Publicado originalmente en: El Librero, año 2 nº 13, septiembre de 2011, p. 42.
Solapa, contracarátula, contratapa, contracubierta, cuarta
de cubierta, cuarta de forros. Términos que quieren retener el mismo objeto:
esas palabras que comentan un libro desde la parte de atrás de la cubierta. Una
“forma literaria humilde y difícil”, dice un editor hábil en el arte de
componerlas, Roberto Calasso, en el prólogo a su libro Cien cartas a un desconocido (Anagrama, 2007). Las metáforas y
símiles para referirse a ese texto breve también cunden: “es el agujero de la
cerradura por el que se vislumbra el libro” (María Palomar en El Universal); “es la espalda de los
libros (que debe ser recta y fuerte)”, “mensaje en botella, voz poseída de
médium, nota de rescate” (Rodrigo Fresán en Radar
Libros). Y hay más.
Para los editores es prácticamente la única oportunidad que
tienen de justificar la elección de ese título en particular entre los tantos
que buscan su ingreso a la casa, de saludar a ese nuevo muchacho que entra al
catálogo. Es un espacio bendecido desde donde pueden animar una compra, dicen. Algunos
lectores habrán comentado en sus eternas conversaciones que eligieron equis
libro por el título, por el autor, por la ilustración de la carátula incluso.
¿Ha oído a alguno decir sin despeinarse “compré este libro por la
contracubierta”?
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El origen del texto de contracubierta, dice Calasso en el
libro citado, está en la epístola dedicatoria: “otro género literario,
florecido a partir del siglo XVI, en que el autor (o el impresor) se dirigía al
Príncipe que había dado su protección a la obra”. En la de El Príncipe vemos a Maquiavelo genuflexo: “siendo mi deseo ofrecer a Vuestra Magnificencia algún testimonio de mi
devoción a Vos, no he encontrado nada más estimado ni más querido que mis
conocimientos”. Este es el comienzo de la del Quijote, dirigida al duque de Béjar: “En fe del buen acogimiento y
honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan
inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se
abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia”. La de Vicente Espinel al V duque de Alba
es un poema hermoso: “… sólo te ofrezco de mi pobre seso/ una simplicidad y una
llaneza/ entre pastores de sustancia y peso…”. El destinatario de esas epístolas
crece en tamaño y dignidad: quienquiera que sea siempre es “dignísimo”, “sombra
amiguísima”, “generosísimo”, “clarísimo varón”.
Los primeros libros que
salieron de las imprentas en el siglo XV carecían de portada. Buscaban imitar
los manuscritos que se empeñaban en transcribir una y otra vez, una y otra vez
los monjes copistas de la Edad Media. Los primeros incunables ni siquiera
tenían un título claro al comienzo: en el íncipit, unas breves palabras antes
del texto, se comentaba el asunto que se iba a tratar, y unas veces sí otras
veces no incluían el nombre del autor. Para mayores señas, los lectores debían
ir al colofón, esas palabras finales que sí han estado desde el origen de los
tiempos del libro. “Efectivamente, en este lugar del volumen se acostumbró
desde muy pronto a declarar el lugar de la impresión, el nombre del tipógrafo y
con frecuencia también el título exacto de la obra y el nombre de su autor”,
dicen Lucien Febvre y Henri-Jean Martin en ese monumento que es La aparición del libro (Unión
Tipográfica Editorial Hispano-Americana, 1962).
Desde los orígenes de los impresos, pues, a los libros se
los ha reducido por los extremos. Se les rodea. El lector se prepara para
caminar por territorio desconocido; lo acompañan, a veces, algunas señas de ese
lugar, recogidas de amigos que ya han transitado por allí: el voz a voz. En
ocasiones ese lector ha consultado mapas del territorio desconocido: ha leído
alguna reseña. Pero en la librería o en la biblioteca el lector ha hecho desde
siempre los mismos movimientos con ese objeto que lo inquieta: primero revisa
el frente, después estudia la retaguardia.
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El título es pretencioso: Marketing editorial: la guía (Libraria-Fondo de Cultura Económica,
2003). En el capítulo 10 su autor, David Cole, aporta ocho recomendaciones para
escribir textos promocionales efectivos. La primera está dictada por
Perogrullo: “sea claro”. Pero nosotros, en los textos de contracubierta de
nuestros libros nacionales, leemos cosas como esta: “Estas historias, trátese
de hombres o de objetos, han sido rescatadas del naufragio de los usos y abusos
en las aceras de Medellín y una de ellas en Montería”. Pero nosotros, en los
textos de contracubierta de nuestros libros nacionales, leemos cosas como esta:
“el narrador […] pelea con su bagaje de ‘sudaca resentido’ y con un
imponderable dominio y capacidad de asombro hacia nuestra lengua. Con estos
relatos las historias de otros colombianos, mexicanos, peruanos, argentinos y
demás perseguidores del sueño americano dejan de ser literatura catalogable que
a fuerza de sufrimiento ambiciona escribirse”. Pero nosotros, etcétera, leemos
cosas como esta: “un astronauta cosmopoético que nos lleva en un viaje desde
las moléculas hasta la luna y nos devuelve iluminados”.
