Periodista de estilo elegante sostenido por una investigación obsesiva, colaborador durante muchos años de la revista peruana de actualidad Caretas, formador de periodistas, editor, Jochamowitz escribe tanto notas periodísticas como literarias, y se mete por igual en temas de actualidad y en episodios históricos. En cuanto a los primeros, ha publicado los libros Ciudadano Fujimori (1993) y Vladimiro (2003); de corte histórico es un curioso libro donde recoge noticias de diarios peruanos publicadas a comienzos del siglo pasado, Última noticia (Aguilar, 2006). Sobre este libro dijo el autor en una entrevista: “Leer periódicos antiguos es algo que hago desde hace mucho tiempo, y siempre con fines instrumentales, buscando información. Esta vez como que me liberé de eso, seguí leyendo periódicos pero sin buscar nada, aunque falsamente, claro, porque en realidad estaba buscando qué escribir”. Y más adelante, hablando de su “librito”, dice: “Es la discreción en papel. Es un librito, y me gusta, me enorgullezco de eso, [...] porque abundamos en libros enormes, totalizadores. Ya no se hacen esos libros. La lectura es un acto de tolerancia, de buena educación, cada vez más rara. Por eso cada vez se lee menos. Cómo le vas a pedir a alguien que te acompañe, que se meta en lo que haces y que te lea; eso es un gesto de buena educación enorme, de espíritu de tolerancia, entonces, lo menos que puede hacer el autor es responder a eso con buenas maneras también, como, por ejemplo, con la brevedad y la claridad”. Creo que hay que pararle muchas bolas a este periodista y escritor.
El tenedor y la pluma
Regla única: escribir no es una actividad rentable. Puede llegar a ser rentada, pero no se debe esperar esplendidez, seguridad ni gusto. El mercado de la escritura, o no existe, o es demasiado exiguo para sostener a una familia. La historia de la literatura puede entregar los ejemplos más variados. Cervantes hacía desagradables trabajos estatales como recaudar impuestos. Shakespeare tenía algunas propiedades rurales, pero supo extraer dinero de algo más que la poderosa pero lenta escritura. Su carrera fue asombrosa: cuidador de caballos del público teatral, pinche de la compañía de comedias, figurante, actor, dramaturgo, todo en cuatro años.
El exceso de oferta y la escasa demanda en el mercado de la escritura han producido curiosos resultados que pueden hallarse en las biografías de los grandes o pequeños escritores. Es muy enigmático, por ejemplo, saber que Juan Rulfo tuvo durante muchos años un puesto como capataz en una fábrica de la Goodrich-Euskadi, aunque es posible que un comentador encuentre el lugar adecuado para esa pieza. Arrojado de su propio mercado, cerrada la puerta y perdida la llave, el escritor deambula con toda inocencia por cualquier otro mercado. Sin embargo, es posible que el oficio diurno de estos ambiguos trabajadores sirva para enmascarar algo más secreto. Kafkiano es ocupar un escritorio de la compañía de seguros Assicurazioni Generali, para luego ser empleado público en el Instituto de Accidentes de Trabajo, como le sucedió a Franz Kafka. Las inclinaciones del asalariado parecen infiltrar y aprovecharlo todo. Uno sospecha de la contención y exactitud de T. S. Eliot al enterarse de que fue funcionario del Banco Lloyd’s. Todo puede ser roído y percolado por la manía insolvente de escribir, hasta las más ingratas circunstancias laborales. Borges escribió “La biblioteca de Babel” mientras era empleado en una biblioteca municipal de ínfima categoría, donde ocupaba el cargo de “asistente de segunda”.
Ni siquiera está establecido si tener que trabajar en otra cosa es un inconveniente para quien quiera escribir. Eliot estaba seguro de que si hubiera dispuesto de “recursos independientes” habría tenido más tiempo libre, y eso habría sido una “influencia negativa”. “El peligro, por regla general, de no tener otra cosa que hacer es que uno puede escribir más de la cuenta, en lugar de concentrarse y perfeccionar cantidades más pequeñas”. En cambio, para Katherine Ann Porter, los “recursos independientes” de los que hablaba Eliot no habrían sido ninguna molestia. Citaba a santa Teresa, que se negó a usar el cilicio: “Puedo rezar mejor cuando estoy cómoda”. En su vejez, después de ocupar una infinidad de “empleítos aburridos que no ocupaban toda mi mente ni todo mi tiempo”, dijo una frase terrible: “Probablemente habría escrito mejor si hubiese vivido con un poco más de comodidad”.
