto a la creatividad y al
emprendimiento. A tenerle amor a lo que se hace. Y una invitación a buscar la
manera de no ser un adocenado:
Podemos funcionar (a veces de maravilla) con seis horas de sueño por la
noche. Durante siglos, ocho horas de trabajo han sido más que suficientes (no
deja de ser irónico que trabajemos más horas desde que se han inventado
Internet y los smartphones). Con
cuatro horas de sobra para recoger a los niños, adecentar el piso, comer,
limpiar y el resto de etcéteras, nos quedan seis. Trescientos sesenta minutos
para hacer lo que queremos. ¿Lo que queremos es limitarnos a atontarnos y hacer
aún más rico al directivo discográfico Simon Cowell? ¿Pasar el rato en Twitter
y Facebook buscando un romance, un bromance, gatos, partes meteorológicos, necrológicas y cotilleos?
¿Emborracharnos nostálgica y desastrosamente en un pub en el que ni siquiera se
puede fumar?
Instrumental es un
libro importante. Potente. Va mucho más lejos incluso de la terrible
historia de vida que relata. Muestra el dolor, la crueldad, las abrumadoras secuelas de un trauma infantil, pero también el
otro lado, el de la compasión. Y por eso es un libro bello. Porque, en últimas,
es una historia de redención. De redención a través de
la creatividad, la música, la pasión. Y es una invitación a
buscar la inspiración donde sea y a aprovechar mejor el tiempo que tenemos en
la Tierra.
James Rhodes, Instrumental.
Memorias de música, medicina y locura, Barcelona, Blackie Books, 2015.
Traducción de Ismael Attrache.
Comentarios
http://www.theguardian.com/music/2015/may/20/concert-pianist-james-rhodes-wins-right-to-publish-autobiography
Saludos.
Lo único que me ha sorprendido es algo que para nosotros, españoles de España; es lo más normal: "gilipollas" y "capullo" tienen un marcado aire hispano-Europeo.
Seguramente sería deseable que pudiérais disfrutar de una traducción más acorde a vuestros giros y modismos.
Un saludo!
Nadie, al menos nadie que yo conozca, llega a fin de mes con un mínimo, o si llega le toca pedir prestado, como a Camilo -que no le alcanza- o a Rhodes –que pide prestado- ( aunque supongo que ambos ganan más del mínimo, para mi envidia). Él por ejemplo, toma prestada la música porque las palabras de verdad no le alcanzan y en un magistral ensamble (para utilizar una termino propio :”ensamble musical”), deja que uno escuche lo que tiene para decir en la tonalidad de 88 teclas que pronuncian acordes de sentimientos que, como yo me quedaría aún más corta que Camilo (yo gano menos del mínimo) no me atrevo a pronunciar, pero que le aconsejo escuche, oiga por ejemplo La Chaconne de Bach, en violín o en piano, lo que a usted más le guste, y esa es precisamente la reseña del libro de Rhodes, que es a su vez la reseña de una vida, y que bien podría ajustarse a la de muchos en muchas formas, porque a diferencia de las palabras, la música si alcanza.