“Su reputación aumenta con cada libro que no escribe”, dijo alguien de Edward Morgan Forster, quien murió en 1970 y publicó su última novela, Pasaje a la India, en 1924. En esos casi cincuenta años que le quedaban de vida se dedicó a los relatos cortos, a las obras de teatro, al texto de la ópera Billy Budd de Benjamin Britten y al ensayo, así como a sus clases de literatura en el King’s College de Oxford. También a reflexionar sobre la novela y la poesía, como lo demostró con suficiencia en el ensayo que fusilo a continuación y en la sensacional entrevista que le hicieron en 1952 F. J. H. Haskell y P. N. Furbank para The Paris Review.
Podría uno afirmar que gracias a Forster tenemos una idea muy gráfica de la Inglaterra victoriana, principalmente –y dolorosamente, pues sus obras se leen poco en la actualidad– debido a las adaptaciones para cine de sus novelas: Una habitación con vistas (James Ivory, 1986), Howard’s End (que normalmente no se traduce por tratarse del nombre de una propiedad; la dirigió también Ivory en 1992), Donde los ángeles no se aventuran (Charles Sturridge, 1991), Pasaje a la India (David Lean, 1984) y Maurice (James Ivory, 1987). Esta última novela se publicó luego de la muerte de Forster, quizá por tratar de frente el tema homosexual, aunque en vida el escritor sostuvo relaciones, por cierto muy británicamente discretas, con jovencitos, un policía y con su colega G. L. Dickinson.
El texto que fusilo a continuación es de 1925, lo mismo que la pintura de Dora Carrington que ilustra esta entrada. El lunes cuelgo la segunda entrega.
Reflexiones sobre lo anónimo (I)
¿Es preferible saber quién es el autor de un libro? La pregunta tiene más importancia de la que parece. En el caso de un poema, ¿produce mayor o menor goce su lectura conociendo el nombre del poeta? Tenemos, por ejemplo, el Romance de Sir Patrick Spens. Nadie sabe quién escribió Sir Patrick Spens, que se nos aparece, procedente del norte tenebroso, como un aliento de hielo. Comparémoslo con otro poema de autor conocido: La oda del viejo marinero. También aparecen aquí un funesto viaje y el aliento helado, pero lo firma Samuel Taylor Coleridge y sobre el tal Coleridge poseemos cierta información. Coleridge escribió otros poemas y conoció a otros poetas; huyó de Cambridge; se enroló como dragón bajo el nombre de Soldado Comberbache y se caía tanto del caballo que había que estar sacándolo constantemente de entre las patas; fue trasladado a servicios sanitarios; se casó con la hermana de Southey y estuvo dando clases; se volvió terco, mojigato y deshonesto, le dio por el opio y se murió. Con esa información en la cabeza decimos de El viejo marinero que es un poema de Coleridge, y de Sir Patrick Spens que es un poema, sin más. ¿Qué diferencia produce –si es que produce alguna– ese matiz en nuestra mente? ¿Resulta, asimismo, significativo el conocimiento o la ignorancia que se tenga del autor en el caso de las novelas o de las obras teatrales? Los artículos de periódico con firma, ¿tienen mayor repercusión que los que no la llevan? A partir de estas cuestiones, más bien vagas, iniciaremos el proceso reflexivo.
Los libros se componen de palabras, y las palabras cumplen dos funciones: dar información y crear una atmósfera. A menudo llevan a cabo las dos, porque ambas funciones no son incompatibles, pero aquí seguiremos considerándolas por separado. Tomemos, pues, un ejemplo de entre las señales de información al público en general. Hay una palabra que aparece de vez en cuando en el recorrido del tranvía: la palabra “stop”. Grabada en un disco de metal, junto a los raíles significa que el tranvía debe parar inmediatamente en ese lugar. Constituye un ejemplo de información pura y simple. No crea, al menos para mí, atmósfera alguna. De pie junto al disco espero tiempo y tiempo al tranvía. Si el tranvía llega, la información es correcta, y si no llega, la información es incorrecta; pero, tanto en un caso como en otro, sigue siendo información y el disco constituye un excelente ejemplo de una de las funciones de las palabras.
