Foto de Oscar Pérez, El Espectador. |
Publicado originalmente en: revista Arcadia, abril de 2012.
El primer libro de Fernando Vallejo, Logoi, una gramática del lenguaje literario, está dedicado a Rufino
José Cuervo. Fue la primera señal de una devoción que ha crecido y se ha hecho más
pública con el tiempo. En 2007, durante el Festival Malpensante, Vallejo volvió
a declarar su deuda, o más bien su amor, por Cuervo: en el teatro del Gimnasio
Moderno leyó un ensayo caudaloso titulado “El lejano país de Rufino José
Cuervo”, donde por primera vez, al menos en público, lo declaraba santo: “esta noche,
aquí, en este liceo insigne y en uso de mis facultades plenas y de los
privilegios que me confirió el Concilio canonizo a Cuervo, el más noble y el
más bueno de los colombianos. A Rufino José Cuervo, que no odió, que no conoció
el rencor ni la envidia, que no ocupó puestos públicos ni tuvo hijos, que amó
como un iluso a este idioma y a esta patria lejana”. Al tiempo, hacía unas
cuantas preguntas sobre Rufino José y su sombra, Ángel Cuervo: “Murieron ambos
sin volver. ¿Extrañando a Colombia? Es lo que quisiera saber. ¿Pero cómo?”.
Vallejo insistió en la canonización de Cuervo en el discurso
que leyó en la Biblioteca Luis Ángel Arango el año pasado, “En el centenario de
la muerte de Rufino José Cuervo”, y agregó otras preguntas: “¿Y
quién trajo de París a Bogotá tu biblioteca? ¿Y por qué dejaste el Diccionario
empezado?”.
Algunas de estas preguntas encuentran respuesta en su último
libro, El cuervo blanco, una
biografía de don Rufino José de casi cuatrocientas páginas, que se lee con deleite
y que sorprende por la abrumadora cantidad de datos y referencias. El escritor
antioqueño ya había demostrado temple de biógrafo inigualable con Barba Jacob el mensajero, donde
describió el recorrido de ambos, el biógrafo y el poeta de Santa Rosa de Osos, por
países, archivos, calles y salas de redacción de Centroamérica y el Caribe. Allí
detalla la vida del poeta, pero también describe la búsqueda de sus huellas.
Digamos, la biografía y la manera en que se va construyendo. El cuervo blanco también la compuso de
la misma manera, e incluso dice en algún párrafo cómo se hace una biografía.
En la página 134 de la
biografía de Cuervo puede leerse: “Para agarrar a un fantasma se procede así:
primero hay que determinar por dónde anduvo y cuándo. Luego pasa uno a
considerar lo que escribió y lo que leyó. Y finalmente empieza uno a oír el
arrastre de las cadenas, signo este de que va bien: o uno se está acercando al
fantasma, o el fantasma se está acercando a uno”. ¿Usted se acercó a Cuervo o
él se acercó a usted? ¿Cómo fue? ¿Cuándo supo que ese sonido era el de las
cadenas de Cuervo?
El fantasma fue el que se acercó a mí: de niño leí sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje
bogotano, un libro grueso color ladrillo que me esperaba desde hacía años
en la biblioteca de mi casa. Ese libro decidió mi vida. Y no porque me enseñara
a escribir, pues no era para eso, sino porque me enseñó a querer y a respetar
este idioma.
Cuervo pasó más de la
mitad de su vida en salas de lectura y bibliotecas. Veintinueve años, los mismos
que vivió en París, estuvo recluido en la propia, donde recibía pocas visitas.
Podría uno pensar que no es un personaje brillante, móvil, inquieto como, por
poner un ejemplo cercano a usted, Barba Jacob. ¿Qué retos plantea la biografía
de un personaje de este tipo? ¿Cómo se la planteó usted?
Yo soy capaz de escribirme la vida de una monja de clausura
y hacerla más interesante que la de un travesti que sale en las noches a
acuchillar senadores, representantes, diputados, concejales, alcaldes,
procuradores, contralores, fiscales, candidatos a la presidencia elegidos o por
elegir, y de paso a sus respetables madres.