Qué olvidado que está ese librito sabio de Martín Alonso, Ciencia del lenguaje y arte del estilo
(Aguilar, 1967). Bastaría que los redactores de contracubiertas tuvieran en
frente, siempre, una sola de sus sentencias: “Entre dos explicaciones, elige la
más clara; entre dos formas, la elemental; entre dos palabras, la más breve”.
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¿Quién escribe las contracubiertas? Editores afanados. Correctores
de estilo. O el autor: en el Manual del
autor de Editorial Trillas leemos: “Puesto
que el autor es la persona que más conoce su obra, su participación nos ayudará
a conducir acertadamente la labor publicitaria respectiva”. Y no es el
único caso. ¿Qué decir? Error: para el autor su obra es el novamás de la
perfección. Y así, encontramos contracubiertas con la misma frase dicha de cien
maneras distintas. Todas las obras son únicas, todas revolucionan la literatura
contemporánea –en las contracubiertas se usa mucho la palabra contemporáneo–. ¿Cuántas veces ha leído
en una solapa la frase “esta obra atrapa al lector desde sus primeras líneas”? ¿O
“en esta obra el protagonista es el lenguaje”? En un libro de poesía de una
editorial cubana leemos: “[Aquí el título] nos comunica, en un tono siempre
grave y sentencioso, reflexiones de hondo calado existencial”. En otro libro del
mismo género y la misma colección: “[Aquí el título] nos dibuja, desde el
sólido discurso de su poesía, arriesgada y vital, la valía existencial del hombre”.
La fórmula del redactor está clara.
Últimamente se ha dado en invitar a un autor de renombre
para que escriba un comentario sobre el libro, para ponerlo en la
contracubierta. Pierde así ese carácter anónimo que siempre tuvo: por el título
responde el autor, por la cubierta el diseñador, por el libro todo la
editorial, pero nadie respondía por ese texto que habla al lector desde el
cuarto de atrás. Compuesta por un autor con oficio la contracubierta gana, en
ocasiones, claridad y sustancia.
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“Venda el beneficio” es un lugar común que conocen bien los
publicistas y que menciona David Cole en Marketing
editorial: la guía, citado arriba. ¿Qué ventaja le va a dar al consumidor
ese producto? Identifíquela y destáquela. Fácil: “Con la dieta que el doctor
Smith describe en este libro usted bajará diez kilos en tres semanas, sin
ejercicios y sin pasar hambre”. Pero la cosa se complica: ¿cuáles son los beneficios de esta novela? Una trama
envolvente, una apuesta por el lenguaje, una estructura novedosa... Pero
¿cuántas novelas presentan estos beneficios?
¿Cuántas colecciones de ensayo no intentan –ojo– dilucidar el mundo –ojo– contemporáneo?
Los redactores de contracubiertas tienen interiorizado el beneficio, pero
siempre apelan a la misma docena de frases.
En su último libro, Oficio
editor (El Aleph, 2011), Mario Muchnik apenas esboza su comercio con las
contracubiertas de las editoriales que ha tenido o manejado en su larga vida de
editor. “Las solapas y la contracubierta suelen tener una función vendedora,
hablando del tema tratado, de las otras obras del autor y dando algunos datos
biográficos. ¡Pero cuidado con las exageraciones!”. A continuación hace un
bonito juego: compone un Frankestein de contraportada típico con frases tomadas
de libros publicados en España en los últimos treinta años: “Por su trama
férrea y unitaria, por su lenguaje de rara precisión (lenguaje riquísimo, único
en su género entre nosotros), por su explosión de humor y de nostalgia
expiatorias, por su ritmo estimulante y variado, puede decirse que este libro,
presidido por la unidad de lo fragmentario, es uno de los títulos más
personales y atractivos de la novela española contemporánea”.
En la revista Luke
(mayo de 2006) José Morella había hecho un ejercicio similar, aunque sin
integrar las frases en un solo monigote: “escojo los libros que estoy leyendo ahora
y alguno de los que he leído en las últimas semanas: ‘Una novela directa como
un knock out, que transforma la palabra en ritmo puro’; ‘apasionante novela que
consigue una narración ágil y deslumbrante’; ‘sensualidad que plasma la belleza
de la vida’; ‘poesía próxima al surrealismo, entreverada de sutil erotismo,
humor terso y melancólico y memorable música verbal’ ”. Haga el ejercicio, tome
algunos libros de su biblioteca y mire las contraportadas.
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Puede que exista la solapa perfecta. ¿Alguien la ha visto?
