Fusilado: Salman Rushdie



Parece difícil mencionar el nombre de Salman Rushdie muy alejado de la palabra fatwa. Miren sino: este comentario junta el nombre y la palabreja desde la primera línea. Pero más que todo ese rollo de la prohibición, de las sorprendentes declaraciones que a favor de ella hicieron personajes como Yussuf Islam, de las críticas que hicieron intelectuales y artistas de todo el mundo, en fin, aparte de todo el polvo que levantó el asunto, es un escritor con seguidores fieles, con obras adoradas por buenos lectores y, sobre todo, por escritores de oficio. Debo decir que no he leído ninguna de las novelas de Rushdie, ahí me esperan en la biblioteca El cielo bajo sus pies (un título enorme) e Hijos de la media noche.

La visita reciente del escritor a Cartagena de Indias y los comentarios que suscitó tal visita me motivan un poco, pero aún no me animo a tomar todavía una de esas novelas-río que le gusta componer al autor británico. Me entretuve, eso sí, releyendo esta entrevista que apareció en la revista Qué Leer de diciembre de 2005, a raíz de la publicación en español de su novela Shalimar el payaso. La recordé por la seriedad del tipo, por las claves que da sobre cómo hace lo que hace y porque tenía buenas ideas sobre la planeación de la escritura de ficción y por sus comentarios inteligentes sobre el oficio de la actuación (quien haya visto El diario de Bridget Jones quizá se haya sorprendido de que Rushdie apareciera haciendo el tonto en la presentación de un libro con título ridículo, Kafka en bicicleta, si no recuerdo mal). Quise compartir ahora un fragmento de dicha entrevista con los lectores de El ojo en la paja. Si alguno es seguidor de Rushdie lo invito a que nos dé algunas claves para entrarnos con gusto al mundo de la ficción de este escritor. Por ahora acá está el fragmento de la entrevista. La fotografía fue tomada durante su paso por al Hay Festival en Cartagena y apareció publicada en La Nación, de Armenia.

“Salman Rushdie. ¿Quién dijo miedo?” (fragmento)

Sus novelas son torrenciales, de amplias miras, repletas de personajes y ambición, al modo de agujeros negros que absorben todo y que intentan dibujar un mapa a escala del corazón humano.
Siempre he creído que solo hay dos tipos de buenos libros. Por un lado, los del estilo de Jane Austen o William Faulkner, donde coges un microcosmos, dos hectáreas de terreno, y, a partir de ese único pelo de la cabellera de Dios, creas el Universo. El otro modelo es el libro sobre todas las cosas, donde intentas meter todo. O tienes una cosa diminuta, reluciente y preciosa, o lo tienes todo. Son dos estrategias que funcionan. En el medio no hay nada. Ambas técnicas tienen el mismo propósito: construir un universo, y pueden dar resultados maravillosos. Dickens, que sería un buen ejemplo del libro-todo, y Austen, del libro casi nada, son iguales en grandeza, constituyen el Polo Norte y el Sur de la literatura. Yo estaría con el primero.

Su obra reciente es de una acusada ambición geográfica.
La preocupación que ha enlazado mis últimos libros ha sido intentar explicar las interconexiones del mundo de una forma no turística. El gran riesgo de la novela global radica en acercarse a éste de una forma superficial. Has de asegurarte de transmitir al lector la sensación de que conoces suficientemente un país, describirlo como si fueras de ahí. La trampa para elefantes de la novela global es acabar librando una obra a lo James Bond, donde se nos dice: “Vámonos a Saint- Tropez”, se hace clic y sin más te encuentras en un decorado.

¿De dónde saca la energía para llevar adelan­te estas obras mastodónticas? ¿No teme per­der el control sobre ellas?
Siento miedo todo el tiempo, una angustia constante. Me encantaría poder escribir li­bros simples, cortos y transparentes, a la manera japonesa, libros shushi, puros y de calidad. Pero hoy por hoy soy incapaz, y me encuentro enfrascado en estos combates pugilísticos que nunca estoy seguro de acabar en pie. La parte más compleja de Shalimar, el payaso, por ejemplo, fue la inmersión en la ocupación nazi de Francia durante la Se­gunda Guerra Mundial; invertí muchas ho­ras estudiando mapas sobre las rutas de es­cape de la Resistencia. Por fortuna, parto con la ventaja de haber estudiado Historia en la universidad, lo que me otorga un cier­to entrenamiento y metodología.

