Fusilado: E. M. Forster (segunda entrega)


Va demasiado lejos porque no reflexiona sobre el concepto personalidad. Del mismo modo que las palabras tienen dos funciones, la informativa y la creadora, cada persona humana tiene dos personalidades: una aparente y otra más profunda. La personalidad externa es la conocida por el nombre. Se llama S. T. Coleridge, William Shakespeare o Mrs. Humphrey Ward; está alerta y reflexiona; realiza cosas como salir a cenar, contestar cartas, etc., y se diferencia neta y sorprendentemente de las otras personalidades. La personalidad interior, sin embargo, constituye algo muy extraño; en muchos aspectos es una auténtica locura, pero sin ella no es posible lo literario; porque si el hombre no bucea, de vez en cuando, en esta agua, nunca llegará a producir obras importantes. Tiene algo de universal; aunque sea S. T. Coleridge quien la posea, no podrá nunca identificarse con su nombre. Tiene algo en común con todas las demás personalidades interiores; los místicos dicen que esa cualidad común es Dios, y que es ahí, en los oscuros rincones del ser, donde rozamos el límite de lo divino. En cualquier caso, constituye la fuerza que nos impulsa hacia lo anónimo. Emana de lo profundo y se eleva hacia las alturas, por encima de las limitaciones cotidianas; al ser común a todos los hombres, las obras que inspira, principalmente en el ámbito estético, nos atañen a todos. El poeta, sin duda, escribe el poema, pero mientras lo escribe se olvida de sí mismo. Nosotros, al leerlo, a quien olvidamos es al poeta. Lo maravilloso de la buena literatura es que hace a quien la lee partícipe de la condición de quien la escribió, revelando también en nosotros el impulso creador. Perdidos en la belleza en la que él se perdió, recogemos mucho más de lo que habíamos sembrado, alcanzamos la que nos parece nuestra morada espiritual y vislumbramos que en el principio no fue el que habla, sino la palabra.
Aclaremos esto a través de uno o dos escritores que no son dos primeras figuras. Nos servirán para este fin Charles Lamb y R. L. Stevenson. Se tata de dos autores dotados, con sensibilidad, imaginativos, tolerantes y con sentido del humor, pero escribieron siempre con sus personalidades externas y nunca echaron las redes en su mundo interior. Lamb ni siquiera lo intentó: las rrrrredes, hubiera dicho, están fffffuera de mi alcance, según la divertida vitola que lo caracteriza. Stevenson siempre anduvo intentándolo –¡y de qué modo a veces!–, pero las redes, no se sabe si demasiado abiertas o qué, subían una y otra vez repletas del R. L. S. decepcionante, repletas de los amaneramientos, de las inhibiciones, del sentimentalismo y de la extravagancia que estaba deseando evitar. Tanto él como Lamb ponen su nombre completo tras cada frase que escriben. Nos persiguen página a página, impidiendo siempre que gocemos plenamente. Son escritores de cartas, no artistas creadores, y no es una casualidad que los dos escribieran cartas fascinantes. La carta procede de lo externo: trata de lo que pasa o de lo que se intenta hacer cada día y, naturalmente, se firma. La literatura tiende a prescindir de la firma y la prueba es que mientras no dejamos de advertir “¡cuánto se parece a Lamb!”, o “¡qué propio de Stevenson!”, jamás decimos “¡cuánto se parece a Shakespeare!” o “¡qué propio de Dante!”, porque aquí no adquirimos conciencia del universo que han llegado a crear, universo del que, en cierto sentido, somos copartícipes. Coleridge también nos hace copartícipes de sus dominios, aunque éstos sean más reducidos: durante diez minutos nos sentimos capaces de olvidar tanto su nombre como el nuestro y creo que este olvido pasajero, este anonimato momentáneo y mutuo, constituye una prueba cierta de auténtica calidad. El clamor de que la literatura debe manifestar la personalidad es demasiado insistente en nuestros días; por ello, me vuelvo, anhelante, hacia formas anteriores de crítica para las cuales un poema no era una manifestación, sino un descubrimiento con el que, algunas veces, parecía favorecer Dios al poeta.
La personalidad del escritor adquiere importancia después de haber leído su libro y cuando comenzamos a estudiarlo. Cuando cesa el encanto creador, cuando las hojas del divino árbol se vuelven silenciosas, cuando se extingue la coparticipación, entonces el libro cambia de naturaleza y ya podemos preguntarnos cosas como “¿cuál es el nombre del autor?, ¿dónde vivió?, ¿estaba casado?, o ¿cuál era su flor favorita?”. A partir de este momento ya no leemos el libro; lo que hacemos es estudiarlo y procurar que satisfaga nuestros deseos de información. “Estudiar” es algo que suena muy solemne. “Estoy estudiando a Dante” suena mucho más que “estoy leyendo a Dante”, y, en realidad, significa mucho menos. El estudio es únicamente una forma seria de chismorreo; nos enseña todo sobre un libro salvo lo esencial, que se nos oculta mediante una muralla circular sólo superable por las alas del espíritu. El estudio de la ciencia, de la historia, etc., resulta necesario y conveniente, puesto que hay temas que pertenecen al ámbito de la información; pero el estudio de un tema creativo, como es la literatura, resulta excesivamente peligroso y jamás debería emprenderlo gente inmadura. La educación moderna fomenta el estudio indiscriminado de la literatura y orienta los esfuerzos hacia las relaciones mutuas entre la vida del escritor –su vida externa– y su obra. Y esta es una de las razones del mal que nos aflige, Mientras la leemos no nos surgen dudas sobre la literatura, porque la paix succède a la pensèe, que diría Paul Claudel. El viejo marinero no puede analizarse porque habla directamente al corazón del lector, porque fue escrito para hablar al corazón y no hubiera podido escribirse de otro modo. Sólo nos planteamos problemas cuando dejamos de lado lo fundamental y nos volvemos curiosos y metódicos.
