El pasado 4 de
diciembre presenté la más reciente novela de Rafael Baena en la librería
Luvina, en el centro de Bogotá. Tenía esta reseña escrita y lista para
publicarla por aquí en estos días cuando me sorprendió, como a muchos, la
noticia de la muerte de Rafael. Como el mejor homenaje que podemos hacerle a un escritor es leerlo, aquí está mi comentario sobre la novela, a manera de
invitación a leerla y a honrar la memoria de Rafael Baena, gran ser humano, gran
periodista, gran escritor.
Quien no conoce la historia está condenado a oír a Diana
Uribe. Está bien, no: es un chiste flojo a partir de la famosa frase de Santayana,
o de quien la haya dicho. Otra frase célebre y también cierta es que el único
compromiso que tenemos con la historia es reescribirla. Algo así hace Rafael
Baena con la historia de Colombia; y como dice la cintilla promocional de este
libro, escrita por Darío Jaramillo Agudelo, lo hace en forma de novelas de
aventuras.
Si nos atenemos a los infaltables del género aventuras tenemos que
estar de acuerdo con eso. En las novelas de Rafael Baena hay un héroe, acciones
trepidantes, cambios frecuentes de fortuna, viajes, intriga: todo lo que tiene
un relato de aventuras canónico.
La guerra perdida del
indio Lorenzo está ambientada a comienzos del siglo XX en Panamá, cuando
Panamá era un departamento de Colombia. Su narrador y protagonista es Vicente
Orduz, veterano de las guerras de independencia de Cuba y de la llamada Guerra
de los Mil Días en Colombia. La novela es una carta extensa que Orduz escribe a
su sobrino, y que se queda sin enviar justamente por su extensión. Decepcionado
por la falta de carácter de sus generales durante la batalla de Palonegro,
perseguido por vencedores y vencidos, sin poder acercarse a la hacienda
familiar en Santander, Orduz termina en Panamá intentando armar los pedazos en
que ha quedado convertida su vida. Pronto le puede el llamado de la batalla al
lado del ejército liberal que se organiza en el istmo para combatir al régimen
conservador cómodamente instalado en Bogotá, un centro que aparece a los panameños lejano e
indolente.
Allí combate al lado de Valeriano Lorenzo, un indio
proclamado general “en virtud de la voluntad del pueblo” (p. 72). Orduz tiene
una idea fija: instalar en el ejército insurgente un batallón de caballería
ligera que entre al combate esporádica y rápidamente, con ataques quirúrgicos a
las líneas enemigas. El objetivo de Lorenzo es encontrar un lugar para su gente
en los acuerdos de paz que se firmen con el gobierno conservador. Por el papel de Orduz como estafeta cercano a la cúpula, tenemos oportunidad de asistir a
su lado a la manera en que se planea la toma de Colón y el sitio a la ciudad de
Panamá. Pasan frente a nuestros ojos y nos llevamos a los sueños unos combates
vívidos, pequeñas victorias y derrotas espantosas. Baena es un guionista nato,
y sabe que el poder de la literatura está en mostrar y no decir. En esta
novela, como en todas las otras del autor, hay imágenes poderosas de acción, de
la estrategia militar, de las batallas que libran sus personajes. Justamente las batallas que fueron
armando poco a poco lo que es la Colombia de hoy.
Y cuando digo lo anterior no sólo me refiero al territorio:
también el alma nacional fue construyéndose en esas guerras sucesivas, en esos
años cuando todo estaba bullendo en esta esquina de América del sur. En el
siglo XIX y primeros años del XX fue configurándose una suerte de espíritu
nacional, y lo que se ve da un poco de vergüenza: un alma blandengue,
acomodada, incapaz de grandes sacrificios por un bien mayor y colectivo.
Colombia es un país que no ha tenido un gran proyecto conjunto como nación, y
por eso a la hora de las verdades cada uno tira para su costal. En una carta al
general Belisario Porras, Victoriano Lorenzo menciona “las intrigas de ciertos
personajes que anteponen sus intereses mezquinos a los principios de la causa
rebelde” (p. 110). Orduz “no tenía ninguna duda de que los gestos de galantería
entre los generales [que se carteaban con gran pompa en medio de la batalla]
encubrían el contubernio de los miembros de una oligarquía cuyos miembros
guerreaban en público y se abrazaban en privado antes de repartirse el botín”
(p. 170).
En últimas, Colombia no perdió Panamá porque el gobierno
central haya salido derrotado en la guerra con el ejército insurgente liberal,
o con los gringos. La perdió por su falta de carácter: “Me alegra que se haya
perdido Panamá” escribe Orduz hacia el final de su carta, “y me alegra que no
nos hayan indemnizado de manera proporcional al perjuicio recibido. A ver si
así aprendemos de una vez a valorar lo que somos y lo que tenemos. Nos
merecemos ese castigo por ser tan retóricos, por cobardes, por no haber estado
a la altura de las circunstancias cuando el país más lo necesitaba, por ser tan
brutos. En suma, por ser tan colombianos” (p. 221).
Viendo el manejo político y militar que se le ha dado al
conflicto con las guerrillas, tanto entonces como ahora, los compromisos que se
van asumiendo —y que sucesivamente se van desacatando—, viendo la torpeza con
que el centro ve a la periferia y las reacciones de uno y otra frente a esta situación, es posible afirmar que cualquier parecido de esta novela con la actualidad no es mera
casualidad, es que no conocemos la historia nacional. Y ya sabemos lo que pasa
después.
Rafael Baena, La
guerra perdida del indio Lorenzo, Bogotá Alfaguara, 2015.
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