Las de Acantilado, por poner un caso que no es único pero sí raro en el mundo
del libro en castellano, se acercan mucho a la solapa justa. ¿De eso se trata? Habrá
que conformarse con evitarle al lector decepciones, como cuando uno ve el
tráiler de una película y en esos 45 segundos le anuncian una cinta llena de
giros envolventes, pero cuando va al cine los 89 minutos y 15 segundos
restantes son un coñazo. A eso se arriesga quien mira por el agujero de una
cerradura. Los inconvenientes de tomar la parte por el todo.
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El indómito Rafael Reig hace una comparación espeluznante en
una nota publicada en la revista Qué Leer
(octubre de 2004): “Por su contenido, su desvergüenza y sus características
formales, la solapa sólo puede compararse a la sección de Contactos o Relax del
periódico: piezas breves que atraen la atención del cliente para que se lleve
el libro a su domicilio u hotel”. Y sigue: “Un caballero no necesita que le
expliquen lo que es ‘francés completo’ o ‘beso negro’ ni lo que significa ‘una
obra exigente y sin concesiones’; es decir, una novela aburrida, un tostón que
cuesta trabajo leer, pero que luego se puede presumir de haber leído”.
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Por cada libro leído se habrán revisado al menos una docena
de contracubiertas. Un tipo puede pasar por lector a punta de leer
contracubiertas: ahora las conversaciones de los hombres de letras no se
detienen en la figura original, en el adjetivo majestuoso, en el arte de la
prosa. Bastan un par de datos del autor y generalidades de la trama para pasar
por “culto”. El mexicano Gabriel Zaid viene insistiendo en ello desde hace
décadas. ¿Entonces eso es? ¿Para eso sirven las contracubiertas? También. ¿Son
un argumento determinante para comprar ese libro del cual ya nos han hablado,
sobre el cual ya hemos leído reseñas? Esa utilidad no la veo tan clara, aunque
los editores en general se empeñen en verla como tal. ¿Deberían abolirse? En
ciertos casos, sí. Los libros de poesía de Pre-Textos y otras editoriales finas
no las llevan. ¿Qué queremos saber de un libro de poesía que el propio poeta no
lo diga con sus versos? Llamemos al poeta José Hierro: “Cuando no tengo nada
que decir, no lo digo; y cuando tengo algo que decir y no sé cómo decirlo,
tampoco lo digo”.
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Sigue siendo la contracarátula, solapa, cuarta de forros,
etcétera, un ornitorrinco. Mamífero, ave y reptil. Texto promocional, estrategia
para lectores sin tiempo, resumen, interpretación abusiva, palabrería, breve
ensayo iluminador. La justa sería la que pretenda presentar sin mentir, elogiar
sin aburrir, describir con elegancia y economía. Esa solapa justa permitía
repetir el intercambio breve que imagina Gabriel Zaid en El secreto de la fama (DeBolsillo, 2010):
“–¿Lo leíste?
–No personalmente”.
Fotografía de la biblioteca de Karl Lagerfeld tomada de Bookshelf Porn.
Comentarios
Aquí te dejo otra perspectiva, en un relato:
https://lomioesamateur.wordpress.com/mas-ficciones/%c2%bf-y-ahora/
saludos,
APG
Carlos: Para mí no deberían existir normas fijas, hojas de estilo para las contratapas. Algunos libros las merecen, otros no. Lo deseable es que si las llevan, que sean claras y digan algo significativo.
Sebastián: Gracias por la calurosa bienvenida. No he estado muy de acuerdo con esa costumbre. Casos he visto que la cita está absolutamente fuera de contexto, y en ocasiones dice lo contrario a lo que aparece allí (los ejemplos se me escapan ahora, pero puede hacer usted el ejercicio y encuentra seguro fácil lo que le quiero exponer). Por otro lado, una palabra entre signos de exclamación no describe para mí un libro. Si el volumen es "¡Hilarante!", quiero descubrirlo por mí mismo, no que me lo diga un crítico, que generalmente tienen un extravagante sentido del humor. Incluso si la exclamación viene firmada por un gran autor: que John Updike diga "Iluminador" no me dice más del libro, o en todo caso quisiera descrubirlo yo mismo.
Hay óxido y aburrimiento.
Me gusta que vuelva, esperemos que esta vez, menos lambón.
Lo mismo sucede con las frases que promocionan las películas.
Lo cierto es que nadie pondría una frase fea para promocionar un producto.
Una vez me pidieron permiso para tomar de una de mis reseñas de cine una frase que pondrían en la publicidad de una película. Al final de la reseña yo escribí: Una película que merece ser vista en pantalla grande. Esa fue la frase que escogió el distribuidor.
Camilo, gracias por el aviso, y que bueno volver a leerlo por acá.
Saludos
Bueno, mentira, la plantilla existe en todos los libros anteriores. De pronto el problema es que los editores nos estamos relacionando poco con lo que editamos. De pronto.
Linda entrada.