En el primer episodio de esta novela encontramos a Antonio, su narrador –un niño de 10 años– trepándose a un árbol a coger chicharras con un amiguito mayor que acaba de conocer, Eduardo. Es la primera vez que sale a la calle en un nuevo barrio, una nueva ciudad a la que ha llegado con su familia. Arriba del árbol Antonio se muere del miedo, se orina, y su nuevo amigo debe rescatarlo. Más adelante en ese mismo primer capítulo los dos van a bañarse a un río cercano, les roban la ropa, deben devolverse en calzoncillos. Apenas hemos avanzado unas pocas páginas y ya estamos acomodados en una narración bien organizada en clave infantil: “Yo me llamo Antonio y voy a contar lo que pasó el último año que viví en Santa Rita. Y también antes, cuando yo era bien chiquito. Yo apunté todo en un cuaderno y por eso me acuerdo”, se nos dice en el primer párrafo. Ahí está la voz del personaje, que ha sido bien calibrada por el autor y que se mantiene a lo largo de la novela. Antonio es un niño literariamente bien armado: puntuación básica, sutil; ritmo oral; conectores lógicos simples: “pero”, “entonces” y el favorito de los niños, “y”. Y por encima de todo, la sorpresa ante un montón de cosas que está viendo por primera vez: “Llamamos al doctor y él miró a mi papá que ya no podía del dolor. Le hicieron varias radiografías en la clínica y lo volvieron a llevar a la casa en una silla de ruedas. Radiografías es que una máquina lo ve a uno por dentro, como uno es de verdad” (p. 28).
Vemos también desde el comienzo las estructuras fijas de los cuentos infantiles sobre las que llamó la atención Vladimir Propp: alejamiento (Antonio acaba de llegar a un barrio caleño proveniente de “tierra fría”, presumiblemente Bogotá), prohibición (“yo le dije que mi mamá no me dejaba. Pero él me convenció otra vez”, p. 14), transgresión de la prohibición, que pone en marcha la peripecia (subida al árbol, baño en el río). Camino al río, antes de esa segunda transgresión, recorren el barrio que será escenario de la novela, y Eduardo le va diciendo –nos va diciendo a los lectores– quién vive en cada casa. Ahí está, retratada con precisión, la fauna de un barrio colombiano de clase media en los setenta: los extranjeros (“Ellos eran de una parte que se llamaba Argentina”), el señor de la tienda que en este caso también es peluquería (“A veces se quedaba dormido en la silla de la peluquería y nosotros le sacábamos chicles o colombinas de la vitrina sin que él se diera cuenta. O de pronto sí se daba cuenta pero nos dejaba”), el más rico de la cuadra y que por ello se permite cierto grado de excentricidad (“Tenía alfombra en el piso, no como las otras casas que el piso era de baldosín. Por el calor. Además tenía aire acondicionado. Yo no sabía qué era eso y Eduardo me dijo que era un aparato cuadrado como una nevera. Se ponía en un hueco en la pared y botaba viento frío”), el vecino querido (“El día de los padrinos siempre nos daba macetas a todos los niños de Santa Rita”), el malaclase (“Les gritaba a todos porque era bravo”), el personaje medio estrafalario (“Llegamos a la casa de la Americana Cochina y ella nos miró y se rio”).
Y los acontecimientos que viven esos personajes en este escenario son también los típicos de los barrios colombianos de los setenta: el paseo al río, la muerte de la vecina, las reuniones de improviso para atender la urgencia de alguno, la fiesta de navidad, la pelea de dos vecinas por las infidelidades de un marido, los veraneos, los primeros torpes amoríos de los niños, los juegos en la calle y adentro de las casas. Ronda por ahí el coco que a todos nos aterró en la infancia, que aquí se llama El Monstruo de los Magones. Al final de ese año que relata Antonio la familia debe volver a tierra fría, y con la partida al niño se le escapa algo que no sabe qué es, que no entiende. Van de madrugada en el carro familar –destartalado–, y Antonio le pregunta a su mamá qué es lo que está sintiendo, qué pasa. “Me dijo que todo el mundo dejaba cosas atrás. Así era la vida. Ella dejaba unas cosas atrás. Mi papá dejaba unas cosas atrás. Mis hermanos también” (p. 162). Antonio dejará algo más que casas conocidas, amiguitos, aventuras.
Sin estridencias, sin imposturas, con mano firme y oficio el autor ha confeccionado una obra que, como las películas que se estrenan en diciembre y en junio, es una bonita novela para toda la familia.
Gonzalo Mallarino Flórez, Santa Rita, Bogotá, Alfaguara, 2009, 164 páginas.
Comentarios
Ya veremos que sucede con Santa Rita. Por lo que cuenta Camilo, promete.
Recuerdo que hace unos años leí The Curious Incident of the Dog in the Night-Time, también narrado por un niño, éste tiene autismo o alguna discapacidad que no recuerdo, pero la sensación "sabrosita" que queda, más que por la historia, es por la consistencia de la narración.
SAMUEL: ahora que lo pienso, creo que la novela se llama es "Los otros y Adelaida". Lo dicho: no me agarró.
NEGRA: esa es la gran virtud de esta novela, y donde se nota el oficio del autor: es capaz de mantener ese tono, algo berraquísimo si uno escogió la voz de un niño para contar el mundo novelesco. Esa novela de Haddon siempre me llamó la atención. Tiene un título muy inquietante, al menos.
No creo que pueda tener acceso a este libro, por esa pendenciera actitud de Alfaguara de no distribuir a otros países sino libros de Saramago y Vargas Llosa.
Saludos, buena reseña.
Parece un vómito.