Fusilado: Cyril Connolly




Con la amargura y el pesimismo que siempre condimentó sus comentarios sobre libros, Connolly insistía en que sólo sería recordado por haber sido compañero de colegio de George Orwell, en Eton, y de universidad —Oxford— de Evelyn Waugh.

Pero no. A pesar de su desidia, de pelear siempre con el oficio que ejerció toda su vida —comentarista de libros en revistas pero sobre todo en diarios dominicales londinenses—, de poner siempre sus otras aficiones —la bibliofilia, la gastronomía, los viajes— antes que la lectura y el comentario, Cyril Connolly es recordado todavía como una voz lúcida, arbitraria, erudita y divertida de la crítica anglosajona. Obsesionado por escribir una obra maestra, luego de diez años en el oficio pulimentó un objetivo claro, que expuso en la presentación de uno de los pocos libros que publicaría en vida, Enemigos de la promesa: “Tengo una sola ambición: escribir un libro que se mantenga vigente durante diez años. ¿Cuántos libros de hoy han durado tanto? Pongo diez años porque ése es el tiempo que llevo escribiendo sobre libros y porque puedo afirmar, y ésta es la advertencia más grave, que dentro de poco la escritura de libros, en especial obras de ficción que duren una década será un arte extinto. Los libros contemporáneos no se mantienen [...] La brevedad del éxito de un libro puede deberse a los lectores, pues periódicos, bibliotecas, sociedades literarias, radio y cine han viciado el arte de la lectura…”.

La Obra selecta de Connolly publicada en el 2005 por Lumen recoge algunos de sus más conocidos libros: Enemigos de la promesa, La tumba inquieta —me gustaba más la traducción con que se conocía antes en español, La tumba sin sosiego—, entre otros, así como una selección de artículos sueltos. Sus 1.010 páginas constituyen todas una única lección de pluma elegante, personalidad, humor, amargura, erudición sin pretensiones y lectura juiciosa. De allí fusilamos lo que sigue.


Críticos

Los críticos pueden dividirse en dos clases. Para unos la literatura no debe ser demasiado esotérica, no debe preocuparse en exceso por el estilo y la imaginación. A mí sólo me gustan dos tipos de novelas: la obra de arte o el libro de escaso grosor, y la novela de entretenimiento. El otro tipo de crítico prefiere la ficción didáctica; para ellos las novelas que yo más admiro simplemente rebosan de escritura bonita, frívola, entretenida o egotística. En su opinión la novela no es un fin en sí misma, sino un instrumento para corregir las injusticias, para transmitir información o exponer teorías. Wuthering Heights puede reivindicar a miles, pero Unce Tom’s Cabin reivindica a cientos de miles. En mi opinión, la novela de propaganda política, más que ninguna otra, es tan indigesta como una bala de cañón en un pudín de ciruelas.