Nada debe darse por seguro en esta escurridiza rama de la economía política. Los premios y los castigos pueden ocultarse unos dentro de otros. Los peores empleos pueden resultar una bendición, o lo contrario. El lector agradecido no puede dejar de sentir compasión hacia el niño Charles Dickens, de doce años, que entra a trabajar de noche en la fábrica de betunes Warren’s Blacking, en Londres, en 1824. Esa experiencia antecede y fomenta la atmósfera de sus mejores historias. La afable pero descuidada personalidad económica de su padre, la sombra de la cárcel de los deudores, los sombreros de copa de los malvados hombres mercantiles, los tintes y betunes de la Warren’s Blacking, todo se mezcla en una pesadilla que maravillosamente termina en un final feliz. Con ese descenso a los infiernos, y con su literatura, Dickens hizo algo parecido a una curación por el espanto. Cuando sus libros se vendían por centenares de millares, y ya no tenía que salir de casa para trabajar, seguía atesorando esa experiencia laboral como una fuente de vergüenza y horror que atizaba su pluma.
La relación entre el oficio diurno que el sujeto desempeña y su “actividad solitaria y sedentaria”, como la llamaba Yeats, puede tomar los más contradictorios caminos. Paga, horarios, obligaciones, rutinas, parecen actuar en cada naturaleza de manera distinta. William Faulkner escribió una novela mientras alimentaba con paladas de carbón una bobina eléctrica. El ruido le parecía “apaciguador” y el sótano, “cálido y silencioso”. Rainer María Rilke, en cambio, tenía a su disposición un palacio en Suiza, pero no podía escribir si desde el otro lado del parque llegaba el zumbido de una sierra.
Como empleados, los escritores han sido, en general, poco recomendables. Ellos mismos suelen hablar de cierta “esquizofrenia”, una división entre dos, en el mejor de los casos, que los jefes de personal no pueden dejar de advertir. Aprecian tanto (aunque sea en secreto) su egotismo literario, que no queda lugar para otras lealtades. Algunos incluso pueden llegar a despreciar sus tareas. Faulkner, otra vez, fue despedido de su puesto en el correo porque no repartía las cartas que le entregaban: simplemente las iba acumulando en algún cajón del escritorio. Cuando le preguntaron la causa de su proceder, dijo que no pensaba levantarse porque alguien había pagado una estampilla de diez centavos.
Otro defecto frecuente: son propensos a desarrollar ideas propias o valores inconvenientes al servicio. Graham Greene, que trabajó en la Inteligencia inglesa, se dio cuenta del doble espionaje que hacía su amigo y jefe Kim Philby quince años antes de que fuera descubierto por sus superiores. Sin duda Greene apreciaba más la lealtad hacia los amigos que la seguridad de los secretos de Estado. Las tareas que otros desempeñaban con gusto, a él le parecían una “rutina ingrata y deprimente”, “ridículo e inútil trabajo”. Los que han comprendido o aceptado que lo único, lo mejor que saben hacer es escribir, no pueden dejar de sentir cierto doblez o distanciamiento al acometer las tareas de los simples mortales.
Parece haber acuerdo en que hay ciertos oficios que congenian mejor con la literatura. Se omite de esta enumeración los casos del periodismo y la enseñanza, cuya discusión nos llevaría por caminos demasiado arduos. En cambio, la literatura escrita por médicos se dicta como una especialidad en algunas universidades, y la profesión de marino, particularmente en su rama mercante, tiene una sólida reputación literaria. Los nombres de Herman Melville y Joseph Conrad suelen ser citados juntos. Ambos se embarcaron siendo muy jóvenes y recorrieron los mares del mundo durante un período de sus vidas. Conrad llegó a ser capitán, aunque detestaba viajar. Se ha dicho que esa afinidad entre la marina y la literatura se ha visto favorecida por las muchas horas de reclusión y tiempo libre que deja un largo viaje por mar, aunque tanto Melville como Conrad escribieron su obra en tierra, Melville como un insatisfecho inspector de aduanas en Nueva York. Menos discutible es que los puertos y ciudades que vieron o escucharon, los monstruos marinos, les dieron inmejorable material para escribir. En todo caso el barco era, tal vez sigue siendo, una manera ideal para escapar de la fábrica o la oficina.
