Cuando nació su primer hijo, Jonathan Safran Foer (Washington DC,
1977) se hizo unas cuantas preguntas. ¿Qué tipo de comida llegaría a su mesa y,
en últimas, a su organismo? ¿De dónde viene esa comida? ¿Qué pasa con esa
comida antes de comprarla? Pronto fue ampliando el tema con otras
preguntas: ¿Por qué comemos carne? ¿Por qué más de la mitad de los americanos
comen pavo el Día de Acción de Gracias? ¿Por qué vaca, pescado, y no caballo o
perro? ¿Quién escribe la información de la tabla de valores alimenticios
impresa en todas las etiquetas? ¿Quién regula lo que comemos? El universo del
autor es Estados Unidos, pero es posible aplicar lo que señala en el resto del
mundo: por más que moleste, la potencia marca las tendencias.
Después de dos novelas exitosas y
tremendamente bien escritas –Todo está
iluminado (2003) y Tan fuerte, tan
cerca (2005), recientemente llevada al cine—, Safran Foer se dedicó a investigar sobre la carne que comía
su familia y prácticamente la totalidad de los habitantes de Estados Unidos. Le
tomó tres años revisar los suficientes documentos; viajar por el país; intentar
visitar granjas industriales de aves, cerdos y terneros; conversar con personas
de la industria de alimentos y con activistas en contra de ella; conocer los
emprendimientos de los granjeros independientes, cada vez más pocos, cada vez
más apretados. Desangrados, cabría decir, que apenas tienen un uno por ciento (1%)
de la participación en el mercado de la carne. Luego compartió el resultado en
este libro, publicado originalmente
en Estados Unidos en 2009.
Sus cartas están claras desde el
principio: es vegetariano. Quiere que su hijo lo sea: “la mía no es una
posición complicada. Ni es un argumento velado en defensa del vegetarianismo.
Es un argumento en pro del vegetarianismo, pero también en pro de otro tipo de
ganadería más sensata y en pro de omnívoros más honorables” (p. 301).
Todos lo sabemos: en los
mataderos hay dolor, hay crueldad. No nos lo muestran, y la mayoría preferimos no
solo no buscar, sino que miramos para otro lado. Pues bien, parece que es el
momento de mirar cómo están haciendo las cosas los encargados de alimentar al
mundo. En Colombia y otros países de la región la ganadería conserva todavía
algún contacto con las prácticas tradicionales de cuidado y sacrificio de los
animales. Pero las fábricas de huevos y pollos ya están bien establecidas, y no
hay por qué creer que la tendencia va a detenerse o, menos aún, reversar. (En
Estados Unidos la producción industrial de carne comenzó en las granjas
avícolas.) Pero la decisión del autor de comer nada más que verduras no obedece
solo a la crueldad que se inflige a los animales en los mataderos: las granjas
industriales contaminan más el ambiente que el transporte, y no pasa un día en
que las noticias no registren un daño en la salud de personas aisladas o de
grupos debido a lo que comen.
Pareciera un alegato a favor de
una causa que se sobreentiende justa, expresada de la manera más higiénica
posible. Esto es, un libro políticamente correcto. Nada de eso. En este libro el
autor se viste de negro y se mete ilegalmente en una granja avícola en medio de
la noche, y durante la aventura le surgen otras preguntas perspicaces, entre
ellas, por qué los granjeros se aseguran de cerrar con llave la puerta de sus
galpones. Cuando logra entrar a uno comprendemos esas razones, y no las voy a
enumerar aquí porque esto es una reseña, no un catálogo de ignominias. También en el libro conocemos los testimonios de trabajadores de
mataderos, grupo compuesto sobre todo por inmigrantes ilegales, con una
rotación de personal que alcanza el 150 por ciento anual y con la mayor
incidencia en accidentes laborales: 27 por ciento cada año. Los empleados
sufren abusos, y –tan simple y tan cruel como suena— se desquitan con los
animales. “Aquí no hay lugar para bromas ni para mirar hacia otro lado. Digamos
lo que hay que decir: los animales son desangrados, despellejados y
descuartizados estando conscientes. Sucede constantemente y tanto la industria
como el gobierno lo saben” (p. 284).