¿Por qué escogió la figura de un payaso como asesino vengador?
Deseaba que la gente lo amara antes de te­merlo. Sería tan fácil haber dicho: “Aquí tenéis un ser horrible, a un asesino y terro­rista al que debéis odiar”. Si alguien que no te importa comete un acto que te disgusta, tu respuesta va a ser banal, pero si le coges afecto y estás de su lado, te va a afectar de forma mucho más profunda, será más efec­tivo, saldrás más tocado emocionalmente. En 1987 tuve ocasión de conocer a estos ar­tistas ambulantes de Cachemira en sus po­blados; me llegaron al alma. Así que, al plantearme la novela, me dije que si ubicaba a uno de sus protagonistas en esta troupe de bailarines, músicos, actores... le iba a brin­dar un recorrido muy interesante. El desafío era cómo hacer creíble esa transición tan dramática, pasar de ser un payaso a ser un terrorista. Siempre me ha interesado contar la vida de personas que atraviesan muchas y muy radicales transformaciones, seres metamórficos. Y es que soy de la opinión de que cambiamos mucho más de lo que creemos. Fácilmente nos convertimos en individuos irreconocibles en comparación con los que fuimos en el pasado. Algunos han querido ver en el personaje de Max, el embajador de Estados Unidos en la In­dia, un símbolo de la arrogancia occidental. Intenté por todos los medios que la gente no hiciera una lectura alegórica de la obra, y no he cesado de insistir en ello porque es una tentación equivocada. Al igual que Sha­limar no es un terrorista arquetípico, sino que se convierte en lo que es por motivos muy idiosincrásicos, Max no representa de ninguna manera una alegoría del poder nor­teamericano; no es más que un tipo al que su debilidad por el sexo lo conduce por una vía particular. La esencia de la novela residía en unir las peripecias de cuatro seres huma­nos, ver de qué maneras extrañas se entrecruzaban sus vidas. Durante cuatro años me levanté cada mañana pensando en cómo explicar sus vidas. El marco genérico apenas era un efecto secundario. De hecho, en un principio pensé que toda la acción se situa­ría en California en torno a un asesinato y que el pasado se resolvería en flashbacks rápidos, pero la novela no me dejó hacerlo, cada personaje quería ver toda su historia desarrollada. La luz que me guió consistió en atender a la manera en que, en medio de un clima fuertemente pasional, se producía el abrazo entre la vida y la muerte dentro de este reducido grupo.

Una vez más el amor y el terror, la come­dia y la tragedia son elementos indisociables en sus libros.
De alguna manera, es la historia más dra­mática que jamás he explicado. En muchos momentos intenté disimularlo a través de la comedia, desarrollando personajes oscu­ros pero con un ángulo cómico, para que llegara un momento en que dejara de ser divertido y el horror pasara a primer plano, estrategia que permite aumentar el shock resultante de esa transición. Un puñetazo que noquea esa apariencia, que te dice de golpe “¡Eh tú, deja de reírte, la risa ya no tiene sitio!”, ha de resultar a la fuerza im­pactante. Trabajé duro para conseguirlo. El amor y la pasión son los dos grandes moto­res de la novela. A fin de cuentas, es una tragedia que nace de una traición.

Como en su anterior novela, Furia, la rabia preside Shalimar, el payaso.
En el plano personal, estoy de un humor es­tupendo, relajado y feliz. Aquí no se trata de mi rabia. Ambos libros fueron escritos casi en paralelo, durante seis años en los que da­ba vuelta a las mismas ideas. En Furia se dice en un momento dado que el mundo está ardiendo. Y en Shalimar se comenta cómo una nueva era de furia está emergiendo auspiciada por los sulfurados. Eso es lo que está pa­sando ahí afuera. Pero ojo, considero que la rabia es un pésimo estado para escribir. Siempre supe que no deseaba escribir libros encolerizados, que no es lo mismo que decir libros sobre la cólera. Sentí que sería sumamente destructivo para mi arte dar rienda suelta a mi rabia de forma vengativa. Esto y la cobardía para escribir lo que necesitaba de­cir podían anularme por completo. Por lo que, cuando hablo de odio, me refiero al que podemos ver si nos asomamos a la ventana, no al que yo llevo dentro.

