
Ahí está el escritor en su estudio. Emborrona, reescribe durante meses, quizá años. Llega a una decisión, una versión definitiva a veces contra sí mismo: “publico para dejar de corregir”, dicen que dijo Alfonso Reyes. Entrega al editor y al fin se deshace de ese hijo tuerto y maltrecho que es un manuscrito inacabado. Atrás quedan los caídos en combate, hojas y hojas que sólo alcanzaron la impresora del hogar; archivos y archivos que dan cuenta de las versiones sucesivas: segunda.doc, última.doc, últimaúltima.doc, últimaconcorreccionesdefulano.doc.
En vida él mismo alcanza a deshacerse de algunos de esos caídos. Otros papeles enemigos que olvidó liquidar, los que puso en bajo para esa charla en la universidad, el relato que puedo sacar de este capítulo, la idea bonita que me sirve para el ensayo en tono jacarandoso, lo sobreviven. Ante la muerte inminente –los Lucky Strikes han pasado cuenta de cobro, olvidó la recomendación que su mamá le hiciera de niño: mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar– encarga a su ya casi viuda, a su hijo ya casi huérfano, que borren su disco duro, que quemen esa carpeta que van a encontrar en el cajón del medio de la cómoda. Quedan ellos con la decisión de echarlo al hoyo e irse a bailar, o cumplir su voluntad y acabar con esos papeles. ¿Qué hacer? ¿Privar a la humanidad de la genialidad del marido, del papá? ¿O pasar de los deseos de un fiambre y publicar, o todavía más, esculcar cajones en busca de otras piezas maestras? Discuten en el asunto la humildad del muerto y la vanidad de sus herederos, de sus amigos.
En este punto pueden llegar al lector de esta nota los nombres de Franz Kafka y Max Brod, cómo no. Si hurga recordará que Virgilio antes de morir ordenó destruir la Eneida, Chateaubriand sus Memorias de ultratumba, Canetti todos sus archivos, Ciorán su diario. Ya sabemos qué pasó en todos esos casos. Lo advirtió el escritor argentino Abelardo Castillo: “No publiques todas las estupideces que escribas, de eso se encargará tu viuda”. O tus amigos. O tus huérfanos.
Es el caso más reciente en esta historia de últimas voluntades pasadas por la faja. Mientras moría en Montreux, Vladimir Nabokov pidió a su próxima viuda, la incondicional Vera, que quemara las fichas donde estaba consignada una novela que venía esbozando en los ratos que le dejaban sus problemas de ajedrez y la revisión de la traducción al alemán de Ada o el ardor. Alcanzó a escribir alrededor de treinta fichas de El original de Laura, como pensaba titular la novela, y, corrector milimétrico, lo atormentaba la idea de que una obra inconclusa quedara por ahí para perturbar su memoria. Vera no quemó las fichas, tampoco lo hizo su hijo Dmitri. En cambio, éste se dedicó a amenazar con su publicación y con su destrucción durante tres décadas. Hasta comienzos de este año, cuando dijo que su padre se le había aparecido para decirle que no quemara las fichas. Ahora sí obediente, se las vendió al agente Andy “El Chacal” Wylie, y el año entrante tendremos en las librerías una “nueva” “novela” de Nabokov.
Caso diferente pero con resultados parecidos es el de los autores que no pidieron destruir su obra, pero dejaron en los cajones ideas, piezas inconclusas, esbozos que hasta el momento de su encuentro definitivo con la parca nunca consideraron publicables. Y corren los deudos a desenterrar y publicar estas piezas. Pasa cada tanto, los más recientes casos son los de Roberto Bolaño con La universidad desconocida o El secreto del mal, Truman Capote con Crucero de verano, Paco Umbral con Carta a mi mujer... ¿Querrían esos autores que sus herederos sacaran a la luz los esqueletos de las obras, los caídos en el combate que emprendieron con las palabras? No creo. En general se trata de casos de una patología que podríamos llamar “yokoonismo editorial”: saquémosle regalías a estos papelitos hasta el cansancio, que no hay quién se queje. Pero sí hay: los lectores respetuosos, los que leen obras y no plumas por más que sean las de Nabokov o Bolaño o Capote o algún otro grande. Los que leen lo que los autores quisieron que leyeran los lectores y no lo que amigos, herederos o editores angurriosos publican para provecho económico de ellos, y que perturban la memoria del muerto. Si ellos dejaron en el cajón esas obras, ahí se deben quedar.
