Fusilado: Pierre Rabhi



Agricultor, filósofo, ecologista, un poco agitador, Pierre Rabhi nació en Argelia en 1938. A los veinte años emigró a París y en 1961 decidió retirarse de los afanes mundo y fundar una granja. Se convirtió así en un pionero de la agricultura ecológica, al desarrollar un método de gestión sensata de la tierra que permite vivir de ella en pequeña escala, sin acosarla ni agotarla. Buena parte del tiempo ahora lo dedica a contar su experiencia y a asesorar instituciones en estos temas, y sin quererlo se ha convertido también en un símbolo de movimientos que promueven la adopción voluntaria de una vida simple y en contacto con la tierra. Una suerte de Walden moderno.

La estupenda editorial española Errata Naturae publicó en marzo pasado el libro Hacia la sobriedad feliz, de donde fusilamos un fragmento. Esperemos que esta misma editorial u otras se animen a seguir publicando en español la obra de este pensador, a quien hay que pararle bolas.   


Hacia la sobriedad feliz (fragmento)

[…] ¿Y cómo olvidar al señor y a la señora Dubois y su pequeña granja en las Cevenas? Perdida en las alturas, colgaba en el flanco de un profundo valle en el que el rugido de la corriente, más que perturbar el silencio, le otorgaba toda su profundidad. Es invierno en este abrupto lugar, en el reino del castaño, en el que, como dicen los autóctonos, los perros se tienen que sentar para ladrar. El tiempo es como infinito aquí. La casa de los Dubois parece clavada a la roca. Pasé una temporada en este lugar para ayudar al señor Dubois con su trabajo: como intercambio, él me inició en la cestería. Todo era simple: calefacción y cocina energética de forma natural. Caída la noche, llegaban los vecinos, surgidos de las tinieblas de alrededor con un tronco bajo el brazo para contribuir al fuego y pasar la velada juntos, saborear las castañas asadas, conversar en torno a las llamas, intercambiar noticias y confeccionar objetos de paja de centeno, útiles para la vida diaria. Ya tarde, una vez se habían ido los invitados, cada uno volvía a su habitación glacial, calentaba la cama con un calentador y se deslizaba entre un colchón de lana bien equipado y un gran edredón de plumas, cuya opulencia y ligereza se conjugaban para ofrecer un confort innegable.

Ésta fue una de mis más bellas experiencias de sobriedad feliz en el corazón mismo de una nación que, con su “edad de oro del capitalismo”, exaltaba el consumo como un arte de existir, algo que el malestar de 1968 trataría de cuestionar. También recuerdo a los artesanos, que aún ejercían sus oficios con toda tranquilidad: los hermanos Ducros, del pueblo vecino a nuestra granja, toneleros y carpinteros herederos de una tradición secular que, equipados con nuevas máquinas, se habían convertido, entre tradición y modernidad, en ebanistas enamorados (para salvaguardar su honor) del trabajo bien hecho, capaces de realizar proezas gracias a su extraordinaria habilidad; pequeños talleres de mecánica en que los obreros parecían constituir una hermandad familiar, y tantos otros… Con la modernidad, la gran distribución, la industria pesada, la centralización, el transporte y las planificaciones tecnocráticas, orgullosas de su racionalidad, se han aliado para minar los fundamentos de un orden secular a escala humana, que reunía tantos talentos y ofrecía tan bellos espacios de creatividad. Todo ello en beneficio de un sistema monstruoso que nos dirige y nos digiere sin otra finalidad que la de servir a una plutocracia ciega, cruel y estúpida. Para algunas mentes es fácil, invocando el progreso, considerar nostálgicos estos comentarios. El callejón sin salida al que se dirige cada vez más el mundo contemporáneo nos obligará a rehabilitar un buen número de prácticas del pasado. También por eso hay que apresurarse a preservar todo lo que se encuentra aún en la escala del ser humano en nuestro planeta, antes de que acabe la era “petrolítica”.

Una sabiduría ancestral

Cuando trato de llegar a lo más profundo de la cuestión de la sobriedad, se despierta en mí la sensación que parece haber habitado en los primeros seres que proclamaban que nada les pertenecía. ¿Qué decir de esos pueblos que, a pesar de la abundancia, siguen siendo moderados? El pueblo sioux, al que le tengo un especial cariño sin saber muy bien por qué, durante las grandes cacerías de los abundantes (incluso sobreabundantes) búfalos no tomaba de ellos más que el número que le permitía vivir. Ninguna parte de los animales sacrificados debía ser dilapidada, todo malgasto estaba prohibido por la moral sagrada, pues se consideraba una ofensa a la naturaleza y a los principios que la animaban. Esta sobriedad en la abundancia es una lección de nobleza. Recordemos el magnífico discurso del indio Seattle dirigido al presidente de los Estados Unidos, que le proponía comprar el territorio de su pueblo. El mensaje decía: “Soy un salvaje y no conozco otra forma de vivir. He visto un millar de bisontes pudriéndose en la pradera, abandonados por el hombre blanco que los había matado desde un tren que pasaba”.