He percibido cierta hostilidad por parte de un puñado de críticos que se han ensañado con su novela. ¿A qué lo atribuye?
Cualquier escritor que ha vendido una deter­minada cantidad de libros y que ha alcanza­do un cierto estatus se encuentra con gente que se ha hecho a la idea de que no le gusta ni le gustará su forma de escribir y que ya se ocupa de encontrar la forma de decirlo. Mira si no el caso de Günter Grass y Reich Ranicki. Les ha pasado a muchos de los grandes. Yo tengo mi corte de críticos que sé que es­tán esperando a que publique para echárse­me encima, y bueno, no te queda otra opción que aprender a vivir con ello. Pero al noven­ta por ciento del público fiel, que es el que cuenta, le ha gustado mucho Shalimar.

En la misma línea, su decisión de estable­cerse en Nueva York ha molestado a parte del establishment literario inglés.
A una minoría insignificante. El asunto es tan ridículo como decir que Hemingway merecía malas críticas en medios norteame­ricanos por establecerse en la ciudad de París, o que los irlandeses debían posicionarse contra Joyce por vivir en Trieste. Robert Graves vivió en Mallorca; Bowles, en Tánger. ¿Qué diantres importa dónde reside un escritor?

¿Por qué escogió Nueva York?
Me transmite muy buenas vibraciones, me da energía. No viviría en ninguna otra ciu­dad de Estados Unidos, aunque debo reco­nocer que me gusta Los Ángeles, donde he pasado bastante tiempo en los últimos seis o siete años por motivos profesionales de mi mujer (la actriz Padma Lakshmi, la cuarta en la vida del autor), la cual, por cierto, la odia, algo perfectamente comprensible ya que, para una mujer joven re­lacionada con Hollywood, la urbe puede resultar una pesadilla. Pero es perfectamen­te posible que regrese a Londres en el futu­ro por motivos familiares, ya que mis hijos están ahí, y que me quede para siempre.

¿Qué ha aprendido de su peculiar relación con la celebridad?
No me siento una celebri­dad. La mayor parte de mi vida la paso solo en casa es­cribiendo. Es cierto que me he convertido en una per­sona muy conocida como escritor, pero cuando salgo a la calle no me siento co­mo una estrella del cine o del rock, sino como un ser humano muy celoso de su intimidad que tiene un tra­bajo muy solitario, al que de tanto en tanto recono­cen públicamente. Me re­sisto a la idea de la celebri­dad, me resulta espantosa.

¿Sigue sosteniendo que podría llegar a ser un gran actor?
Creo que ahora sería mu­cho mejor actor que cuan­do participaba en obras en la universidad. De joven era histriónico, movía de­masiado los brazos y solo funcionaba en registros cómicos. Cuando asistía a los ensayos y a las representa­ciones de la adaptación de Los hijos de la medianoche que llevó a cabo la Royal Shakespeare Company, aprendí que el secreto está en actuar menos, en plantarte ahí y limitarte a leer tus líneas. Si conoces a fondo tu personaje, solo debes contenerte. A mayor confianza, menor actuación. Quizás tenga que ver con madurar, pero el caso es que uno aprende que lo más poderoso es la quietud, la cual potencia una barbaridad tu presencia. Fíjate si no en Gary Cooper, James Stewart o Cary Grant.

¿Qué lo priva de trabajar en el cine?
Supone una tentación constante, pero creo que los escritores no pintamos un pimiento en ese mundo, no se valora nuestro trabajo. Solo funciona cuando hay un entendimiento y un diálogo máximos como los que alcanzaron los tándems formados por Hanif Kureishi y Stephen Frears, o Paul Auster y Wayne Wang. No quiero ser un sirviente.

¿Su mejor novela está todavía por llegar?
Eso espero. El tiempo lo dirá, pero no me cabe duda de que aún tengo mucho por escribir, hay una fila de libros pendientes de que les preste atención. Ideas no me faltan.

Lo fusilamos de: revista Qué Leer, año 10, n° 5, diciembre de 2005, pp. 76-79.

Comentarios

Javier Moreno ha dicho que…
Coincidencialmente, o no tanto, leo The Satanic Verses ahora mismo.