En vida él mismo alcanza a deshacerse de algunos de esos caídos. Otros papeles enemigos que olvidó liquidar, los que puso en bajo para esa charla en la universidad, el relato que puedo sacar de este capítulo, la idea bonita que me sirve para el ensayo en tono jacarandoso, lo sobreviven. Ante la muerte inminente –los Lucky Strikes han pasado cuenta de cobro, olvidó la recomendación que su mamá le hiciera de niño: mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar– encarga a su ya casi viuda, a su hijo ya casi huérfano, que borren su disco duro, que quemen esa carpeta que van a encontrar en el cajón del medio de la cómoda. Quedan ellos con la decisión de echarlo al hoyo e irse a bailar, o cumplir su voluntad y acabar con esos papeles. ¿Qué hacer? ¿Privar a la humanidad de la genialidad del marido, del papá? ¿O pasar de los deseos de un fiambre y publicar, o todavía más, esculcar cajones en busca de otras piezas maestras? Discuten en el asunto la humildad del muerto y la vanidad de sus herederos, de sus amigos.
En este punto pueden llegar al lector de esta nota los nombres de Franz Kafka y Max Brod, cómo no. Si hurga recordará que Virgilio antes de morir ordenó destruir la Eneida, Chateaubriand sus Memorias de ultratumba, Canetti todos sus archivos, Ciorán su diario. Ya sabemos qué pasó en todos esos casos. Lo advirtió el escritor argentino Abelardo Castillo: “No publiques todas las estupideces que escribas, de eso se encargará tu viuda”. O tus amigos. O tus huérfanos.
Es el caso más reciente en esta historia de últimas voluntades pasadas por la faja. Mientras moría en Montreux, Vladimir Nabokov pidió a su próxima viuda, la incondicional Vera, que quemara las fichas donde estaba consignada una novela que venía esbozando en los ratos que le dejaban sus problemas de ajedrez y la revisión de la traducción al alemán de Ada o el ardor. Alcanzó a escribir alrededor de treinta fichas de El original de Laura, como pensaba titular la novela, y, corrector milimétrico, lo atormentaba la idea de que una obra inconclusa quedara por ahí para perturbar su memoria. Vera no quemó las fichas, tampoco lo hizo su hijo Dmitri. En cambio, éste se dedicó a amenazar con su publicación y con su destrucción durante tres décadas. Hasta comienzos de este año, cuando dijo que su padre se le había aparecido para decirle que no quemara las fichas. Ahora sí obediente, se las vendió al agente Andy “El Chacal” Wylie, y el año entrante tendremos en las librerías una “nueva” “novela” de Nabokov.
Caso diferente pero con resultados parecidos es el de los autores que no pidieron destruir su obra, pero dejaron en los cajones ideas, piezas inconclusas, esbozos que hasta el momento de su encuentro definitivo con la parca nunca consideraron publicables. Y corren los deudos a desenterrar y publicar estas piezas. Pasa cada tanto, los más recientes casos son los de Roberto Bolaño con La universidad desconocida o El secreto del mal, Truman Capote con Crucero de verano, Paco Umbral con Carta a mi mujer... ¿Querrían esos autores que sus herederos sacaran a la luz los esqueletos de las obras, los caídos en el combate que emprendieron con las palabras? No creo. En general se trata de casos de una patología que podríamos llamar “yokoonismo editorial”: saquémosle regalías a estos papelitos hasta el cansancio, que no hay quién se queje. Pero sí hay: los lectores respetuosos, los que leen obras y no plumas por más que sean las de Nabokov o Bolaño o Capote o algún otro grande. Los que leen lo que los autores quisieron que leyeran los lectores y no lo que amigos, herederos o editores angurriosos publican para provecho económico de ellos, y que perturban la memoria del muerto. Si ellos dejaron en el cajón esas obras, ahí se deben quedar.
O, bueno, si esos herederos –amigos, parentela, editores– no pueden descansar en paz con esos papeles inéditos, si los atormenta la idea de que esas obras geniales aunque inacabadas se queden en el cajón, podrían hacer donaciones a bibliotecas y centros de documentación para beneficio de estudiosos, o bien ponerlos a disposición del público, gratis, en internet. Lo que me parece feo es que los publiquen como libros y les saquen plata. Y todavía más, que esos libros terminen haciendo parte de la bibliografía del finado sin él haberlo querido.
PS: con esta notita comienzo una nueva sección en esta página, “Devaneos”. Sin periodicidad definida me voy a ocupar de asuntos relativos a la escritura, a la edición y temas conexos. Una versión ligeramente distinta aparece en la edición número 91 de la revista El Malpensante.
Comentarios
Un caso criollo es el de Andrés Caicedo. Buena platica le debe estar dejando a su familia; aunque Andrés ultimamente alcanza hasta para otros otros como Sandro Romero Rey, que donde sigan muriendo sus amigos va terminar siendo millonario, o al menos, más leído.
