Fusilado: Fernando Ortiz



Lo sabemos de sobra y creo que estamos de acuerdo: la poesía no está exclusivamente en los poemas. De hecho, merodea por ahí mucho poema –sobre todo mucho poeta– pero hay poca poesía. Recordemos aquí otra vez –sí, otra vez–, a Darío Jaramillo Agudelo, para quien la poesía está en “el aroma de un eucaliptus, el laberinto interno de tu reloj de cuarzo, de tu procesador de datos, un atardecer, un gol, un sorbete de curuba, una voz familiar, Mozart, entender una cosa nueva, una crema de ostras, el galope de un caballo...”. En el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz, siempre he encontrado poesía. Por eso lo he leído y releído. No estoy de acuerdo con mucho de lo que dice, para las ciencias sociales que toca quizá esté un poco desactualizado y sea hasta arcaico, sí. Yo aprecio este libro porque simplemente me gusta como suena. Advierto en su prosa poesía.

A su autor se le conoce como el “tercer descubridor de Cuba”, después de Colón y Humboldt. Aunque formado en leyes y profesor del área durante largos años en universidades cubanas, fue un acucioso investigador del carácter de la nación cubana. Su Contrapunteo camina por la línea, a veces delgada a veces gorda, que separa la antropología de la sociología. Pero también toca con propiedad la etnografía, la historia, la agricultura, el comercio interior e internacional, la política, la geopolítica, la literatura, la lingüística, la mitología y las artes plásticas. Pero lo mejor está en su estilo, en su tono, en su prosa. Por eso me decidí a compartir acá algunos fragmentos.

Ortiz publicó más de cien títulos, entre los que cabe destacar Apuntes para un estudio criminal: los negros brujos (1906), Los mambises italianos (1909), Entre cubanos (1914), Los negros esclavos (1916), Los cabildos afrocubanos (1921), Historia de la arqueología indocubana (1922), Glosario de afronegrismos (1924) y Alejandro de Humboldt y Cuba (1930). Se le recuerda también por haber acuñado y explicado largamente el término transculturación. Nació en La Habana en 1881 y murió allí mismo en 1969.


Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar

La caña de azúcar y el tabaco son todo contraste. Diríase que una rivalidad los anima y separa desde sus cunas. Una es planta gramínea y otro es planta solanácea. La una brota de retoño, el otro de simiente; aquella de grandes trozos de tallo con nudos que se enraízan y éste de minúsculas semillas que germinan. La una tiene su riqueza en el tallo y no en sus hojas, las cuales se arrojan; el otro vale por su follaje, no por su tallo, que se desprecia. La caña de azúcar vive en el campo largos años, la mata de tabaco sólo breves meses. Aquella busca la luz, éste la sombra; día y noche, sol y luna. Aquélla ama la lluvia caída del cielo; éste el ardor nacido de la tierra. A los canutos de la caña se les saca el zumo para el provecho; a las hojas del tabaco se les seca el jugo porque estorba. El azúcar llega a su destino humano por el agua que lo derrite, hecho un jarabe; el tabaco llega a él por el fuego que lo volatiliza, convertido en humo. Blanca es la una, moreno es el otro. Dulce y sin olor es el azúcar; amargo y con aroma es el tabaco. ¡Contraste siempre! Alimento y veneno, despertar y adormecer, energía y ensueño, placer de la carne y deleite del espíritu, sensualidad e ideación, apetito que se satisface e ilusión que se esfuma, calorías de vida y humaredas de fantasía, indistinción vulgarota y anónima desde la cuna e individualidad aristocrática y de marca en todo el mundo, medicina y magia, realidad y engaño, virtud y vicio. El azúcar es ella; el tabaco es él... La caña fue obra de los dioses, el tabaco lo fue de los demonios; ella es hija de Apolo, él es engendro de Proserpina.

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El tabaco nace, el azúcar se hace. El tabaco nace puro, como puro se fabrica y puro se fuma; para lograr la sacarosa, que es el azúcar puro, hay que recorrer un largo ciclo de complicadas operaciones fisicoquímicas, sólo para eliminar impurezas de jugos, bagazos, cachazas, defecaciones y enturbiamientos de la polarización.

