Historia de una pasión, de Darío Jaramillo Agudelo



Pocos oficios reclaman un grado tan alto de inmodestia como el de escritor: se precisa mucha seguridad en sí mismo o mucha vanidad, mucho envanecimiento si se quiere, para publicar los fantasmas más íntimos, que no otra cosa son los personajes, las voces, que pueblan novelas, relatos, poemas. Si se va uno por lo delgadito, el género inmodesto por excelencia es la autobiografía. En él no hay personajes, voces, situaciones de la ficción que funjan como intermediarios: el escritor se expone tal cual es, y valga madres.

Pero miren por dónde: en estos tres relatos autobiográficos, escritos cada uno con siete años de diferencia, Darío Jaramillo Agudelo se las ingenia para componer unas memorias humildes. Ya lo había intentado antes, con muy buena fortuna, Elkin Obregón con sus deliciosas Memorias enanas, pero en Historia de una pasión se va más lejos en modestia autobiográfica, algo que parecía difícil. Lo logra con el tono, con la manera delicada de poner el ojo sobre sí mismo: “No tengo hermanos ni hermanas, les he contado. Notarán que no me gusta decir que soy hijo único. No creo que sea único ni como hijo” (p. 23); “todos los poetas están muertos y en la tierra sólo quedamos aprendices” (p. 88); “la gran ventaja del cuarto de hora es que sólo dura quince minutos” (p. 54).

Relato de vida, pero sobre todo examen de su pasión, que es escribir. Y puesta en común de sus métodos, sus vicios de trabajo. Creo que todo método tiene su vicio, y ésta, como tantas, es una frase que admite muy bien la viceversa. “Ocurre que lo que más me cuesta es empezar. Antes de sentarme a trabajar, revoloteo largo tiempo. Un café. Un cigarro. Buscar una palabra en el diccionario. Se me olvidó el suéter. Otro café. De tal manera que peripateo alrededor de la mesa de trabajo largo, larguísimo rato, antes de tomar el estilógrafo. En mis retardos redacto párrafos imaginarios que son siempre, siempre, mejores que los de una pluma que no tiene después la memoria para repetirlos. Al fin me instalo en mi pelea con las palabras. A veces no es un problema de vocabulario. Fundamentalmente el asunto consiste en agarrar un ritmo, en tener un tono. Cuando estoy volcando algo al lenguaje escrito, mi primera preocupación es el qué. El ‘qué’ debe determinar, por ley física, el cómo…” (pp. 56-57).

Detallando en sus métodos me encuentro éste que no le había leído nunca a ningún escritor: “Cuando tuve la versión mecanografiada, la leí en voz alta y grabé la lectura. Malcolm Lowry llamaba a ésta ‘la prueba Flaubert’. Y es la mejor fuente de correcciones que conozco. Allí uno descubre repeticiones, inconsistencias, imprecisiones, pérdidas del ritmo. La versión en computador se basa en un texto corregido a partir de la grabación” (p. 59).

Va contando su vida, va recapitulando en su manera de escribir y de concebir la escritura, va haciendo arqueología en sus métodos para componer sus textos tanto en verso como en prosa, pero también va reflexionando sobre la poesía, y para eso llama a la conversación a otros que han pensado lo mismo. Como Hans Magnus Enzensberger: “La poesía es el único medio de comunicación en el que el número de productores supera el de los consumidores” (p. 83); como Cocteau: “Sé que la poesía es indispensable, pero ignoro para qué” (p. 33). Pero la reflexión más bonita sobre la poesía es del propio Darío, y está al comienzo de este gran librito: “sé que hubo un día en que supe que era la poesía lo que más me importaba, lo que más me importaría en la vida. La poesía en su sentido más amplio y desaforado, la ebriedad sin tiempo de una boca amada, el aroma de un eucaliptus, el laberinto interno de tu reloj de cuarzo, de tu procesador de datos, un atardecer, un gol, un sorbete de curuba, una voz familiar, Mozart, entender una cosa nueva, una crema de ostras, el galope de un caballo, en fin, tantas cosas que son la poesía en su más amplio sentido. Y luego, también […] la pasión por la poesía en su sentido más restringido, o sea, la capacidad de alucinar con la palabra escrita” (pp. 16-17).

Ya lo había leído hace añísimos, en una edición de Brevedad, creo, y me estremecí. Lo regalé hace poco a una buena lectora que conocí. Lo volví a leer el fin de semana por un comentario de Lucaz en la entrada anterior a este blog, que me lo recordó. Y al acabarlo esta vez lo volví a empezar y lo volví a acabar. No se va a alejar mucho de mi mesa de noche de aquí en adelante, como no debería hacerlo toda la obra, en verso y prosa, de Darío Jaramillo Agudelo.

Darío Jaramillo Agudelo, Historia de una pasión, Valencia, Pre-Textos, 2006, 92 páginas.

Comentarios

Johan Bush Walls ha dicho que…
Muy atinado el comentario del inicio, el ego de los escritores es siempre más grande que su obra. Pero los peores son aquellos que tienen el ego cristalizado.

Saludos
juan ha dicho que…
don Darío, don Darío... amada voz.
Humanoide ha dicho que…
hum... las cosas que hay que oír !
Camilo Jiménez ha dicho que…
JOHAN: creo que no siempre el ego es más grande que la obra: digo que es necesario para exponerse, y a veces la obra que sale de ahí es inmensa. Por supuesto, entre tanto que se publica hay más paja que trigo.

JUAN: cada tanto hay que leer a don Darío, sin duda.

HUMANOIDE: ¿qué oyó que le molestó?
Sinar Alvarado ha dicho que…
tendré que arrimarle a los libros de don darío. el capitán jiménez, con sus reseñas, ha conseguido entusiasmarme de veras.

y estamos de acuerdo sobre el asunto del ego: ¿cómo, si no es con una alta dosis de arrogancia atrevida, puede alguien decidir que tiene una buena historia para contar, que él mismo es el narrador indicado, y que todos los demás necesitamos escucharla?

saludos desde caracas, s.
Anónimo ha dicho que…
Que opine Lucaz, el único interlocutor válido de este blog, porque las salidas de los demás, francamente.
Anónimo ha dicho que…
Este es uno de los libros de Jaramillo que no he leido, no sabía que era tan bueno. En cuanto al ego de los escritores creo que más allá del tamaño es algo de adentro contra lo que más pelean, a unos termina aplastándolos como a Capote, otros no le paran bolas como Faulkner, otros se sirven de él y de lo que el público piensa al respecto para nutrir su creación como Philip Roth y Woody Allen; me quedo con la frase de Vicente Aleixandre: "creo que aprendí a ignorarme".