Comparémoslo con otro aviso al público que suele verse en las ciudades más sombrías de Inglaterra: “Cuidado con los rateros”. También aquí se da una información. De un momento a otro puede actuar el ratero, como en el caso del tranvía, y por eso debemos tomar las precauciones correspondientes. Pero, aparte, hay algo más: la creación de una cierta atmósfera. ¿Quién no siente un ligero estremecimiento al ver esas palabras? Todas las personas a nuestro alrededor parecen honradas y dignas de simpatía, pero no todas lo son; algunas son rateros. Tropiezan con los ancianos y si uno de ellos se descuida, ya ha volado su reloj. Se acercan por detrás, furtivamente, a una señora mayor y le cortan a lo ancho su preciosa chaqueta de piel de foca, por la espalda, con unas afiladas y silenciosas tijeras. Y ese niño pequeño que corre feliz hacia el puesto de caramelos ¿por qué, de pronto, rompe a llorar?: un ratero le ha arrancado de la mano su medio penique. Todo esto, y mucho más quizá, es lo que nos imaginamos al leer el aviso en cuestión. Sospechamos que nuestros semejantes son unos indeseables y notamos que ellos también sospechan de nosotros. Se nos advierte de diversos hechos inquietantes: de la inseguridad de la vida en general, de las debilidades humanas, de la violencia de los pobres y de la absurda confianza que merecen los ricos (que esperan siempre aprobación sin haber hecho nada para merecerla). Es algo así como un “memento mori” pregonado en medio de la feria de las vanidades. Se nos asusta en forma de aviso, aunque no ganemos nada con tener miedo: lo que tenemos que hacer es proteger nuestras bolsas, y para eso, el miedo no nos servirá de mucho. Además de servir de información se ha logrado crear una atmósfera y, en ese sentido, es literatura. “Cuidado con los rateros” no es literatura de la buena, y se hace de forma inconsciente, pero esas palabras cumplen dos funciones, en tanto que la palabra “stop” sólo cumplía una; esta es una diferencia importante y constituye la primera etapa de nuestro recorrido.
Etapa siguiente: acumularemos en un solo montón todo el material impreso que hay en el mundo. Libros de poesía, cuadernos de ejercicios, periódicos, anuncios, carteles… todo. Ordenemos el contenido del montón según una línea, con las obras que sólo transmiten información en un extremo y las que no hacen más que crear un clima en el otro y colocando en posiciones intermedias las obras que cumplen ambas funciones según una cierta graduación del recorrido que nos permita pasar de una posición a otra. En el extremo de la información pura y simple nos encontraremos el disco de “stop” del tranvía y en el extremo opuesto la poesía lírica. La poesía lírica no puede usarse absolutamente para nada. Es la antítesis completa del aviso callejero porque no transmite información de ningún tipo. ¿Para qué sirven “Un sueño me arrebató el alma…”, “Si por las negras cejas de Ida…”, “Así que ya no volveremos de paseo…”, o “Lejos, al oeste, junto a los arroyos…”? No nos dicen dónde tiene la parada el tranvía, ni siquiera si éste existe. Y si pasamos de la poesía lírica al romance, seguirá faltándonos la información. Es cierto que El viejo marinero narra una expedición antártica, pero de una forma tan confusa y con tan escasa precisión acerca de los vientos y las corrientes polares, que no le sirve de nada al explorador. Es cierto que el Romance de Sir Patrick Spens alude a la llegada de la Doncella de Noruega a su patria, en 1285, pero la referencia resulta tan vaga y confusa que desilusiona a los historiadores. La poesía lírica no tiene utilidad práctica, como tampoco la tiene, casi nunca, la poesía en general.
Pero si retrocedemos hacia el otro extremo de la línea, dejamos la poesía y nos tropezamos con el teatro (especialmente cuando los personajes son seres humanos normales), donde ya puede observarse otro panorama. Sigue predominando lo no utilitario, pero al mismo tiempo aparece algún tipo de información. En Julio César encontramos verdaderos datos sobre Roma. Y si pasamos del teatro a la novela, el cambio es todavía más acentuado. ¡Cuánto se puede aprender en Tom Jones acerca de la región oeste de Inglaterra, o en La abadía de Northanger sobre la misma zona rural transcurridos cincuenta años!
