Todos los días durante quince años, Anatole Broyard escribió
la reseña de un libro para el New York
Times. Descontando vacaciones, días festivos y demás eventualidades, eso
suma más de cuatro mil reseñas. La pregunta tonta es “¿los habrá leído todos
completos?”. La pregunta sensata es “¿cómo piensa un hombre que ha leído tantos
libros?”.
En 1989, con 69 años, le diagnosticaron un cáncer de
próstata, y murió catorce meses después, en octubre de 1990. Lo último que
escribió fueron los cinco ensayos recogidos en este libro por su esposa
Alexandra, todos alrededor de la enfermedad, la humanidad, la muerte, el estilo,
la medicina y los médicos: “Ebrio de enfermedad”, “Hacia una literatura de la
enfermedad”, “El paciente examina al médico”, “La literatura de la muerte” y
“Lo que dijo la cistoscopia”. Se incluyen también aquí unas notas tomadas de su
diario entre mayo y septiembre de 1990, un magnífico epílogo donde Alexandra
cuenta las circunstancias de la enfermedad de su esposo y de la escritura de
estos ensayos, y un prólogo de Oliver Sacks.
En ese prólogo el famoso neurólogo escribe: “Nunca he visto
ningún escrito sobre enfermedad que sea más directo, más franco: a nada se le
resta importancia, no se rehúye nada, nada se pasa por alto, no se da a nada un
trato sentimentaloide, ni se apiada gratuitamente de nada; nunca he visto
ningún escrito de estas características que sea al mismo tiempo más profundo,
más inteligente, más reflexivo, más resonante” (p. 14). No hay que creer en los
argumentos de autoridad aunque sean de Oliver Sacks, pero después de leer este
libro hay que darle la razón. Este libro es despiadado y brillante, aterrador y
tierno, contundente y sabio.
El título viene de la manera en que Broyard quiso asumir su enfermedad. Quiso vivirla a plenitud con entusiasmo, con franqueza. Quería
llegar a la muerte completamente vivo. “La amenaza de la muerte debería
hacernos más ingeniosos”, dice en algún punto, y en él se cumplió ese mandato.
Un ensayo como “El paciente examina al médico” debería ser
de obligatoria lectura en todas las facultades de medicina del mundo, porque se
trata, nada menos, que del retrato del médico apropiado que hace un hombre
tremendamente inteligente e ingenioso, educado y sensible (y a punto de morir).
“Tal como encarga unos análisis de sangre y un escáner de mi estructura ósea,
me gustaría que mi médico me escanease a mí, que me palpase el espíritu además
de la próstata”, dice (p. 74). “Para llegar a mi cuerpo, mi médico tiene que
llegar a mi carácter. Tiene que atravesar mi alma. No basta con que me
atraviese el ano. Ésa es la parte de atrás de mi personalidad” (p. 68).
El comienzo de este capítulo coincide con los primeros
síntomas, y desde ese temprano momento de su enfermedad y de su trato con
especialistas ya tiene claro el tipo de médico que necesita. Al primero que consulta lo descarta así: “Desde el primer
momento tuve una sensación negativa sobre ese médico. Era un hombre de aspecto
tan inofensivo que parecía no ser suficientemente intenso ni voluntarioso para
imponerse a algo poderoso y demoníaco como es la enfermedad. Era insulso,
afable, difuso, cortés allí donde la cortesía era irrelevante” (p. 62). No
busca un médico que mienta al paciente, tampoco “tiene por qué darle falsas
garantías. Él mismo, su presencia y su voluntad de llegar al paciente son la
garantía que necesita el enfermo. Tal como una madre acompaña a su hijo al
mundo, el médico ha de acompañar al paciente en su salida del mundo de los
sanos y en su ingreso en el purgatorio físico y mental que le está esperando,
sea el que sea” (p. 86). En este punto, el del camino, la salida de un
territorio para entrar a otro, Broyard coincide con otro crítico que escribió
in extremis un libro imprescindible: me refiero a Christopher Hitchens y Mortalidad.
También se encuentra en el libro, en ese capítulo y en otros
más, una especie de guía del tipo de compañía y amistad que busca un paciente
terminal, una suerte de manual de estilo para comportarse con enfermos graves.
“Despojados de su actitud lúdica y de su picardía, mis amigos parecen más
llanos, más hogareños, incluso más viejos. Es como si todos se hubiesen quedado
calvos de la noche a la mañana (p. 26). “Los
enfermos pueden acabar hartos de un amor que hay que comprar para la ocasión,
como las flores y los caramelos que se llevan al hospital. Esas flores huelen a
compasión, y tan solo los niños son capaces de comer tanto caramelo” (p. 72). E insiste en la necesidad de que el enfermo asuma un estilo para su enfermedad: “cualquier persona seriamente enferma ha de desarrollar un estilo propio de cara a su enfermedad. Creo que sólo si insiste uno en su estilo podrá salvarse del momento en que se desenamore de sí mismo cuando la enfermedad pretenda disminuirlo o desfigurarlo” (p. 49).
Así es la prosa que el lector va a encontrar en este
libro. Viva, vivaz, viril. Una prosa afirmativa, por momentos tosca,
pero a veces, cuando toca, tierna, profunda, compasiva. Por esa prosa y por la
inteligencia que despunta en cada página, para mí este es un libro esencial. Antes
de terminar, comparto algunas citas que anoté en mi cuaderno:
“Me han puesto en el vientre inyecciones de diecisiete
centímetros de largo, en donde noto que me cosquillea la metafísica” (p. 26).
“El cáncer es una buena cura contra la ironía” (27).
“La enfermedad es ante todo un drama que debiera ser posible
disfrutar a la vez que se padece” (28)
“La escritura es un contrapunto de mi enfermedad. Obliga al
cáncer a pasar por mi carácter antes de que pueda llegar a mí” (47)
“Estar enfermo es estar también psíquicamente trastornado”
(67).
“Para un médico típico, mi enfermedad es un incidente
rutinario que se encuentra en su ronda, mientras que para mí es la crisis de mi
vida. Me sentiría mejor si tuviese un médico que al menos percibiera esta
incongruencia” (72)
“Todos los hombres están enfermos, cada cual a su manera”
(73)
“Cuando pasaba por delante del pabellón psiquiátrico vi una
figura de barba gris que miraba por una ventana enrejada con la nostalgia que
sólo un demente puede sentir” (172)
“Iba bien vestida, aunque con veinte años de desfase” (161)
Anatole Broyard, Ebrio
de enfermedad, Segovia, Ediciones La Uña Rota, 2013. Traducción
(extraordinaria) de Miguel Martínez-Lage.
Comentarios
Acá el link de la conversación de Marianne Ponsford con Pascual Gaviria.
Link conversación
SAMUEL: no es coincidencia, el tema también me interesa mucho: qué piensa, cómo piensa alguien inteligente enfrentado a una situación tan dramática como una enfermedad terminal, o como la muerte próxima. Por aquí seguiremos hablando del tema. Bienvenido.