Bienvenida la nueva sección. Esperamos más de tus "devaneos".
Por otro lado. ¿Por qué no enganchan este blog en la página del malpensante? o bueno, hasta mejor que siga "independiente".
Por otro lado, Romero Rey y Luis Ospina hicieron un trabajo arqueológico notable en el baúl de su amigo para sacar al público la excelente recopilación de su obra en la Biblioteca de Literatura Colombiana de Oveja Negra, en los ochenta. Creo que hasta ahí estaban cumpliendo la voluntad de Caicedo. Todo lo otro que ha venido haciendo con esa obra Sandro Romero, a quien estimo y respeto, sí me parece que tiene mucho de yokoonismo editorial.
PELÁEZ: sin duda habrá casos de sobrinos "emprendedores", como usted menciona. Qué bueno sería rastrear unos cuantos casos de ese tipo... Y por ahora prefiero conservar este espacio "independiente". Ya veremos más adelante cómo se van dando las cosas en la cancha. Saludos.
En fin, a mi me parece mas que justo que le saquen plata a los cajones del finado. (el muerto al hoyo y el vivo al baile), lo anterior sin importar el muerto.
Salud.
Mientras que los editores tengan la cortesía de aclarar que la que publican es una novela póstuma, cosa que generalmente ocurre, todo está bien. Ya el lector -dependiendo del interés- decidirá si se anima a comprar lo que saquen.
Los editores se enriquecen -cuando no quiebran- con el trabajo de autores muertos o vivos por igual. Es la lógica del negocio.
(Sobre los libros póstumos es bueno recordar que una médium en Nueva Orleans en 1957 aseguró estar en contacto con el espíritu en pena de Lovecraft y como prueba de ello entregó a la prensa un compilado de cuentos en cuadernos que el escritor le había dictado desde ultratumba. Lo intrigante de la historia es que aunque los cuentos se salen bastante de la línea general Lovecraftiana, la letra de los cuadernos coincide con la del escritor. El libro lo publicaron y no tuvo mucho éxito entre los fans. Hoy por hoy esa primera y última edición es objeto de culto entre coleccionistas, naturalmente.)
Y lo ideal sí sería, como señala Michelet, que el autor fuera quien hiciera la criba, pero no siempre se da.
Mauricio: gracias. Como siempre, bienvenido por acá.
Saludos
BOBO UTIL: me encantaría contestarle algo, pero no tengo idea qué quiso decir con ese comentario. ¿O se perdió del blog de su kínder? Busque a un adulto responsable y cuéntele que está perdido.
FERNANDO: AI es flojísima, pero a mí me gustó Eyes Wide Shut. Eso sí, la versión que vimos seguro no es la que Kubrick hubiera querido que viéramos, pero bueh.
ESTEBAN: mire usted, justo esta mañana compré "Justos por pecadores" para leerlo y comentarlo acá. Ya le diré.
Lina
(Como el tema de los wargames me encanta, por cierto, es probable que caiga en la trampa y la compre. Je.)
Lina: depende de muchos factores la publicación de esas obras. El punto es, como digo en el comentario, que se trata de "últimas voluntades pasadas por la faja". Bienvenida por acá.
Me parece sobre todo interesante la importancia que se le otorga a la memoria del difunto: ¿Se hizo su voluntad? ¿No fue así? ¿Hasta dónde debe llegar el poder de un autor sobre su obra? ¿Hasta el lecho de muerte? ¿Hasta el "más allá"? ¿Qué tan importante es para él su reputación una vez está muerto?
Su blog es una mina de interrogantes abiertos; ¡muy entretenido!
Lo que dice tiene sentido.
En especial si el autor planea seguir revisando su obra hasta perfeccionarla y la muerte lo toma por sorpresa, es entendible que no destruya su manuscrito. Sí, claro, a las editoriales les interesa ganar... también entendible, ¿no?
Lo que sí agradezco, a pesar de todo, son las cartas. Algunas, quiero decir. Una selección de cartas –SELECCIÓN- bien hecha, con sentido, la suele agradecer los ojos. Las de Wilde, por ejemplo, o las de Miller. Una edición contenida, no farragosa, puede ser muy diciente sobre el autor, sobre su forma de escribir –uno nunca es tan uno como en las cartas- sobre sus delirios y en fin: hasta sobre la razón de la escritura.
Qué bueno este viernes en que tengo tiempo para volver a este blog. Qué bueno encontrar tantas columnas que aún no he leído.
(el 2ndo tiene más sentido con tu contexto. Estaba buscando de quién era esa frase que he oido. Sin embargo, si Reyes dijo la primera frase, mis respetos para él! (y no concordaría entonces con el punto de tu párrafo introductorio de tu post))
Gracias