Como conclusión, una palabra sobre los periódicos, puesto que constituyen un interesante problema subsidiario. Hemos definido ya el periódico como algo que transmite (o que se supone que transmite) información sobre lo que sucede. Es algo verdadero: no en sí mismo, como el poema, sino en relación con los hechos que se supone describir, como el disco del tranvía. Cuando llega el periódico por la mañana, se coloca en la mesa del desayuno y va derramando, lisa y llanamente, la verdad sobre lo externo. Verdad, verdad y nada más que verdad. Insatisfechos tras el banquete, nos lanzamos a media tarde a comprar el periódico vespertino, que sale, como es de suponer, a mediodía, para darnos un nuevo festín. A fines de semana nos compramos un semanario o un periódico dominical, que, como es de suponer, fue escrito el sábado, y a últimos de mes nos compramos una revista mensual. De este modo, mantenemos el contacto con el mundo de los hechos según el deber del hombre práctico.
Pero ¿quién nos mantiene en contacto?, ¿quién nos suministra esa información de la que depende nuestro razonar y la cual configura, en definitiva, nuestra propia manera de ser? No deja de ser curioso, pero pocas veces lo sabemos. Los periódicos son, en su mayor parte, anónimos. Se hacen en ellos afirmaciones sin que aparezca el nombre del autor. Supongamos que leemos en el periódico que el Emperador de Guatemala ha muerto. La primera impresión es de una moderada consternación; aparte las apariencias, lamentamos lo sucedido, aunque el Emperador no representara mucho en nuestra vida; y en un grupo de mujeres se comentaría: “lo siento mucho por la pobre Emperatriz”. Pero a poco caemos en la cuenta de que el Emperador no puede haber muerto porque Guatemala es una República y de que la Emperatriz no puede haber enviudado porque no existe. Si la noticia hubiera estado redactada y hubiéramos conocido el nombre del bobo que la redactó, dejaríamos de dar importancia a cualquier cosa que volviera a contarnos. Pero si está sin firmar, o firma “nuestro enviado especial”, que es lo más probable, seguiremos estando indefensos frente a futuras noticias erróneas. El tipo de lo de Guatemala podrá volver a escribir sobre la caída del marco y confundirnos otra vez.
Parece paradójico que nos impresione más un artículo sin firma que otro firmado, pero así es en razón de nuestra debilidad de carácter. Las noticias anónimas tienen, como hemos visto, un aire de universalidad. Es como si hablara a través de ellas no la débil voz de un hombre, sino la verdad absoluta, la sabiduría acumulada del universo. El periodismo moderno se ha aprovechado de ello. Se ha convertido en una peligrosa caricatura de lo literario y ha usurpado aquella tendencia divina hacia lo anónimo. Ha utilizado para la información lo que sólo a la creación pertenece. Y lo seguirá utilizando –y explotando nuestros defectos psicológicos– mientras nosotros se lo permitamos. “La Alta Misión de la prensa”, ¡Pobrecita prensa! ¡Como si sus características le permitieran tener una misión! Somos nosotros quienes tenemos una misión respecto a ella. Curar a un hombre a través de los periódicos o de la propaganda de cualquier tipo resulta imposible; lo único que se consigue es cambiar los síntomas de su enfermedad. Sólo nos curaremos expulsando la confusión de nuestra mente. Los periódicos no nos engañan tanto con sus mentiras como con la explotación de nuestras debilidades. Andan siempre mezclando las dos funciones de la palabra, dando a entender que pertenecen a la misma categoría El Emperador de Guatemala ha muerto y Un sueño me arrebató el alma. Usurpan a cada instante los privilegios que sólo puede reclamar lo trascendente y seguirán haciéndolo mientras lo consintamos.
Aquí se acaban nuestras reflexiones. La pregunta “¿deben firmarse los escritos?” aparece, ya que no sencilla, perfectamente definida, pero no puede responderse sin analizar antes lo que son las palabras y perfilar sus funciones. Llegamos así, de un modo bastante fácil y guiados por el sentido común, a la conclusión de que la información debe ir firmada. Los periódicos, en su mayoría sin firmar, han causado por ello estragos en nuestra civilización. El trabajo de creación, sin embargo, nos parece algo más complejo. Opino que la literatura no está hecha para ser firmada. Lo creado procede de lo profundo del ser; de Dios, según los místicos. La firma y el nombre pertenecen a la personalidad superficial que se corresponde con el mundo de la información. Esta personalidad es una etiqueta y no el espíritu de la vida. El autor, al escribir, se olvida de su nombre; nosotros, al leerlo, nos olvidamos de su nombre y del nuestro. Cuando acabamos la lectura nos surgen los interrogantes, impulsándonos a estudiar el libro y el autor para arrastrarlos a los dominios de la información. Es entonces cuando nos enteramos de infinidad de cosas a cambio de la perla preciosa. En la cháchara de los ejercicios académicos, nos olvidamos de por qué se llevó a cabo la creación. No estoy pidiendo veneración: la veneración es fatal para la literatura. Lo que propugno es algo más vital: imaginación. “La imaginación es como el Dios inmortal que debe encarnarse para redimirnos de las pasiones mortales” (Shelley). La imaginación es nuestra única guía a través del mundo creado por las palabras. Que tales palabras estén firmadas o sin firmar se convierte en algo secundario cuando la imaginación ha consumado su obra redentora acercándonos al estado bajo el cual fueron escritas, en cuyo ámbito no hay nombres, ni personalidad en el sentido que nosotros la entendemos, ni casamientos, ni matrimonios. Lo que allí hay…, bueno, eso constituye otro tipo de reflexión y a lo mejor los clérigos y los científicos la llevan a cabo en el futuro con más éxitos que en el pasado.