Desde luego, muchas de las generalizaciones que tratamos de establecer a partir de algunos casos cesan o se relativizan si el escritor tiene dinero, de preferencia mucho dinero. Buena parte de la literatura universal ha sido escrita en los márgenes o en plena posesión de una herencia. Los especialistas pueden seguir el estado de cuenta bancario de algunos escritores como un documento auxiliar de la literatura. Las cartas cruzadas entre Marcel Proust y su banquero personal proporcionan ejemplos exquisitos de la lucha entre el disparate y el buen juicio. Lamentablemente, la fortuna de Proust no era tan grande para sobrevivir a sus manejos. En los últimos años conoció una moderada, y hasta cierto punto imaginaria, bancarrota.
Menos bueno que ser rico es ser amigo, amante, esposo o esposa de alguien rico. La posición presenta innegables ventajas, aunque no pocas dificultades. Al menos puede decirse que los riesgos de esta clase de vida han proporcionado abundante material para cuentos y novelas. El gran maestro en esta modalidad de sobrevivencia parece haber sido el poeta austriaco Rainer María Rilke, de quien se dice pasó su vida alojado y atendido por una sucesión de amantes o admiradoras, millonarias o aristócratas, o todo a la vez. No se le conoce ningún empleo, salvo el muy ocasional de secretario del escultor Rodin, que le tomaba dos horas en las mañanas. El caso parece extremo, pero no se debe subestimar el efecto de la hospitalidad como factor que propende a la buena literatura. Henry James disponía de unos ingresos suficientes pero moderados, aunque no dejaba de ser un inconveniente tener que alternar con millonarios verdaderos que le proporcionaban material para sus historias. Cada vez que James deja su casa en el campo y regresa a Londres, el lector de su biografía se pregunta inquieto por el estado de sus finanzas. Tranquiliza saber que sus amigos insistían siempre en pagar las cuentas, y que en una sola temporada, la del año 1872, fue invitado a cenar ciento setenta y siete veces.
Escribir, en sentido estricto, es un acto voluntario tan factible y frecuente como hablar o caminar. Basta visitar el interior de una biblioteca, o mejor aun, de una hemeroteca, para intuir la acumulación demencial a la que se ha llegado con la palabra escrita. La invención de la imprenta disparó esta carrera perdida. Escribir es más lento que leer, pero las palabras escritas se preservan por tiempo indefinido y no se gastan ni desaparecen tras sucesivas y diferentes lecturas. La producción diaria, sin contar el stock acumulado, supera muchas veces la capacidad de los consumidores. La palabra escrita, entonces, tiene un valor monetario cercano o equivalente a cero. La oferta ha superado desde siempre a la demanda*.
No es una maldición exclusivamente literaria. Lo mismo sucede con la mayoría de las artes, para no hablar de todos aquellos que no consiguen que les paguen por lo que más les gusta hacer: léase los hinchas de fútbol que se tienen que quedar en la tribuna, los que nunca serán astronautas, los fanáticos del ajedrez, los aeromodelistas, etcétera, media humanidad, salvo un puñado de bienaventurados. No es un inconveniente exclusivo de la literatura, pero por distintas razones en ella parece más notorio. Escritores, periodistas, profesores, agricultores, diplomáticos, abogados, marinos, empleados públicos o privados, la doble vida de estos individuos ya es casi un subgénero en la maraña que ellos mismos tejen.
La libertad sería el resultado de equilibrar o superponer lo mejor posible el deseo con la necesidad, pero mientras ese estado de gracia no sobrevenga, o para que sobrevenga, conviene conseguir un empleo. Aquí terminan las desventajas del escritor. Las oportunidades de ganarse la vida haciendo cualquier cosa, incluso escribiendo, son virtualmente infinitas.
* Rodrigo Fresán cita a un tal Nick Hornby que se topó en algún libro con la siguiente afirmación: la lista completa de todos los títulos publicados en la historia del mundo, y el nombre de sus autores, podría ser completada por un lector que no se detuviera durante quince años seguidos. “La idea, creo, era la de desesperar –escribe Hornby–, pero a mí me hizo sentir muy feliz y optimista: no sólo era una hazaña, sino que además era una hazaña posible”.
Lo fusilamos de: Etiqueta Negra, n° 22, marzo de 2005, pp. 24-28.
Comentarios
Besos
triste, también.
Y también eso que dicen sobre los que quieren vivir de escribir: que cuando se reúnen no hablan de libros sino de plata...
En fin, ¿cuántos serán en Colombia los que viven de escribir ? Sin contar periodistas, por supuesto...
Tengo que conseguir los datos de Jochamowitz para que me diga en qué facultades de medicina hay cursos sobre la obra literaria de los médicos para ver si me dan trabajo, jejeje.