El tabaco es oscuro, de negro a mulato; el azúcar es clara, de mulata a blanca. El tabaco no cambia de color, nace moreno y muere con el color de su raza. El azúcar cambia de coloración, nace parda y se blanquea; es almibarada mulata que siendo prieta se abandona a la sabrosura popular y luego se encascarilla y refina para pasar por blanca, correr por todo el mundo, llegar a todas las bocas y ser pagada mejor, subiendo a las categorías dominantes de la escala social.

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Del azúcar se asimila todo, del tabaco mucho se exhala. El azúcar va glotonamente paladar abajo hasta las profundidades de las entrañas digestivas para dar vigores a la fuerza muscular; el tabaco va picarescamente paladar arriba hasta los meandros craneales en busca de pensamiento. Ex fumo dare lucem. No en vano el tabaco se condenó por satánico, por muy peligroso y pecador.

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El tabaco es una planta medicinal; así fue considerada tanto por los indios como por los europeos. El tabaco es narcótico, emético y antiparasitario. Su principio activo, la nicotina, se usa como antitetánico, contra la parálisis de la vejiga y también como insecticida. Antaño fue empelado para los más extravagantes remedios, según el P. Cobo, “para curar infinitas enfermedades, aplicado en hoja verde y seca; en polvo, en humo, en cocimiento y de otras maneras”. El folklore cubano aún conserva algunos de esos remedios en la curandería casera. El rapé se usó hasta como dentífrico. Con ese destino a comienzos del siglo XIX en La Habana se fabricaba y exportaba para Inglaterra un rapé de muy acre sabor, denominado Peñalvar, compuesto de polvos de tabaco y de cierta tierra rojiza. En todo tiempo la virtud más encomiada del tabaco fue la de ser sedativo, y se tuvo como medicina del ánimo. Por esto, si antaño se ahumaban ritualmente con tabacos los ídolos de la adulación, hogaño se sahúma con tabaco el espíritu propio en el antro del cráneo para calmarle sus congojas y avivarle sus ilusiones.

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En el azúcar no hay rebeldía ni desafío, ni resquemor insatisfecho, ni suspicacia cavilosa, sino goce humilde, callado, tranquilo y aquietador. El tabaco es audacia soñadora e individualista hasta la anarquía. El tabaco es atrevido como una blasfemia; el azúcar es humilde como una oración. Debió de fumar tabacos el burlador Don Juan y de chupar alfeñiques la monjita Doña Inés. También saborearía su pipa Fausto, el inconforme sabio, y sus grajeas Margarita, la dulce devota.

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Hasta en la manera de encender el tabaco hay como una litúrgica iniciación del misterio; bien sea con el eslabón que golpea el pedernal para sacarle una chispa de candela, o con la cerilla de fósforo inflamable, cuya cabecita irritada estalla en fuego. Más cera han hecho gastar los demonios para las minúsculas cerillas que se inflaman en sus ritos del tabaco, que los dioses para los cirios que alumbran sus cultos en los altares. El maquinismo va extinguiendo ahora las centenarias tradiciones litúrgicas, introduciendo profanos mecheros de resortes para el fumador y luces eléctricas para el templo; pero aún sobrevive en ambos la oscilante llama de fuego que enciende, ilumina y quema como el espíritu. Nada de ritualidad se observa en el consumo del azúcar.

El azúcar es producto de obra humana, pero puede consumirlo una bestia; el tabaco es bruto y natural, pero destinado por Satanás al uso exclusivo del ser que se dice rey de la Creación, quizás por creerse la postrera de todas las criaturas y la única que puede pecar.

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De cualquier manera, en el proceso agrario, industrial y mercantil del tabaco todo es cuidado, separación, minucia, escogida y diversidad; va de las variedades botánicas a los incontables tipos comerciales para complacer las mejores individuaciones del gusto de las personas. En el proceso productor del azúcar todo es tosquedad, mescolanza, trapiche, molida, fusión y unidad; va de la masa botánica a la masa químicamente uniforme para satisfacer las mayores y más comunes apetencias del paladar humano.