Después de bregar con semejante libro, resultó triste leer el ataque de Sean O’Casey contra los críticos en las “Notas de viaje” incluidas en Time and Tide. Considera a todos los críticos, excepto a los que escriben en los periódicos del domingo, tímidos y contaminados hasta el límite. Para un crítico culto es posible, trabajando duro y con un poco de suerte, ganar quince libras al mes, pero es más probable que gane entre nueve y once. ¡Y con esa situación él espera que tengan una actuación tan enérgica como la de los críticos dominicales, que siempre han sido famosos por sus salvajes e incorruptibles ataques a autores y editores! Y, en cualquier caso, “los críticos nunca venden un libro”, tal como los editores no se cansan nunca de recordarnos. No, hay que mirar más lejos en busca de las causas de la decadencia de la novela, incluso si la servil apatía de los críticos contribuye a ella. Está, por ejemplo, la indigencia de autores que se ven obligados a ejercer el periodismo o a sobreproducir libros, negándose a sí mismos el adecuado tiempo de gestación que su talento pide; y la intransigencia de las librerías y todos esos clubes del libro que abastecen al público y que presionan a los editores para que publiquen las obras más largas y más aburridas de los valores más seguros, una antología si es posible; y si no es posible una antología, una saga; y si no es posible una saga, una cabalgata de ciento veinticinco mil palabras. Y después tenemos la ignorancia de los propios editores, su falta de rigor. ¿De cuántos libros se puede decir “Tiene que ser bueno, porque fulano lo publicó”, tal como se puede decir del trabajo de arquitectos, pintores o productores cinematográficos? Y está su desesperada ambición por publicar un best seller que les costeará la obra maestra, lo cual crea confusión: el veredicto de la posteridad obsesiona al escritor popular; el escritor de obras maestras sueña con Hollywood; el propio editor siempre mantiene un precario equilibrio entre una vaga inclinación hacia la buena literatura y el deseo de duplicar su capital; un intermediario con talento tachando ansiosamente palabras como “violación” en novelas que en cualquier caso son ilegibles. Y a todo esto habría que añadir la imbecilidad de los bibliófilos, que (interesados sólo por la rareza y el estado de conservación del libro, y movidos por ciertas experiencias incompletas de su infancia) se limitan a echar un vistazo a Howard's End, Prufrock o Inclinations y corren en busca de Mary Webb. Winnie the Pooh, Beau Geste y The Tale of the Flopsy Bunnies.

Podríamos concluir mencionando la bovina indiferencia del público lector, incapaz de desarrollar siquiera la actividad discriminatoria de rumiar. Y de este modo tenemos seis causas interrelacionadas de la mediocridad de nuestra narrativa actual. No parecen tener fácil solución, y entretanto la novela inglesa desciende a los abismos de la incompetencia en compañía de esos horrores gemelos: los hoteles ingleses y las clínicas inglesas.

Escribir crítica es un empleo a tiempo completo con un sueldo de media jornada, un oficio en el cual nuestro mejor trabajo siempre está sometido a la crítica de algún otro, en el que los triunfos son efímeros y sólo la esclavitud de la tarea es permanente, y en el que el futuro no ofrece nada seguro, excepto la certeza de acabar convertido en un gacetillero. Hay días en que un crítico se parece más y más a ese robot que hay en el muelle de Brighton, que engatusa a los paseantes con una metálica voz subhumana y, cuando éstos echan una moneda, les ofrece una cartulina con una crítica llena de lugares comunes y comentarios irrelevantes. Puede decir de sus libros como el reloj de sol dice de las horas: “Vulnerat omnes; ultima necat” [Todas hieren; la última mata]. ¿Quién sino el mejor de los críticos sería el peor de los novelistas e idearía entre noviembre y abril una novela con los excesos que ha cometido entre mayo y octubre?


Lo fusilamos de: Cyril Connolly, Obra selecta, Barcelona, Lumen, 2005, pp. 620-622.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Pasa una bola de heno rodando...
Sinar Alvarado ha dicho que…
caballeros: me permito invocar ahora mismo, que no demore, la urgente presencia de güili, el siempre taquillero empeliculao.

a ver, señor, ¡una de las suyas para animar este sarao de nuevo año!
Martín Franco Vélez ha dicho que…
De acuerdo: el buen güilli siempre vuelve a casa...
Anónimo ha dicho que…
que venga el empeli y diga "paradigma"
yacasinosoynadie ha dicho que…
"En mi opinión, la novela de propaganda política, más que ninguna otra, es tan indigesta como una bala de cañón en un pudín de ciruelas".

Cuanta razón tiene Connolly en esto. Por lo menos a mi “Nieve” de Orhan Pamuk se me hizo interminable. No se si sea una novela de propaganda como tal pero la carga política es tan directa y asfixiante que la historia se pierde y se vuelve un motivo secundario.

Con respecto a Guili o el empeliculado (libro que solo habrá leído él y su progenitora) estando o no estando hace que la conversación coja por otro lado… que ganas de buscarle la lengua al hombre oiga.
Borrasca ha dicho que…
Totalmente de acuerdo contigo yacasinosoynadie, nada más que agregar, excepto que "Nieve" la dejé por la mitad.

Un beso Camilo