Ante tal desfile de material impreso volvemos a preguntarnos: ¿Deseo conocer al autor de lo que leo?, ¿debería llevar su firma? La cuestión se hace ahora más interesante. Resulta claro que, en la medida en que las palabras aportan información, deberían ir firmadas; la información se presume veraz –ésta es su única razón de existir– y quien la da debe indicar su nombre para que puedan pedírsele cuentas si mintió. Después de estar esperando varias horas junto al disco de “stop”, tengo derecho a solicitar que se quite porque no sirve, pero si no sé quién lo puso, no podré hacerlo. Cuando alguien manifiesta algo, es natural que lo firme. Sin embargo, a medida que nos acercamos a la otra función de las palabras –la creación de atmósfera– la cuestión de la firma va perdiendo relieve. No importa quién escribiera “Un sueño me arrebató el alma…”, porque el poema en sí no es utilizable; atribúyase a Ella Wheeler Wilcox, y los tranvías seguirán circulando con toda normalidad. Tampoco importa mucho quién escribiera Julio César o Tom Jones; contienen descripciones de la antigua Roma y de la Inglaterra del siglo XVIII, y en tal sentido nos gustaría saber quién los escribió para poder juzgar, según el nombre del autor, las posibilidades de que la descripción sea fiel; esto aparte, la garantía que ofrecen Shakespeare o Fielding puede equipararse a la de Charles Garvice. De este modo, llegamos a la conclusión, en primer lugar, de que lo que es información debe ir firmado y, en segundo lugar, lo que no es información no es necesario que se firme.
Ahora estamos en condiciones de avanzar un poco más.
¿En qué consiste ese componente de las palabras que no es información? Yo lo he llamado “atmósfera”, pero se necesita una definición más rigurosa. Una definición que no se encuentra en una palabra determinada, sino en el orden bajo el cual se colocan las palabras, o sea, en el estilo. Es el poder que las palabras tienen de emocionarnos o de alterarnos el pulso. También es algo más, pero definirlo sería tanto como explicar el secreto del universo. Este “algo más” de las palabras es indefinible. Tienen potestad para crear, no sólo la atmósfera, sino todo un mundo que mientras vive da la impresión de ser más auténtico y sólido que esa vida cotidiana de rateros y tranvías. Antes de empezar a leer El viejo marinero sabemos que los mares polares no están habitados por espíritus; y que si una persona caza un albatros no se trata de un criminal, sino de un deportista; y que si más tarde diseca el albatros, se convierte en un naturalista. Todo esto son saberes vulgares. Pero cuando leemos El viejo marinero, o lo rememoramos detenidamente, el saber vulgar desaparece y ocupa su lugar un saber insólito; acabamos de entrar en un universo que sólo responde a sus propias leyes, se sostiene por sí mismo, tiene coherencia interna y aplica nuevas formas a la realidad. La información es verdadera si es exacta. Un poema es auténtico si tiene sentido. La información se refiere a algo externo. Un poema no se refiere más que a sí mismo. La información es relativa. Un poema es absoluto. El mundo creado por las palabras no existe ni en el espacio ni en el tiempo, aunque de los dos tenga algo; es eterno e indestructible y, sin embargo, sus efectos no son más intensos que los de la flor; es resistente, aunque sea también –como pensaba uno de sus especialistas– y sobre todo, la sombra de una sombra. Como mejor podemos definirlo es negativamente: no es de este mundo, sus leyes no son las leyes de la ciencia o de la lógica, su sabiduría no es la del sentido común. Y viene a ser la causa de que, temporalmente, prescindamos de nuestras opiniones cotidianas.
