Fusilados: George Plimpton & Ernest Hemingway






Recojo el comentario del asiduo amigo J. acerca de esta mítica entrevista —publicada en The Paris Review en 1958, escasa en internet, en papel, en español, completa— y me di a la tarea de transcribirla. Es extensa, por lo que iré colgándola por entregas. No creo que haya que aclarar o comentar mucho esta pieza carnosa de periodismo, me limito a recomendar la lectura de los Cuentos de Hemingway publicados este año por Lumen. Buen provecho.
Ernest Hemingway
Ernest Hemingway escribe en la alcoba de su casa en una finca de San Francisco de Paula, en las afueras de La Habana. Dispone de un cuarto de trabajo que le fue preparado especialmente en una torre cuadrada en el ángulo sudoccidental de la casa, pero prefiere trabajar en su alcoba y sube a la torre sólo cuando “los intrusos” lo obligan a refugiarse en ella.

La alcoba está en la planta baja y comunica con la pieza principal de la casa. La puerta entre una y otra se mantiene entreabierta gracias a un grueso volumen que enumera y describe
The World’s Aircraft Engines (Los motores de aviones del mundo). La alcoba es amplia, soleada; por las ventanas orientadas hacia el este y el sur entra la luz del sol que da sobre las paredes blancas y el piso de mosaicos amarillentos.

La pieza está dividida en dos secciones por un par de estantes para libros cuya altura alcanza al pecho de un hombre, colocados en ángulo recto respecto de las paredes paralelas. Una cama matrimonial, amplia y baja, domina una de las dos secciones; al pie de la cama hay unas pantuflas y unos mocasines un número mayor del que calza su dueño, y sobre cada una de las dos mesitas de noche situadas a cada lado de la cabecera hay hasta siete libros colocados unos encima de otros. En la otra sección se encuentra un escritorio de gran tamaño, con una silla a cada extremo y su superficie llena de papeles y
souvenirs bien ordenados. Más allá del escritorio, en el extremo de la habitación, hay un armario cubierto por una piel de leopardo en su parte superior. Las otras paredes están ocupadas por estantes para libros de cuyos anaqueles pintados de blanco los volúmenes se desbordan hasta el suelo, donde han sido colocados entre periódicos viejos, revistas taurinas y fajos de cartas ceñidos con ligas de goma.

Es en la parte superior de uno de estos estantes repletos —el que ocupa la pared junto a la ventana del lado este y a un metro más o menos de su cama— donde Hemingway tiene su “escritorio de trabajo”: unos 30 centímetros cuadrados de área cercada de libros por un lado y del otro por un montón de papeles, manuscritos y folletos cubiertos por periódicos. El espacio libre es exactamente el necesario para acomodar una máquina de escribir sobre la cual hay un tablero para leer, cinco o seis lápices y un pedazo de mineral de cobre que hace las veces de pisapapeles cuando el viento sopla por la ventana del lado este.

Hemingway tiene el hábito, adquirido desde los primeros tiempos, de permanecer de pie mientras escribe, los pies calzados con sus mocasines y asentados sobre la gastada piel de un antílope africano, con la máquina de escribir y el tablero para leer situados a la altura del pecho.

Cuando Hemingway empieza a trabajar en un proyecto, lo hace invariablemente con lápiz, usando el tablero para escribir en papel de copia tamaño carta. Mantiene un fajo de cuartillas en un sujetatapapeles colocado a la izquierda de la máquina de escribir, del cual saca las hojas una a una, levantando la pestaña de metal en la que puede leerse: “These Must Be Paid” (“Cuentas por pagar”). Pone la cuartilla sesgada sobre el tablero para leer, se apoya sobre éste con el brazo izquierdo, sujetando el papel con la mano y llenándolo con una caligrafía que a lo largo de los años se ha hecho más grande, más amuchachada, con escasa puntuación, pocas mayúsculas y el punto final marcado a veces con una x. Una vez llena la cuartilla, Hemingway la inserta bocabajo en otro sujetapapeles que mantiene algo alejado a la derecha de la máquina.