Lo fusilamos de: E. M. Forster, “En mi biblioteca”, Leer y Releer (Boletín del Sistema de Bibliotecas de la Universidad de Antioquia), n° 47, Medellín, marzo de 2007, pp. 13-28.

Comentarios

PADRE RESPONSABLE ha dicho que…
Hace rato no leía de un tirón algo tan largo en un blog... pero qué catedra de sentido común. Algunas frases habría que grafitiarlas en las facultades de Filosofía y Letras. Y por supuesto en las de periodismo. Bien buena que está la oposición "Información-Atmósfera". Debería complementar la de "Ficción-No Ficción". Y así habría libros de "ficción sin atmósfera", y libros "sin ficción pero con mucha atmósfera". Gracias hombre.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Es largo, sí, pero se deja leer por eso mismo que dice usted, señor padre: es una pura cátedra de sentido común. Y un humorcito como quien no quiere la cosa. El ejemplo que pone Forster para ilustrar la función del lenguaje de crear atmósfera parece un chiste, pero es de una profundidad pasmosa. Y a la vez hace reír, claro.

Las novelas de Forster son también carnosas y se dejan leer suavecito... al menos las dos que conozco. Valdría la pena volver a este gran autor.
miquelet ha dicho que…
Esta vez no me he dejado los ojos en el ordenador y he imprimido el texto.
Sencillamente genial, aunque cabe hacer excepciones. Ya te lo nombré en el anterior fragmento. No sentiría emociones tan intensas en los poemas de Miguel Hernández si no conociera su vida ni el contexto en el que se desarrolló. Saca su poesía de lo más profundo de su alma, pero esa alma está en un lugar y en un momento preciso y eso es lo que la conmueve.

Salud.
Johan Bush Walls ha dicho que…
He leído el texto completo, con la pura intención de dejar un comentario, pues de entrada me llamó la atención el nombre y luego el epígrafe del blog. Resulta que tengo un blog que se llama cuentos pajeros y yo me considero un escritor pajero, que gran hallazgo para mi este blog.

Salu pue
Apelaez ha dicho que…
¿Un escritor pajero?
Anónimo ha dicho que…
a propósito de gritones, esta crítica literaria, sin caer en el mal gusto de estar presumiendo de todo lo lector que se es:

http://es.youtube.com/watch?v=R5X7HKxpiQA&feature=related
Anónimo ha dicho que…
Entonces, aquel que se inquiete por conocer literatura de cierto periodo histórico, cómo se podría orientar si existiera el anonimato en la literatura? Conocer al autor y su bibliografía me guiaría en todo este mundo desconocido, pero, igualmente me dejaría sin la elección de conocer autores que desde una perspectiva personal valoraría más por lo que a mi significarían que por lo que han sido para la historia o la crítica. Por ejemplo, un escritor con similar creación de atmósfera que otro o bien sea con otra muy diferente pero que tengan en común dar cuenta de ciertas particularidades, me haría pensar que debería escoger a la firma más conocida; pero viéndolo bien no hay motivo de la veneración por parte de la crítica hacia un autor en especial porque es quien lee aquel que le da peso a las palabras, quien decide leer a una firma no conocida que una gran firma, no porque el primero sea mejor que otro sino porque no tenía referencia alguna; es en este punto que yo preferiría el anonimato porque no se estaría ignorando aquellos autores que prácticamente la crítica y la historia desconoce. Mal haría el lector en guiarse por las referencias únicamente.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Creo que Forster apunta a la segunda parte de su comentario, Anónimo: discutir la veneración de la crítica hacia los nombres. Y también, como lo entiendo, proponer una lectura sin prejuicios, sin determinismos de ningún tipo, para que las palabras expongan todo su poderío evocador.