Y con esto llegamos al punto crucial. Al leer El viejo marinero nos olvidamos de la astronomía, de la geografía y la ética común, pero ¿nos olvidamos también del autor?, ¿no desaparece –con toda la corriente de lo informativo– Samuel Taylor Coleridge, profesor, opiómano y soldado de caballería? Es verdad que le dedicamos un recuerdo antes de empezar a leer el poema y después de acabarlo, pero mientras dura su lectura no existe más que el poema. En consecuencia, El viejo marinero se transforma al leerlo; se vuelve anónimo, como el Romance de Sir Patrick Spens. En esto consiste la tesis que mantengo: toda la literatura tiende a ser anónima y, en la medida en que las palabras tienen poder creador, la firma no hace más que apartarnos del auténtico significado de esas palabras. No quiero decir que la literatura “debería” ser anónima, porque la literatura es algo vivo y por eso “debería” no es la palabra adecuada. Lo que quiero decir es que tiende a ser anónima. Siempre va en esa dirección y de hecho proclama: “Yo soy, y no mi autor, quien de verdad existe”. Del mismo modo que (a pesar de las recomendaciones en contra de clérigos y científicos) los seres humanos, las flores y los árboles exclaman: “Yo soy quien de verdad existe y no Dios”. Olvidar a su Creador es una de las funciones de la creación; recordarlo es olvidar los días de la juventud. La literatura no quiere recordar. Es una cosa viva, y no en un sentido difuso y accesorio, sino de modo auténtico, tratando siempre de disimular las huellas que la unen con el laboratorio.
Se podría objetar a esto que la literatura es una expresión de la personalidad, que es el resultado de la visión individual del autor, que obramos cuerdamente cuando preguntamos por el nombre de éste; puesto que la obra es algo de su propiedad, justo es que se le atribuyan las ganancias.
Podría uno afirmar que gracias a Forster tenemos una idea muy gráfica de la Inglaterra victoriana, principalmente –y dolorosamente, pues sus obras se leen poco en la actualidad– debido a las adaptaciones para cine de sus novelas: Una habitación con vistas (James Ivory, 1986), Howard’s End (que normalmente no se traduce por tratarse del nombre de una propiedad; la dirigió también Ivory en 1992), Donde los ángeles no se aventuran (Charles Sturridge, 1991), Pasaje a la India (David Lean, 1984) y Maurice (James Ivory, 1987). Esta última novela se publicó luego de la muerte de Forster, quizá por tratar de frente el tema homosexual, aunque en vida el escritor sostuvo relaciones, por cierto muy británicamente discretas, con jovencitos, un policía y con su colega G. L. Dickinson.
El texto que fusilo a continuación es de 1925, lo mismo que la pintura de Dora Carrington que ilustra esta entrada. El lunes cuelgo la segunda entrega.
Reflexiones sobre lo anónimo (I)
¿Es preferible saber quién es el autor de un libro? La pregunta tiene más importancia de la que parece. En el caso de un poema, ¿produce mayor o menor goce su lectura conociendo el nombre del poeta? Tenemos, por ejemplo, el Romance de Sir Patrick Spens. Nadie sabe quién escribió Sir Patrick Spens, que se nos aparece, procedente del norte tenebroso, como un aliento de hielo. Comparémoslo con otro poema de autor conocido: La oda del viejo marinero. También aparecen aquí un funesto viaje y el aliento helado, pero lo firma Samuel Taylor Coleridge y sobre el tal Coleridge poseemos cierta información. Coleridge escribió otros poemas y conoció a otros poetas; huyó de Cambridge; se enroló como dragón bajo el nombre de Soldado Comberbache y se caía tanto del caballo que había que estar sacándolo constantemente de entre las patas; fue trasladado a servicios sanitarios; se casó con la hermana de Southey y estuvo dando clases; se volvió terco, mojigato y deshonesto, le dio por el opio y se murió. Con esa información en la cabeza decimos de El viejo marinero que es un poema de Coleridge, y de Sir Patrick Spens que es un poema, sin más. ¿Qué diferencia produce –si es que produce alguna– ese matiz en nuestra mente? ¿Resulta, asimismo, significativo el conocimiento o la ignorancia que se tenga del autor en el caso de las novelas o de las obras teatrales? Los artículos de periódico con firma, ¿tienen mayor repercusión que los que no la llevan? A partir de estas cuestiones, más bien vagas, iniciaremos el proceso reflexivo.