El consumir tabaco, o sea el fumar, es un acto personal de individualización. El consumir azúcar no tiene nombre específico, es un acto común de gula. Por esto, el fumador está en el vocabulario; pero no existe el azucarador.

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Diríase que el trabajo del azúcar es un oficio y el del tabaco es un arte. En aquél predominan máquinas y braceros, en éste siempre se exige la pericia individual del artesano. Para su aprovechamiento, el tabaco es sólo hoja; el azúcar es sólo tallo. Y de esa elemental diferencia entre una hoja blanda y un tallo duro provienen las mayores divergencias de sus respectivas industrias, con notables repercusiones socioeconómicas. Para la cosecha del tabaco basta, pues una cuchillita con que cortar el pedúnculo de la hoja; aun sin cuchilla, con las manos solamente, también se le puede separar de la mata con suavidad. Para la zafra de la caña de azúcar es preciso un largo y afilado machete o mocha que a rudos tajos la corte de la cepa, la deshoje y la divida en trozos.

Todas las operaciones del tabaco se realizan sin maquinaria, sólo con el complejo aparato del cuerpo humano, que es el ingenio tabaquero. Cortadas las hojas a mano y una a una, la vega rinde su cosecha al veguero y de las manos de éste pasa la rama a otras manos, y de mano en mano llega al almacén y a la fábrica, donde otras manos la elaboran, convirtiéndola en tabacos torcidos o cigarrillos que irán a consumirse en otra mano, la del fumador. Toda la tabacalería es manual; el cultivo y la cosecha, la industria y el comercio y hasta el mismo consumo.

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Durante siglos, sólo por España se consumía bastante el tabaco típico de los indios de Cuba. Tubano fue el nombre que los cultos quisieron darle al indio tabaco, aludiendo a su forma tubular. Pero el vocablo no prosperó y fue preferido el folklórico de cigarro, apodado así en seguida porque su figura, su tamaño y su color recordaban a ciertos insectos o cigarrones de la campiña andaluza. Luego le dijeron puro, por antonomasia, para distinguirlo del cigarrillo, de ese cigarro empequeñecido, enteco y pobretón, sin tripa ni capa, relleno de picaduras sin pureza y vestido con camisilla de papel. Nunca fue vulgar, ni aun en España, la fuma de los cigarros habanos. Siempre fueron caros y España tuvo largos siglos de penuria, aun bajo las fastuosidades de los Hasburgos, cuando echó flor la literatura picaresca.

Debió ser de esa típica picardía donde nació el cigarrillo. No fue en casa de Monipodio ni por el ingenio de un Rinconete, porque Miguel de Cervantes lo contara. Ni fue en Turquía donde se inventó el cigarrillo, como algunos han querido sostener. Consta que por el siglo XVII ya en España se introdujo la práctica de hacer cigarrillos con picadura envuelta en papel, llamados por esto papeletas, papeletes, papelotes y papelillos. Algún indiano en miseria debió recordar los cigarros de los indios, hechos de tripas envueltas en una capa de maíz o de plátano, y acudió a las hojas más flexibles y corrientes en la vida cotidiana de las ciudades españolas, a las hojas de papel. Por su camisa de papel el cigarrillo es hijo de la ciudad, como una travesura de sus pilletes y vagabundos.

El cigarrillo de papel si se originó en Cuba, fue invento del esclavo. Mas parece que nació en Sevilla, por el ingenio de un picardo quien, como el sabio de la fábula, fue feliz “recogiendo las hojas que el otro arrojó”. El pitillo fue creación del colillero. Simbiosis del tabaco rico con la miseria hampona. La picadura evoca la picardía y en todo cigarrillo parece haber algo de encubrimiento y contrabando. Y fuera de España el cigarrillo se apicaró más, hasta afeminarse, convertirse en cigarrette y como amaricado ganarse la camaradería de las mujeres. Y allá en Turquía se pringó con tales aliños que perdió su hombruno vigor indiano y salió, como un eunuco, a buscar fortuna por los harenes del mundo. Fue allá en tierra musulmana donde surgieron para el tabaco mezclas infieles que la tabacología mundial conoce con el nombre de harman, palabra del turco.