Todos hemos oído los mitos sobre
gallinas a las que les cortan los picos y les ayudan a crecer en poco tiempo a
punta de medicamentos; de los cerdos que no se pueden mover o ni siquiera parar
de lo grandes y gordos que están; de las toneladas de antibióticos que les dan
a estos animales para que puedan llegar vivos al matadero, y de la salmonela y
otras bacterias que transmiten a pesar de –o debido a– esa cantidad de
medicamentos. Lo vimos en Food Inc.,
el documental de Robert Kenner, y en Fast Food Nation, la película de Richard Linklater, o al menos llegaron hasta la
casilla de correo electrónico fotos espeluznantes de animales maltratados en
una presentación de Power Point, si es que alguien todavía las abre. Pues bien,
esos mitos no son mitos, son verdad: con la ingeniería genética y de alimentos
las granjas industriales han modificado definitivamente los genes de los
animales. “De 1993 a 1995, el peso medio de las aves aumentó un 65 por ciento,
mientras que el tiempo que tardaban en llegar al mercado se rebajó en un 60 por
ciento y sus necesidades de comida en un 57 por ciento” (p. 136).
El libro comienza como una
memoria: la llegada de su hijo, las cenas de la infancia en casa de la abuela,
la historia de su perrita George. En
este movimiento inicial oímos ecos de Todo
está iluminado: la familia, las raíces, el contundente ancestro judío, las
grandes preguntas, la vida y la muerte. Pero pronto toma el aspecto de un
reportaje con aventura, datos duros, voces y cifras que van trazando un mapa de
la atrocidad. “Sentí vergüenza por vivir en una nación que goza de una
prosperidad sin precedentes, una nación que gasta menos en comida que ninguna
otra en la historia de la humanidad, pero que en nombre de los bajos costes
trata a los animales que come con una crueldad tan extrema que sería ilegal si
se le aplicara a un perro” (p. 55).
Después de leerlo algunos querrán
volverse vegetarianos, y al parecer así ha sucedido con bastantes lectores,
incluidas algunas figuras públicas que han dado testimonio (Natalie Portman
dijo que el libro la animó a pasar de vegetariana a vegana: no voy a comentar
nada al respecto). Por lo menos, las preguntas que uno se hace cuando compra comida
van a cambiar. O si no se hacía preguntas, se las va a hacer. La lectura de Comer animales cambia algo de nuestra
vida –como dice la frase comercial de la carátula: en este caso no es publicidad engañosa ni una cita sacada de contexto–, y yo creo que para bien. Se
trata de tomar mejores decisiones, o al menos decisiones mejor informadas, en
algo tan esencial como lo que llevamos a la mesa, y en últimas a nuestro
organismo. Y encima de todo está muy bien escrito, es divertido y doloroso, es
cortés con la información y con el lector. J. M. Coetzee fue categórico: “es
tan convincente, que cualquiera que haya leído el libro de Foer y continúe
consumiendo los productos de la industria, o no tiene corazón o es impermeable
a la razón, o las dos cosas”.
Jonathan Safran Foer, Comer animales, Barcelona, Seix Barral,
2011, 430 páginas.
Una versión más extensa de esta reseña saldrá publicada en la revista Número 71, de próxima aparición.
Comentarios
El mundo necesita datos, no propaganda, por supuesto. ¿Qué tanto de lo que dice es cierto? ¿Qué tanto está validado con estudios fiables? ¿Qué implicaciones sociales o económicas hay que no deja ver el autor?
El que nos quiere vender una idea acudiendo a nuestra emocionalidad en lugar de convencernos con hechos, datos y evidencias siempre debe evocar nuestro escepticismo.
MARTÍN: efectivamente, uno se hace preguntas a la hora de mercar después de leer este libro. Y anima a buscar más información. Tan fuerte tan cerca no lo he leído ni vi la película. En cuano a Todo está iluminado, creo que puedo decir que me gustó mucho más la película que el libro.
Gracias por la recomendacion....aunque me da miedo leer el libro. Despues de ver Food Inc. no me quedaron ganas de nada, y en su lugar, ando lavandome el cerebro para no amargarme la existencia.