Los libros se componen de palabras, y las palabras cumplen dos funciones: dar información y crear una atmósfera. A menudo llevan a cabo las dos, porque ambas funciones no son incompatibles, pero aquí seguiremos considerándolas por separado. Tomemos, pues, un ejemplo de entre las señales de información al público en general. Hay una palabra que aparece de vez en cuando en el recorrido del tranvía: la palabra “stop”. Grabada en un disco de metal, junto a los raíles significa que el tranvía debe parar inmediatamente en ese lugar. Constituye un ejemplo de información pura y simple. No crea, al menos para mí, atmósfera alguna. De pie junto al disco espero tiempo y tiempo al tranvía. Si el tranvía llega, la información es correcta, y si no llega, la información es incorrecta; pero, tanto en un caso como en otro, sigue siendo información y el disco constituye un excelente ejemplo de una de las funciones de las palabras.
Comparémoslo con otro aviso al público que suele verse en las ciudades más sombrías de Inglaterra: “Cuidado con los rateros”. También aquí se da una información. De un momento a otro puede actuar el ratero, como en el caso del tranvía, y por eso debemos tomar las precauciones correspondientes. Pero, aparte, hay algo más: la creación de una cierta atmósfera. ¿Quién no siente un ligero estremecimiento al ver esas palabras? Todas las personas a nuestro alrededor parecen honradas y dignas de simpatía, pero no todas lo son; algunas son rateros. Tropiezan con los ancianos y si uno de ellos se descuida, ya ha volado su reloj. Se acercan por detrás, furtivamente, a una señora mayor y le cortan a lo ancho su preciosa chaqueta de piel de foca, por la espalda, con unas afiladas y silenciosas tijeras. Y ese niño pequeño que corre feliz hacia el puesto de caramelos ¿por qué, de pronto, rompe a llorar?: un ratero le ha arrancado de la mano su medio penique. Todo esto, y mucho más quizá, es lo que nos imaginamos al leer el aviso en cuestión. Sospechamos que nuestros semejantes son unos indeseables y notamos que ellos también sospechan de nosotros. Se nos advierte de diversos hechos inquietantes: de la inseguridad de la vida en general, de las debilidades humanas, de la violencia de los pobres y de la absurda confianza que merecen los ricos (que esperan siempre aprobación sin haber hecho nada para merecerla). Es algo así como un “memento mori” pregonado en medio de la feria de las vanidades. Se nos asusta en forma de aviso, aunque no ganemos nada con tener miedo: lo que tenemos que hacer es proteger nuestras bolsas, y para eso, el miedo no nos servirá de mucho. Además de servir de información se ha logrado crear una atmósfera y, en ese sentido, es literatura. “Cuidado con los rateros” no es literatura de la buena, y se hace de forma inconsciente, pero esas palabras cumplen dos funciones, en tanto que la palabra “stop” sólo cumplía una; esta es una diferencia importante y constituye la primera etapa de nuestro recorrido.
Etapa siguiente: acumularemos en un solo montón todo el material impreso que hay en el mundo. Libros de poesía, cuadernos de ejercicios, periódicos, anuncios, carteles… todo. Ordenemos el contenido del montón según una línea, con las obras que sólo transmiten información en un extremo y las que no hacen más que crear un clima en el otro y colocando en posiciones intermedias las obras que cumplen ambas funciones según una cierta graduación del recorrido que nos permita pasar de una posición a otra. En el extremo de la información pura y simple nos encontraremos el disco de “stop” del tranvía y en el extremo opuesto la poesía lírica. La poesía lírica no puede usarse absolutamente para nada. Es la antítesis completa del aviso callejero porque no transmite información de ningún tipo. ¿Para qué sirven “Un sueño me arrebató el alma…”, “Si por las negras cejas de Ida…”, “Así que ya no volveremos de paseo…”, o “Lejos, al oeste, junto a los arroyos…”? No nos dicen dónde tiene la parada el tranvía, ni siquiera si éste existe. Y si pasamos de la poesía lírica al romance, seguirá faltándonos la información. Es cierto que El viejo marinero narra una expedición antártica, pero de una forma tan confusa y con tan escasa precisión acerca de los vientos y las corrientes polares, que no le sirve de nada al explorador. Es cierto que el Romance de Sir Patrick Spens alude a la llegada de la Doncella de Noruega a su patria, en 1285, pero la referencia resulta tan vaga y confusa que desilusiona a los historiadores. La poesía lírica no tiene utilidad práctica, como tampoco la tiene, casi nunca, la poesía en general.