El mensajero, Chapolas negras —su biografía de José Asunción Silva— y esta de Rufino José Cuervo
comparten una estructura nada común en el género: no están divididas en partes
o capítulos. En El cuervo blanco
encontré un asomo de explicación: “La división de un libro en partes, y estas
en capítulos, y estos en subcapítulos, y estos en parágrafos, parece que lo
hace muy claro, pero no hay tal: da simplemente una falsa idea de claridad”,
leo en la página 276. Pero no encontré sus razones. ¿Por qué esas
subdivisiones, que casi son canónicas del género biográfico, dan una falsa idea
de claridad?
Frente a la vida de su biografiado el biógrafo es como Dios
o casi, que lo sabe todo, o por lo menos todo lo que se puede llegar a saber.
No tiene necesariamente que empezar pues por el nacimiento de su santo puesto
que ya sabe cómo murió: puede empezar por la muerte. O por el entierro. O por
el olvido en que se hundió como nos hundiremos todos. Lo nuevo en las tres
biografías que he escrito está en que me di cuenta de que para el lector es tan
importante saber no sólo los hechos del biografiado sino junto con ellos cómo
los supo el biógrafo. Y en consecuencia las fuentes están incorporadas en mis
biografías. Esto que digo lo supe por una carta, esto otro por una noticia de
periódico, esto por un documento notarial, o porque fulanito de tal me lo contó
y ustedes verán si le creen o no le creen y si me creen o no me creen... Las
fuentes, por lo tanto, deben hacer parte del texto mismo de la biografía, y no
estar relegadas a una bibliografía puesta al final, que nadie lee ni está en
capacidad de consultar porque por lo general se trata de obras que no están al
alcance de todos, ni en unas notas a pie de página que lo único que hacen es
entorpecer el relato.
La correspondencia de
Cuervo fue copiosa y constante: ocupa veinte volúmenes, alrededor de mil cartas
escritas por él y mil setecientas recibidas. ¿Podemos pensar que la
correspondencia era para Cuervo una manera de pensar, de argumentar? ¿Una
especie de método de trabajo?
Me imagino que fuera simplemente una forma de sentirse menos
solo.
Sigamos con la
correspondencia. ¿Por dónde empezó usted la revisión? Y ¿qué le dijeron sobre
Rufino José Cuervo esas cartas?
Muchísimo. Fue un error suyo el no haberlas destruido: me
habría dejado a oscuras. O casi. El que se meta de ocioso a seguir la vida mía
en cambio se va a dar contra una pared muda y ciega porque yo no guardo nada y
lo que no rompo lo quemo. Sorpresitas sí se habría de llevar mi hagiógrafo, si
alcanzara a saber. Pero de lo mío el único que sabe es Dios, quien en su
Infinita Bondad calla.
En las Apuntaciones
críticas sobre el lenguaje bogotano, en
el Diccionario, en su correspondencia
con lingüistas de todo el mundo Cuervo intentó una suerte de descolonización
del castellano. Reclamó para el español de América autonomía, y en ese sentido
fue un crítico del establecimiento, al menos del idiomático. Por otro lado,
buscó siempre en sus escritos la perfección científica, de ahí las múltiples
ediciones, las correcciones de galeradas que parecían no tener fin. ¿Cómo se
explica esto en una personalidad tan conservadora, tan católica, como la de
Cuervo? ¿Cómo convivían en él el espíritu científico y el espíritu católico?
Cuervo pensaba que la Real Academia Española de la Lengua
debía ser la que rigiera este idioma, el árbitro. Yo pienso igual, pero
juntándole las otras veinte academias de la lengua, que se le fueron sumando,
una a una, a partir de la colombiana, la primera de las correspondientes en
fundarse. La fundó justamente Cuervo, con otros once, aunque él poco más
participó en ella pues poco después se fue del país para no volver.
Creo que desde antes,
cuando toma la decisión de irse a París a trabajar en su Diccionario y rechazar aquí el destino que le estaba
asignado como funcionario público, quizá incluso como presidente de la
república, hay ya una personalidad inconforme, en cierto sentido rebelde,
revolucionaria. ¿Logró encontrar usted las razones de Cuervo para rechazar ese
destino?