Lo fusilamos de: Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1963, 540 páginas.

Comentarios

Fernando Ramos ha dicho que…
La poesía está en todos lados, todo puede ser poetizado, ni siquiera es necesario utilizar rimbombantes figuras retóricas, la poesía es imagen, no metáforas, un texto simple puede evocarnos infinidad de cosas, eso es una imagen poética. No las complicaciones, ni el lenguaje rebuscado, que acostumbran a utilizar los impostores. La poesía se siente o no se siente; eso nos dice si funciona.

Buen pulso, de nuevo, Camilo, está muy bien el texto. ¿Ha leído Puro Humo?, de Cabrera Infante, buen libro ese.

Saludos
Anónimo ha dicho que…
Muy bueno el fusilado de don Fernando Camilo, no lo conocía...para tener en cuenta. Lástima que los puros habanos sean tan caros y más caro aún debe ser encontrar el ambiente propicio para saborear un buen Cohiba.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Lo he leído, mi estimado Fernando. Y releído también. Es de los buenos, de los nuestros. Un abrazo.
Sinar Alvarado ha dicho que…
qué inteligencia. qué putería de estilo, qué erudición palabrera y qué música la de este señor.

¿qué será lo que pasa en cuba que produce tantos narradores distintos y cojonudos?

buena vaina, capitán.
Sinar Alvarado ha dicho que…
hasta sospecharía yo, ahora enterado de la amplia obra del señor ortiz, que prosas como la suya influyeron en la de otro cubano muy bueno: guillermo cabrera infante. en el ritmo de este, y sobre todo en sus juegos de palabras, me parece detectar cierta afinidad con este texto tabacoazucarado.
Jorge Mario Sánchez ha dicho que…
Quedó demostrado lo que dijo Camilo empezando la entrada: la de Fernando Ortiz es prosa poética al 100%. Me dieron ganas de fumame un puro, pero me tocará conformarme con un vulgar Kool Light, enteco y pobretón.
rafa ha dicho que…
Gracias Camilo, ahora que me estoy bebiendo un Martini de aquellos, recuerdo el amargo y picante sabor de mis puros.
rafa
Camilo Jiménez ha dicho que…
LUCAZ: la prosa de don Fernando huele a cigarro, y mire usted, no empalaga como la delgadita azúcar cubana. Y hay versiones de habanos (los puritos, por ejemplo) que son amistosos con el bolsillo. El libro se debe conseguir en internet, búsquelo y léalo mientras se fuma uno.

SINAR: tiene razón, uno puede ver algunos puntos de contacto entre Ortiz y Cabrera Infante. Lo que me parece sorprendente también es que en esa isla la música crece indómita en las aceras y los muros descascarados. Algunos la sacan de las palabras, como don Fernando Ortiz.

JORGE: cuando lo leí la primera vez quise ir dejando de lado mis queridos Lucky Strike y pasarme a los puros, pero yo soy vulgar, "enteco y pobretón", así que seguí con mis cigarrillitos. Fúmese el kool.

RAFA: ¡Albricias! Bienvenido por acá, hermano. Te puedo VER: martini al frente, purito y sonrisa. Te mando un abrazo.
Apelaez ha dicho que…
Hace rato me lei unos libros del señor sobre la historia de los negros en Cuba. Bueno, y con entretenidos datos también.
Anónimo ha dicho que…
mi punto de vista, insostenible como cualquiera, humilde como conviene, es que esa gente que no fuma sufre una mengua, tiene un déficit serio de cinismo en la cabeza. Para mí, la vida sin cigarrillos no tiene sentido, no vale la pena.
en buena lid participo, Camilo,y también por aquí dejo un saludo.