Pero si retrocedemos hacia el otro extremo de la línea, dejamos la poesía y nos tropezamos con el teatro (especialmente cuando los personajes son seres humanos normales), donde ya puede observarse otro panorama. Sigue predominando lo no utilitario, pero al mismo tiempo aparece algún tipo de información. En Julio César encontramos verdaderos datos sobre Roma. Y si pasamos del teatro a la novela, el cambio es todavía más acentuado. ¡Cuánto se puede aprender en Tom Jones acerca de la región oeste de Inglaterra, o en La abadía de Northanger sobre la misma zona rural transcurridos cincuenta años!
Ante tal desfile de material impreso volvemos a preguntarnos: ¿Deseo conocer al autor de lo que leo?, ¿debería llevar su firma? La cuestión se hace ahora más interesante. Resulta claro que, en la medida en que las palabras aportan información, deberían ir firmadas; la información se presume veraz –ésta es su única razón de existir– y quien la da debe indicar su nombre para que puedan pedírsele cuentas si mintió. Después de estar esperando varias horas junto al disco de “stop”, tengo derecho a solicitar que se quite porque no sirve, pero si no sé quién lo puso, no podré hacerlo. Cuando alguien manifiesta algo, es natural que lo firme. Sin embargo, a medida que nos acercamos a la otra función de las palabras –la creación de atmósfera– la cuestión de la firma va perdiendo relieve. No importa quién escribiera “Un sueño me arrebató el alma…”, porque el poema en sí no es utilizable; atribúyase a Ella Wheeler Wilcox, y los tranvías seguirán circulando con toda normalidad. Tampoco importa mucho quién escribiera Julio César o Tom Jones; contienen descripciones de la antigua Roma y de la Inglaterra del siglo XVIII, y en tal sentido nos gustaría saber quién los escribió para poder juzgar, según el nombre del autor, las posibilidades de que la descripción sea fiel; esto aparte, la garantía que ofrecen Shakespeare o Fielding puede equipararse a la de Charles Garvice. De este modo, llegamos a la conclusión, en primer lugar, de que lo que es información debe ir firmado y, en segundo lugar, lo que no es información no es necesario que se firme.
Ahora estamos en condiciones de avanzar un poco más.
¿En qué consiste ese componente de las palabras que no es información? Yo lo he llamado “atmósfera”, pero se necesita una definición más rigurosa. Una definición que no se encuentra en una palabra determinada, sino en el orden bajo el cual se colocan las palabras, o sea, en el estilo. Es el poder que las palabras tienen de emocionarnos o de alterarnos el pulso. También es algo más, pero definirlo sería tanto como explicar el secreto del universo. Este “algo más” de las palabras es indefinible. Tienen potestad para crear, no sólo la atmósfera, sino todo un mundo que mientras vive da la impresión de ser más auténtico y sólido que esa vida cotidiana de rateros y tranvías. Antes de empezar a leer El viejo marinero sabemos que los mares polares no están habitados por espíritus; y que si una persona caza un albatros no se trata de un criminal, sino de un deportista; y que si más tarde diseca el albatros, se convierte en un naturalista. Todo esto son saberes vulgares. Pero cuando leemos El viejo marinero, o lo rememoramos detenidamente, el saber vulgar desaparece y ocupa su lugar un saber insólito; acabamos de entrar en un universo que sólo responde a sus propias leyes, se sostiene por sí mismo, tiene coherencia interna y aplica nuevas formas a la realidad. La información es verdadera si es exacta. Un poema es auténtico si tiene sentido. La información se refiere a algo externo. Un poema no se refiere más que a sí mismo. La información es relativa. Un poema es absoluto. El mundo creado por las palabras no existe ni en el espacio ni en el tiempo, aunque de los dos tenga algo; es eterno e indestructible y, sin embargo, sus efectos no son más intensos que los de la flor; es resistente, aunque sea también –como pensaba uno de sus especialistas– y sobre todo, la sombra de una sombra. Como mejor podemos definirlo es negativamente: no es de este mundo, sus leyes no son las leyes de la ciencia o de la lógica, su sabiduría no es la del sentido común. Y viene a ser la causa de que, temporalmente, prescindamos de nuestras opiniones cotidianas.