Me encanta.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Claro, Javier, he visto varios fragmentos muy carnosos en su Elefante Azul. Ese "Me encanta" es contundente. ¿Le habrá llegado la hora a Rushdie? Pero, y... ¿Canetti? ¿Y la Historia secreta de Costaguana? ¿Y la relectura de Sin remedio? ¿Y Vida y destino, en el que avanzo despacio y como pedaleando en subida? Ay, adorado tormento las lecturas pendientes.
Johan Bush Walls ha dicho que…
Creo que es de esos autores que, por las circunstancias, su historia personal resulta mucho más interesante que su obra.

Quizá Los versos satánicos sea mejor en la versión original, pero la que leí, hace mucho tiempo, era sosa, lenta. Habrá que darle otra oportunidad el tipo.

Salú pue.
Carlos Augusto Jaramillo ha dicho que…
Querido Camilo: no te preocupés por los libros que faltan, preocupate más bien cuando no haya. Como cualquier otra adicción, la de la literatura agarra y causa dependencia. La diferencia está en que los libros abundan más, o están más disponibles, que el basuco, el trago y otras delicias. Así que la situación del adicto a los libros es distinta de la de otros: en lugar de sufrir por la escasez, se angustia por la abundancia. Mirate este fragmento de “La maleta de mi padre” de Pamuk:
“La literatura me es tan necesaria como una medicina. Y esa misma literatura que cada día debo “tomar” a cucharadas o inyectándomela, necesita tener ciertas características y un “punto” significativo, como les ocurre a los drogadictos.
En primer lugar, la “medicina” tiene que ser buena. Y por “buena” entiendo auténtica y potente. Un fragmento de novela que me convenza, compacto, intenso y profundo, me hace más feliz que cualquier otra cosa y me une a la vida…
Voy a describirles lo que siento si ese día no he podido escribir bien o si, como consuelo, no he podido perderme en un buen libro. En muy poco tiempo, el mundo se convierte ante mis ojos en un lugar insoportable, repugnante; los que me conocen se dan cuenta de inmediato de que empiezo a parecerme a ese mundo”.
Y como nos recuerda el Dr. Calle que decía Fernando Roldán: “Yo no le pido a Dios comida ni dormida, sino hambre y sueño.” (Darío Jaramillo Agudelo, Historia de una pasión, El retal, 1999).
Anónimo ha dicho que…
Increible Rushdie, no deja de sorprenderte. Que no se te quede en los pendientes, hay mas, mucho mas que los Versos Satánicos.
Samuel Andrés Arias ha dicho que…
Muy bueno el comentario de Carlos A. y Pablo R.
Deberían escribirse un texticulo más extenso sobre "las lecturas pendientes" en Nos van a perdonar.
Esteban Dublín ha dicho que…
Agudo Rushdie.

Creo que no se puede decir mejor que como lo dicen Carlos A. y Pablo R.: con los libros, en lugar de la escacez, se angustia por la abundancia.

Un saludo y un abrazo, don Camilo.
Anónimo ha dicho que…
Bacana esa entrevista. Hace poco pensaba si podrá haber un puente entre Rushdie y ese otro hindue-inglés, Kipling. ¡Qué "indios" esos escritores, no...!
Anónimo ha dicho que…
Camilo, nos gustaría tenerte como reportero en la Agencia Pinocho.

http://agenciapinocho.blogspot.com

Microficción periodística.

R.
Jose F ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Jose F ha dicho que…
Ayer le pedí a mi asistente que llenara mi estilógrafo; cuando alguien le averiguó qué hacía con esa jeringa, respondió: “aquí poniéndole tinta al jefe.”
Eso somos, queridos Camilo y Pablo R.
Anónimo ha dicho que…
A Rushdie le he perdido la pista desafortunadamente, toca retomarlo a la primera oportunidad. Hijos de la Medianoche es una obra colorida, vertiginosa, la influencia de GGM es positiva en la medida en que no acude a trucos baratos para realzar la magia india. Verguenza es más sobria, con un lenguaje más contenido y elegante, no excenta de un humor color hulla, negrísimo y brillantísimo.
yacasinosoynadie ha dicho que…
otra deuda con la literatura...
Ángela Cuartas ha dicho que…
Sólo he leído "Harún y el Mar de las Historias". Me gustó.
Aunque a veces los textos que hablan con cierta gravedad del oficio de contar cuentos son aburridos, esta novelita me pareció entretenida.
Anónimo ha dicho que…
Buena fusilación :)