La leyenda dice que el domingo
10 de junio de 1971, antes del último suspiro, Coco Chanel dijo sus últimas
palabras a una camarera en el hotel Ritz, en París. Fueron “Mira, así es como
se muere”. Pues bien, la frase le queda perfecta a este libro. Así es como se
muere. De frente. Con resignación, pero también con humor. Con rabia y
compasión. Atendiendo a las señales de la enfermedad, usando las herramientas
más depuradas que se tengan, que en el caso de Christopher Hitchens —bien por
sus lectores— fueron la inteligencia y la mordacidad. (Cada quien deberá
encontrar sus propias herramientas: tiene toda la vida para hacerlo.)
Él mismo lo señala en la página
68 de este libro inmenso: “Antes de que me diagnosticaran un cáncer de esófago
hace año y medio, informé a mis lectores con cierta despreocupación de que
cuando afrontara la extinción quería estar totalmente conciente y despierto,
para ‘hacer’ la muerte en voz activa y no en voz pasiva. Y todavía intento
alimentar esa pequeña llama de curiosidad y desafío: dispuesto a seguir jugando
hasta el final y dispuesto a no ahorrarme nada de lo que corresponde al tiempo
de vida”.
En ocho capítulos breves el
autor va revisando paso a paso el desarrollo de la enfermedad, y las respuestas
que dieron su cuerpo y su mente a los síntomas y a los tratamientos. Narra, en
últimas, su viaje desde el país de los sanos hacia el país de la enfermedad (o
Villa Tumor, como también lo llama), una metáfora que recorre todo el libro:
“La palabra ‘metastásico’ fue la primera que me llamó la atención. El cuerpo
extraño había colonizado un poco del pulmón y bastante del nódulo linfático. Y
su base de operaciones original estaba situada —llevaba una buena temporada
allí— en el esófago. Mi padre había muerto, y muy deprisa, de cáncer de esófago.
Tenía setenta y nueve años. Yo tengo sesenta y uno. En cualquier tipo de
‘carrera’ que pueda ser la vida, me he convertido abruptamente en finalista”
(pp. 12-13).
Lo peor de la
gripa no es la fiebre, el dolor en las articulaciones, la asfixia, la tos
asquerosa, la congestión nasal. No: lo peor de la gripa es la rara capacidad
que tiene esa enfermedad de convertir en médicos a todas las personas con las
que nos encontramos. El jengibre, la cáscara de naranja, el ron, la miel, el
saúco… todo el mundo tiene un remedio infalible y todo el mundo está dándotelo
como si se lo estuvieras pidiendo (los entiendo: deben considerar el consejo no
pedido su buena acción del día). Pues bien, imagínense lo que sucede con una
enfermedad terminal. Aquí las recomendaciones van desde lo último de la
tecnología —criogenia incluida— hasta remedios caseros estrafalarios y dietas
extremas, pasando por las recomendaciones espirituales. Hitchens repasa los
tratamientos que ensayó, y algunos que le recomendaron y dejó de lado con
cortesía —otra vez, criogenia incluida—. Pero como era de esperar en él, se
sale de la ropa cuando habla sobre la oración y otros consuelos espirituales. El
ateo más famoso del mundo recibió miles de advertencias y recomendaciones
alrededor de la figura de Dios, incluso supo de la jornada mundial de oración por él que organizaron algunos fanáticos, y por supuesto oyó o leyó, en correos y
artículos de prensa, las palabras castigo y arrepentimiento muy cerca de su
nombre. Él desbarata todos estos empeños hasta llegar a la frase más depurada al respecto en todo el libro, quizá en
toda su obra sobre —contra— Dios y las religiones: “Si me convierto será porque
es preferible que muera un creyente a que lo haga un ateo” (p. 107).
“Morir con dignidad” es una
expresión que va tornándose vacía, o que no entendemos mucho los que todavía
estamos de este lado de la frontera, en el país de los sanos. Este libro
devuelve sentido a esa expresión, y lo hace de la mejor manera posible. Con
lucidez, con humor, con análisis, con contexto; en una palabra, con
inteligencia: “Probablemente es misericordioso que sea imposible describir el
dolor de memoria” (p. 78); “Mi principal consuelo en este año de vivir
muriéndome ha sido la presencia de amigos. Ya no puedo comer o beber por
placer, así que cuando se ofrecen a venir es solo por la bendita oportunidad de
hablar. Algunos de esos camaradas podrían llenar sin dificultad una sala de
clientes que pagarían ávidamente por oírlos: con esa clase de conversadores,
estar a su altura es ya un privilegio. Ahora al menos puedo escuchar gratis.
¿Pueden venir a verme? Sí, pero solo en cierto modo. Así que ahora cada día voy
a una sala de espera, y observo las espantosas noticias de Japón en la
televisión por cable (a menudo con subtítulos para sordos, solo por torturarme)
y espero impacientemente que disparen una alta dosis de protones en mi cuerpo a
dos tercios de la velocidad de la luz. ¿Qué espero? Si no una cura, al menos
una remisión. ¿Y qué quiero recuperar? En la hermosísima aposición de dos de
los términos más simples del idioma: la libertad de palabra” (p. 66). Es
devastador por momentos este libro. Pero también divertidísimo por momentos:
“El conocido modelo de las etapas de Elizabeth Kübler-Ross, según el cual uno
progresa de la negación a la ira y luego pasa de la negociación y la depresión
hasta la bendición final de la ‘aceptación’, no se ha aplicado mucho en mi caso
por el momento” (p. 13).
Contrario al principio que
inspira el género de la autoayuda, creo que los libros más útiles no son los que nos ayudan a vivir, sino los que nos enseñan a morir. Ni Osho ni Jodorowski ni
Coelho ni ningún otro de esos embusteros ha escrito un libro tan sabio y
contundente, tan útil, como Mortalidad. Así es como se muere.
Christopher Hitchens, Mortalidad, Barcelona, Debate, 2012.
Traducción de Daniel Gascón.
Comentarios
Carlos O.
En Facebook Miguel Manrique recomendó unas "Cartas a un joven disidente" que me llamó la atención.
Saludos.