Ya lo sabemos: no es coincidencia que la biblioteca El Tiempo de autores colombianos, que se distribuyó a precios amigos el año pasado, tenga en su catálogo casi exclusivamente a autores del Grupo Planeta (Gamboa, Mendoza, Gossaín, Medina, Franco…). Luego, en diciembre, la revista Cambio publica un especial donde diez autores colombianos escriben sobre sus personajes favoritos (y aquí vamos otra vez: Gamboa, Mendoza, Gossaín, Medina, y cambian a Franco por Quiroz…). Mencionados insistentemente por el diario con más influencia del país (para Nicolás Morales Thomas, los que estamos entre los 30 y los 40 somos la “generación del diario único”) se convierten estos autores, para el lector desprevenido, en los autores colombianos canónicos. Escritores que publican en editoriales con menos influencia —e incluso que, hay que decirlo, descuidan a sus autores en términos de promoción— simplemente se pierden para ese lector común, que frunce el ceño confundido cuando le hablan de Pilar Quintana, de Juan Diego Mejía, de Tomás González.
Y no quiero decir con esto que González sea mejor que la selección Planeta, pero sí es un escritor tan o más competente que muchos de ellos. (A mí me da mucha pena, pero la inclusión de Carolina Sanín en el especial de Cambio y en la antología 100 autores colombianos del siglo XX es alevosa; su primera novela no es mala: es ridícula; pero bueno, es el primer strike, leeré con juicio la próxima que publique.) Sin embargo Tomás González pasa desapercibido, y no debería ser así. A ver. Este libro no te va a cambiar la vida, no es una lectura trascendental, de las que te alteran la visión de ciertas cosas: se trata de una historia amena y muy bien contada, de las que te dan lo que tienen que dar el fin de semana que pasas en la finca del primo o en la terraza de un Juan Valdez mientras es la hora de entrar a la película.
El tema está muy cercano al de su primera novela, Primero estaba el mar: una pareja joven, con algo de hippie y mucho de disfuncional, intenta colonizar una tierra alejada del ruido de las ciudades, y en el intento se descalabra. Incluso el protagonista de aquélla, J., es personaje tangencial en esta historia, que González compone mediante capítulos cortos que funcionan como postalitas; al final, el lector tendrá una visión de conjunto, a la manera de las fotografías en mosaico de David Hockney.
Son constantes en este autor los anuncios, los adelantos que va soltando por allí y que funcionan muy bien en la tarea de tener al lector pegado a la página: “Por esos días no era como sería después” (p. 31), “quien habría de morir en una finca en el Golfo de Urabá” (p. 32), “Después pasó todo eso… tan maluco” (p. 32), “Aún no habían asesinado a sus hijos…” (p. 84). Y es un maestro González en condensar en un párrafo, en un diálogo, toda la idiosincrasia de un pueblo, de un tipo humano; en este caso, la (doble) moral antioqueña cabe en las conversaciones de los personajes, en pinturas de la ciudad que crece abajo de la finca del protagonista. Un personaje le dice al protagonista “Yo no creo que podás mirar lo de Emiliano como un robo […] A estas vainas se les llama falta de ética, ¿cierto? Falta de ética en los negocios es una cosa; robo, robo, es otra” (p. 60). Me recordó una historia que me contaban cuando era niño en Medellín, según la cual un señorón antioqueño le dijo una vez a su hijo: “mijo, vaya consiga plata honradamente; y si no puede, entonces vaya consiga plata”.
Es un gusto la manera en que Tomás González le da nombre a la naturaleza. Para él no hay árboles frutales: hay totumos, aguacates de la Florida y criollos, guanábanos, naranjos… Para él no hay matas, hay buganvillas, rosales, balazos, cafetos… De algunos incluso da el nombre científico y características botánicas, en los monólogos del protagonista que a medida que avanza el relato se hacen más frecuentes. En uno hacia el final se pregunta “para qué saber tanta carajada”, e inmediatamente se responde: “Por el sonido” (p. 144). Y es un gusto también la manera como pinta con dos palabras un objeto, una situación, como el aspecto “macabro” de unos bananos pasos o la salida intempestiva de las palomas con un “aplauso opaco” (p. 86).
Ahí, en esa economía de recursos, en ese ojo afilado y perfectamente conectado con su pluma es que está la suficiencia de Tomás González como narrador; en esa manera firme de llevar al lector por historias de personajes que se despeñan. Y es una lástima que estas condiciones de buen narrador queden sepultadas por un aparato de mercadeo tan bien aceitado como el que ponen a funcionar cada tanto el Grupo Planeta y sus sucursales.
Tomás González, Los caballitos del diablo, Bogotá, Norma, 2002, 178 páginas. Hay una edición más reciente, con otra carátula.
Comentarios
Burgos.
A propósito de alaridos, Willy promete ser el Efraim Medina paisa. Arribita tienen el ejemplo. Pero...y tu Cinema Arbol Willy, Where is it???
Por lo de más creo que no suena nada mal... Cagadisima que en este país se engrandezcan a puras “vedettes” y no a escritores con oficio como lo que fue Bolaño en chile…
Con las editoriales lanzando sus jinetillos de medio pelo y el bueno de Bolaño muerto… ese era un escritor de verdad. Aquí necesitamos uno parecido o que por lo menos le llegue a los tobillos.
Gracias por compararme con un grande, Comegalletas.
pero willy si la semana pasada escribiste rajando de Efraim
Anímate, explícanos por que González es solo un buen "redactor" y no un escritor según tu..anda Willy dale y te doy galletitas..
NOOOO! SE PUEDEEEE VIVIIIIIIR CON TANTOOOO VENEENOOOOOOOOOO!!!!!!
NOOOOO!!! NOOOOO!!!!
noooOOOOOO!! noooooo!!!NOOOOOO!
Efraim Medina es un mosntruo! escritor de escritores! Sus obras marcan un pico demasiado alto en las letras locales, es duro reconocerlo, pero es así.
Y gritadito pa' esos negritos góticos venidos a londinenses
danos más nombres, uiliancito, por favor. ayúdanos a encontrar las raíces de tu grandeza, de tu particular modo de ver la vida, de asumir el trágico destino de escritor que te juiste a buskar a los niuyores. ¿sí? ¿sí?
Ahora, sí es mejor escritor que muchos de los de Planeta.
Joaquín Botero es otra generación y otro cuento. A mí me encantó El jardín en Chelsea, que ha tenido premios y difusión comercial amplios más que merecidos. Se lo recomiendo a los que les gusten los cronistas agudos y sin pretensiones.
Besos
Beso
Ahogado en el humo del bar. Chicas deliciosas se pasean tan cerca. Silencio dentro de su cabeza. Una fría pistola aprieta su vientre. Un beso de la chiquilla que baila justo a un palmo. Un beso bastaría.
Te apiadas y me envias un par de muestras más del talento de nuestros colegas?
Willy, sos una beata católica-moralista paisa (ya lo sabíamos)...adiós y que despedida tan vergonzante.