No una personalidad inconforme ni revolucionaria ni rebelde:
simplemente un hombre honorable. La presidencia de la República y los altos
cargos públicos son para bribones, hombres y mujeres, y las incluyo porque de
medio siglo para acá entraron en la vileza degradante de la política... Harto
mal ya hacían pariendo. Ahora quieren ser presidentas de la República. La
vagina presidenciable es lo más asqueroso que ha producido la evolución. Y si
no miren la porquería que les cupo en suerte a los pobres argentinos con su
nueva Evita...
Después de leer El
cuervo blanco uno puede concluir que,
para usted, Cuervo fue el más grande gramático del español, pero al mismo
tiempo fracasó estrepitosamente. ¿Por qué?
Sí, tenía el sentido de la gramática más asombroso. Nadie lo
ha tenido al grado que él, nunca, contando desde Panini en la India y Dionisio
de Tracia en Grecia; Varrón, Prisciano y Donato en Roma; y Nebrija en este
idioma, que aunque fue el primero de los nuestros fue tan poquita cosa... No
entendió nada de nada. Era un lambeculos de la reina Isabel, la que le entregó
la tea a Torquemada.
En su columna de El
Espectador, en julio del año pasado,
Julio César Londoño escribió una frase que me llamó la atención sobre el Diccionario
de construcción y régimen de Cuervo: “El que llega al Diccionario con una duda, sale con veinte”. ¿Comparte usted esta afirmación? ¿A quién
está dirigido el delirante Diccionario
de Cuervo? ¿Para qué sirve?
Para lo que sirven las obras de arte: para admirarse. Es el
intento de un hombre por apresar un río, el río torrentoso de este idioma.
¿Quién dijo que el Diccionario de
Cuervo era para resolver dudas? ¿Cuándo se ha visto, por ejemplo, que un
tratado de teología sirva para los que no creen en Dios? Le mando a decir al
señor Londoño que está orinando fuera del tarro, que apunte bien.
Hay un pasaje de su
biografía de Cuervo sobre la que quiero llamar la atención de los lectores de
esta entrevista. Es cuando usted comenta el diccionario, lo explica al lector,
lo compara con el de la Academia, comenta sus usos y alcances. Creo (y quiero)
que después de leer este pasaje algunos curiosos se van a acercar al Diccionario
de construcción y régimen sin tantas
prevenciones por su tamaño o por los mitos que lo señalan como obra imposible.
Se le ve muy cómodo a usted comentando diccionarios, comparando, detallando.
Mostrando la belleza de estas obras cada vez más en desuso. ¿Para qué sirven
los diccionarios? ¿Por qué son bellos? ¿Por qué lo embrujó a usted el de
Cuervo?
Ah, me gasté cuatrocientas páginas diciéndolo. En un mísero
parrafito ¡qué voy a poder!
Al comienzo de esta
entrevista mencionábamos unas preguntas que usted se hacía en los discursos que
leyó aquí en Colombia sobre Cuervo, y que algunas habían encontrado respuesta
en El cuervo blanco. ¿Cuáles otras
preguntas se abrieron después de escribir esta hermosa biografía?, y ¿qué más
quisiera saber sobre Cuervo si tuviera esos quinientos años que pide allí mismo,
en el libro, para terminar el trabajo?
Todo cuanto quería saber de Cuervo lo averigüé. Jamás me
imaginé que llegara a saber tanto de él. ¿Y total para qué? Para llegar a lo
que me sospeché de niño: que era un santo. Pues bien, ya le pueden rezar: ¡en El cuervo blanco lo canonicé! ¡Juan Pablitos a mí! Ese viejito
polaco y malo de Wojtyla, el de la mano suelta, no tenía ni idea de
canonizaciones. Haciendo santos como buñuelos en una paila de manteca
hirviendo... O como nuestro paisano el señor Londoño: rociando con el hisopo de
agua bendita fuera del tiesto de la matica.
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