Hemingway usa la máquina, quitándole de encima el tablero para leer, sólo cuando la redacción marcha rápidamente y sin tropiezos o cuando ésta es, para él cuando menos, sencilla: diálogos, por ejemplo.

Hemingway lleva la cuenta de la labor realizada cada día —“para no engañarme”— en un pedazo de cartón reclinado contra la pared bajo el hocico de una cabeza de gacela disecada. Los números apuntados en el cartón, que muestran la producción diaria de palabras, varían entre 450, 575, 462,1.250, 512… Las cifras más altas corresponden a los días en que Hemingway trabajó horas adicionales, para no sentirse culpable al pasar el día siguiente pescando en la Corriente del Golfo.

Hombre de hábitos fijos, Hemingway no utiliza el escritorio perfectamente conveniente que se halla en la otra sección de la alcoba. Aunque el mueble ofrece más espacio para escribir, posee también su miscelánea de objetos: fajos de cartas, un leoncito de paja de los que venden en los establecimientos nocturnos de Broadway, un pequeño costal de aspillera lleno de dientes de animales carnívoros, casquillos de escopeta, un calzador, tallas en madera que representan un león, un rinoceronte, dos cebras y un puerco salvaje… y, naturalmente, libros: amontonados sobre el escritorio, junto a las mesas, apretados en los anaqueles en orden caprichoso: novelas, historias, colecciones de poesía, teatro, ensayos. Una ojeada a sus títulos muestra su diversidad. Sobre el estante frente a la rodilla de Hemingway mientras éste se encuentra de pie ante su “escritorio de trabajo” están
The Common Reader de Virginia Woolf, House Divided de Ben Ames Williams, The Partisan Reader, The Republic de Charlie A. Beard, Napoleon’s Invasión of Russia de Tarlé, How Young You Look de Peggy Wood, Will Shakespeare and the Dyer’s Hand de Alden Brook, African Hunting de Baldwin, los Collected Poems de T. S. Eliot, y dos libros sobre la muerte del general Custer en la batalla de Little Big Horn.

La habitación, sin embargo, pese a todo el desorden que se siente a primera vista, indica después de una inspección más detenida que su dueño es un hombre fundamentalmente ordenado, pero incapaz de deshacerse de ningún objeto… especialmente si éste tiene un valor sentimental. Sobre uno de los estantes hay una variada colección de recuerdos: una jirafa hecha de cuentas de madera, una tortuguita de hierro colado, diminutos modelos de locomotoras, dos jeeps y una góndola veneciana, un osito de juguete con una llave en la espalda, un mono que carga un par de címbalos, una guitarra en miniatura y un pequeño modelo en hojalata de un biplano de la Marina de Guerra norteamericana (al que le falta una rueda) ladeado sobre un esterilla de paja circular. El carácter de la colección es el mismo de la que un niño suele guardar en una caja de zapatos en el fondo de un clóset. Es evidente, sin embargo, que estos objetos tienen su valor, de la misma manera que tres cuernos de búfalo que Hemingway guarda en su cuarto tienen un valor que no depende de su tamaño sino del hecho de que, durante la adquisición de dichos cuernos, las cosas empezaron mal y acabaron bien. “Me causa júbilo mirarlos”, dice él.

Hemingway puede llegar a admitir supersticiones de ese tipo, pero prefiere no hablar de ellas porque piensa que cualquier valor que puedan tener corre el peligro de perderse con las palabras. Su actitud respecto a la actividad literaria es en buena medida la misma. Muchas veces, en el transcurso de esta entrevista, recalcó que el oficio de escribir no debe ser sometido a un exceso de escrutinio, “que aunque hay una parte del oficio que es sólida y a la que no se le hace daño hablando de ella, hay otra que es frágil y si se habla acerca de ella su estructura se agrieta y no queda nada”.

Por consiguiente, pese a ser un maravilloso narrador oral, un hombre de mucho humor y poseedor de un asombroso caudal de conocimientos sobre cosas que le interesan, a Hemingway le resulta difícil hablar sobre el trabajo literario, no porque tenga pocas ideas sobre el asunto, sino más bien porque está tan convencido de que tales ideas deben permanecer inexpresadas que cuando alguien le hace preguntas sobre ellas se siente tan “despavorido” que se vuelve casi incoherente. Prefirió elaborar en su tablero de lectura muchas de las respuestas que aparecen en esta entrevista. El ocasional tono mordaz de las respuestas forma parte también de esta firme convicción de que escribir es una ocupación privada y solitaria que no necesita testigos hasta que la obra queda concluida.