La casi totalidad de los primeros pueblos no mataba si no tenía una necesidad vital. En cuanto a hacerlo para divertirse, era algo inconcebible, ya que eso habría sido una profanación en el sentido estricto del término. Algo que ultrajaba gravemente las fuerzas de la vida y el espíritu inmanente que las gobierna. Entre rituales de gratitud y ceremonias de propiciación, el género humano, a pesar de todo, engendró a seres que fundaron un modo de existencia basado en la moderación. Al relacionarlos espiritualmente con el misterio de la vida, esta templanza les dio fuerza, legitimidad y ligereza. Por supuesto que aquí y allá se pueden encontrar prácticas que transgreden esta regla, pero son muy poco numerosas.

Sin embargo, hay muchos comportamientos que atestiguan la moderación, el respeto y la gratitud que daban hálito al espíritu de los ancestros, antes de que se impusiera una codicia sin límites respecto a las magníficas ofrendas de la vida. Imagino la sensación de libertad que debían tener esas gentes… Probablemente la que sentía Mohand, pequeño pastor, amigo de mi infancia, al que todo nuestro pueblo confiaba sus cabras y sus corderos, unidos temprano por la mañana en un solo rebaño. Caminaba por los senderos, con los pies desnudos en las sandalias de cuero bruto, un bastón cruzándole los hombros, una canción siempre en los labios, que se mezclaba con las órdenes que dirigía a los animales que balaban y escalaban la gran duna de arena y roca. Envidioso hasta el enfado, yo contemplaba la procesión que, por un instante, se desataba sobre el cielo azul antes de disiparse tras la montaña, dejándome solo con mi pena. Porque yo, yo debía dedicarme a la escuela, aprender a leer, escribir y contar, para convertirme en un erudito, como no dejaban de repetirme. Cuando caía el sol, el rebaño se perfilaba de nuevo sobre un cielo teñido de los rojos del crepúsculo y desvelaba como un pequeño torrente los flancos encallados de la montaña, recogida en el inmenso silencio que preparaba para la serenidad de la noche. Los animales se alegraban de llegar a sus establos y Mohand, con su misión cumplida, desaparecía por los callejones mientras yo debía consagrarme a mis deberes escolares. No sé qué fue de este amigo perfumado del olor salvaje de los pastores, de palabra parsimoniosa, cuerpo vigoroso y con la aguda mirada de los que escrutan el espacio… Nuestros caminos divergieron. Entre la tradición milenaria y la modernidad, no sé a cuál de nosotros favoreció la vida, pero una nostalgia tenaz y dolorosa me acompañó mucho tiempo a lo largo del camino de mi existencia… Muy a menudo, lamenté no haber sido un pastor libre en el desierto, ¿pero cómo descifrar lo que la vida espera de nosotros? Mektub, estaba escrito.

[…]

No he tratado, con todas estas historias, de despertar una suerte de nostalgia de un mundo pasado que habría alcanzado el ideal. He intentado explicar por qué lamento que este mundo no se haya tenido en cuenta ni se haya enriquecido con los valores positivos de la modernidad. Simplemente se ha abolido. Soy consciente de que hay que evitar magnificar el pasado o caer en el mito del “buen salvaje”. En cualquier lugar en que se encuentra el ser humano se encuentra también el tormento, con sus corolarios: violencias, celos, et . Las tradiciones esconden igualmente prácticas y comportamientos que nos pueden herir. Sin embargo, sería injusto, con este pretexto, no dar su justa resonancia a lo que, en el seno de la tradición, honra al ser humano y a los valores de los que el mundo siente una necesidad creciente.