Y con esto llegamos al punto crucial. Al leer El viejo marinero nos olvidamos de la astronomía, de la geografía y la ética común, pero ¿nos olvidamos también del autor?, ¿no desaparece –con toda la corriente de lo informativo– Samuel Taylor Coleridge, profesor, opiómano y soldado de caballería? Es verdad que le dedicamos un recuerdo antes de empezar a leer el poema y después de acabarlo, pero mientras dura su lectura no existe más que el poema. En consecuencia, El viejo marinero se transforma al leerlo; se vuelve anónimo, como el Romance de Sir Patrick Spens. En esto consiste la tesis que mantengo: toda la literatura tiende a ser anónima y, en la medida en que las palabras tienen poder creador, la firma no hace más que apartarnos del auténtico significado de esas palabras. No quiero decir que la literatura “debería” ser anónima, porque la literatura es algo vivo y por eso “debería” no es la palabra adecuada. Lo que quiero decir es que tiende a ser anónima. Siempre va en esa dirección y de hecho proclama: “Yo soy, y no mi autor, quien de verdad existe”. Del mismo modo que (a pesar de las recomendaciones en contra de clérigos y científicos) los seres humanos, las flores y los árboles exclaman: “Yo soy quien de verdad existe y no Dios”. Olvidar a su Creador es una de las funciones de la creación; recordarlo es olvidar los días de la juventud. La literatura no quiere recordar. Es una cosa viva, y no en un sentido difuso y accesorio, sino de modo auténtico, tratando siempre de disimular las huellas que la unen con el laboratorio.
Se podría objetar a esto que la literatura es una expresión de la personalidad, que es el resultado de la visión individual del autor, que obramos cuerdamente cuando preguntamos por el nombre de éste; puesto que la obra es algo de su propiedad, justo es que se le atribuyan las ganancias.
Se trata de una objeción importante y moderna porque, en el pasado, ni escritores ni lectores concedían a la personalidad la trascendencia que hoy se le atribuye. Ni a Homero ni al pueblo en general le preocupaba saber quién era Homero. A los genios de la literatura griega les traía sin cuidado quién escribía o volvía a escribir el mismo poema de forma casi idéntica, porque estaban convencidos de que es el poema –y no el poeta– lo que importa, de que el acabado perfecto del poema llegaría a lograrse mediante una constante remodelación. No preocupaba a los trovadores medievales, que dejaron sus obras sin firmar como los constructores de las catedrales. Tampoo preocupaba a los autores ni a los traductores de la Biblia. Actualmente, el libro del Génesis incluye por lo menos tres partes –de Yhavé, de Elohí, de los Sacerdotes– que fueron reunidas bajo una sola versión por un grupo de personas durante el reinado de Josías en Jerusalén, y fue traducido al inglés por otro grupo de personas durante el reinado de Jorge I en Londres. Pues bien, a pesar de esto, el Génesis es literatura. Los escritores y los lectores de la Antigüedad sabían que las palabras que un hombre escribe constituyen su forma de expresión, pero no rendían culto a esa manifestación, como ocurre actualmente. Estaban en lo cierto, indudablemente, y la crítica moderna va demasiado lejos al hacer tanto hincapié en la personalidad.
Lo fusilamos de: E. M. Forster, “En mi biblioteca”, Leer y Releer (Boletín del Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Antioquia), n° 47, Medellín, marzo de 2007, pp. 13-28.
Lo fusilamos de: E. M. Forster, “En mi biblioteca”, Leer y Releer (Boletín del Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Antioquia), n° 47, Medellín, marzo de 2007, pp. 13-28.
Comentarios
En mi opinión, en la poesía de tipo intimista es nece sario conocer el autor. Éste posee un codigo propio de metáforas, alegorías, etc. que nos permite sumergirnos más profundamente en su mundo. También pueden tener poemas que no se entienden sin conocer el contexto del autor, como en la mayoría de la obra de Miguel Hernández.
Saludos.
Y respecto a la opinión... no estaría tan seguro. Creo que podría ser buen ejercicio intentar leer algún poema "intimista" (¿qué poema no lo es? hasta la poesía festiva de Quevedo puede ser "intimista", pero ese es otro asunto) sin conocer al autor, a ver qué nuevos encuentros depara, que rasgos se nos pasan por etiquetar el poema como "esto es de perencejo".
Gracias por la visita.