En ninguna parte es más evidente la dedicación a su arte que en la habitación con piso de mosaicos amarillentos, donde Hemingway se levanta temprano en la mañana para colocarse en absoluta concentración frente a su tablero de lectura, moviéndose sólo para desplazar el peso de su cuerpo de un pie a otro, sudando abundantemente cuando el trabajo va bien y excitado como un muchacho, irritable y desdichado cuando el toque artístico se desvanece momentáneamente: esclavo de una disciplina voluntaria que dura más o menos hasta el mediodía, cuando empuña un bastón nudoso y sale de la casa hacia la piscina, donde nada su media milla diaria.

—¿Son placenteras esas horas dedicadas a la actividad concreta de escribir?
—Mucho

—¿Podría usted decir algo sobre ese proceso? ¿Cuándo trabaja usted? ¿Mantiene un horario fijo?—Cuando estoy escribiendo un libro o un cuento trabajo todas las mañanas, empezando tan pronto como sea posible después de la salida del sol. No hay nadie que moleste y hace fresco o frío y uno entra en calor a medida que escribe. Se lee lo que se lleva escrito y, como uno siempre se detiene cuando sabe lo que va a suceder a continuación, sigue escribiendo a partir de ahí. Se escribe hasta que se llega a un lugar donde a uno todavía le queda jugo y donde se sabe lo que va a suceder a continuación, y entonces uno se detiene y trata de seguir viviendo hasta el día siguiente, cuando se vuelve a poner manos a la obra. Se ha comenzado, digamos, a las seis de la mañana y se puede continuar hasta el medio día o tal vez antes. Cuando uno se detiene está tan vacío, y al mismo tiempo nunca vacío sino llenándose, como cuando se ha hecho el amor con alguien a quien se ama. Nada puede afectarlo a uno, nada puede suceder, nada significa nada hasta el día siguiente, cuando volvemos a hacerlo. Lo difícil de sobrellevar es la espera hasta el día siguiente.

—¿Puede usted apartar de su mente cualquier proyecto en el que esté trabajando cuando está alejado de la máquina de escribir?—Por supuesto. Pero hace falta disciplina para hacerlo y esa disciplina se adquiere. Tiene que ser adquirida.

—¿Revisa usted su texto cuando relee lo que hizo el día anterior o lo hace más tarde, cuando ha terminado?—Siempre reviso cada día hasta el punto donde me detuve. Cuando está todo terminado, naturalmente, uno vuelve a revisar. Hay otra oportunidad de corregir y reescribir cuando otra persona mecanografía el texto y uno puede verlo en limpio. La última oportunidad la dan las pruebas de imprenta. Uno agradece esas diferentes oportunidades.

—¿Reescribe usted mucho?—Depende. Reescribí el final de Adiós a las armas, la última página, treinta y nueve veces antes de sentirme satisfecho.

—¿Había algún problema técnico en ese caso? ¿Cuál era la causa de la dificultad?
—Organizar bien las palabras.
Lo fusilamos de: El oficio de escritor, México, Biblioteca Era, 2002 (novena reimpresión), traducción de José Luis González.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
¡Qué bueno! Esa nunca estuvo disponible en linea en la página de Paris Review. Esperaré con ansia las próximas entregas. Gracias.
Anónimo ha dicho que…
Ahí tienen para que lean los escritoritos que aparecen de la noche a la mañana creyendo que descubrieron la vela con el soplo...
J C Guardela
Nacho MG ha dicho que…
fenomenal fusilamiento para dos reos de campeonatos.
Se merece usted un pelotón a sus órdenes
Ah, como agradecimiento, le dejo toda una cuerda de presos en la fenomenal http://plimptonproject.org/
[no es propaganda, la web no es mía, aunque si pudiera le daba mi apellido]