Con la práctica general de la moderación, las culturas tradicionales probablemente han sido herederas de esta visión primera en la que el ser humano proclama su pertenencia a la vida en lugar de reivindicar ser su propietario. Las civilizaciones que se han construido sobre el almacenamiento, seguido de la revolución neolítica, casi siempre se han desviado de la moderación. Para darse unos cimientos, un poder, han instaurado una depredación extensiva y el “cada vez más”: más suelo para la agricultura y la ganadería, más madera para la arquitectura, más construcción naval, metalurgia, cerámica, carbón de madera, cal, más guerras, etc. Las extracciones de materias primas de los nuevos “civilizados” siempre han sido exorbitantes comparadas con las de los pueblos tradicionales. Así, de una utilización de las fuentes que tiene como objetivo satisfacer necesidades legítimas, ligadas a las necesidades indispensables de la existencia, hemos pasado a la pulsión irreprimible de poseer. ¿Hay que recordar que algunas civilizaciones, que hacen las delicias de los arqueólogos que descifran su memoria petrificada, se vieron sepultadas bajo la arena de los desiertos que ellas mismas crearon? Se puede decir que, con estos comportamientos, el principio del crecimiento económico en cierto modo acababa de nacer. Pasamos de un principio que ignora el malgasto, fundamento de la perennidad de los recursos, a un principio de agotamiento de dichos recursos y a su acaparamiento por parte de los más ávidos, en detrimento de un número considerable de sus semejantes: así nacía el principio de inequidad y desigualdad que hoy en día lamentamos. Las reglas de la moderación se ven reemplazadas por las de la avidez. A la tierra como lugar de vida sucede la tierra como yacimiento de recursos minerales, vegetales y animales, que pueden saquearse sin mesura, mientras que el contexto natural, es decir, el ecosistema planetario al completo nos invita más bien a regular nuestras necesidades, a una economía verdadera que esté al servicio de lo humano, que mantenga el respeto por lo vivo. Eso que hoy llamamos “economía” se ha transformado en el sutil arte de convertir la depredación en una ciencia cuya complejidad permite justificar el considerable espacio que se le otorga a lo superfluo, mientras que el modo de existencia tradicional parece ser una especie de optimización del arte de vivir juntos con simplicidad. Incluso en el seno de una naturaleza inhóspita, como los desiertos, tórridos o helados, la especie humana demuestra su capacidad para sacar partido de los recursos, por pobres que sean, que la naturaleza ofrece. Hay como un punto de equilibrio que muchas tribus del planeta han sabido alcanzar con su relación con la realidad viva. No se trata, una vez más, de magnificar estas culturas hasta el punto de ocultar lo que tienen de menos admirable, si bien los preceptos dictados por un determinado código moral, necesario al vivir juntos, servía para moderar las pulsiones negativas, y las autoridades carismáticas se encargaban de mantener la armonía en el seno del grupo. Con tranquilidad y levedad se puede siempre, en todo lugar y en todo tiempo, si se desea realmente, elaborar un arte de vivir. Pero, ¿podemos conseguirlo a pesar del peso de nuestro mundo, sobrecargado con tantas cosas superfluas? Seguramente el incierto porvenir nos inspirará las innovaciones necesarias para proseguir con nuestra historia.


Los fusilamos de: Pierre Rabhi, Hacia la sobriedad feliz, Madrid, Errata Naturae, 2013, pp. 77-83. Traducción de Marisa Morata Hurtado. 


La grandilocuencia casi nunca queda bien en la contracubierta de un libro. Pero en este caso, creo, es justa. La cito:

Éste es un libro escrito con la urgencia del manifiesto y la reflexividad del ensayo, con la cercanía sincera de las mejores autobiografías y con la distancia necesaria del pensamiento crítico. Es un libro escrito por un agricultor y filósofo autodidacta que se ha convertido en uno de los referentes del pensamiento más lúcido, consecuente y libre de nuestros difíciles y agitados tiempos. Un libro que huele a vida y a ideas, a palabras y a acción entremezcladas verdaderamente con la tierra. Durante su infancia en Argelia, Rabhi asiste a la vertiginosa transformación de una austeridad antigua —que dejaba espacio a la vida, el ocio y la sonrisa— en la desesperante miseria que impone el capital globalizado. A finales de los años cincuenta, durante su juventud como inmigrante en Francia, se ve forzado a aceptar una forma de aniquilación personal cuyo único objetivo es hacer que siga girando la maquinaria económica del crecimiento ilimitado, pero siempre en beneficio de unos pocos. Entonces toma la decisión, tanto vital como intelectual, magistralmente descrita en estas páginas, de abandonar la civilización sin raíces y la sociedad de consumo que se imponía ya con contundencia en aquellos años: abandonar ese camino de devastación individual, que sólo beneficia a una minoría privilegiada, para buscar otro camino posible, que demuestra perfectamente realizable. A través de las experiencias que a lo largo de las décadas sustentan este libro, y ante la emergencia provocada por la crisis actual, una evidencia se le impone a Pierre Rabhi: sólo la sabia y gozosa moderación de nuestras necesidades y deseos, casi todos ellos falsos o poco satisfactorios, permitirá romper con el orden antropófago de la «globalización», devolverle al mundo su ligereza y al hombre lo que es suyo: una vida feliz en esta tierra.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Ojalá todos los fusilamientos fueran como este...