Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh



Este libro condensa en muchos de sus párrafos y en todos sus capítulos dilemas éticos de la mayor importancia para el ser humano, así como perspectivas filosóficas frente a la vida y la muerte, reflexiones sobre la medicina y la vocación, la familia, el dolor y la esperanza. El doctor Marsh expone su brillante carrera sin esquivar sus errores, algo que no suelen hacer los médicos, mucho menos los de especialidades sofisticadas como la cardiología o la neurocirugía, que es la del doctor Henry Marsh. 

Cada capítulo nos revuelca todas las emociones posibles, tal como puede hacerlo cualquier episodio de una serie televisiva contemporánea sobre médicos y hospitales —o sobre cualquier otra cosa: ya es un lugar común decir que lo mejor de la dramaturgia se está escribiendo ahora para televisión—. Pero en este caso el revolcón emocional es mejor, más intenso, porque el autor va más al fondo, porque sabemos que es real, y porque estas memorias son el examen de conciencia y el acto de contrición de un escritor de primera: “ahora que me acerco al final de mi carrera, siento la creciente obligación de dar testimonio de las equivocaciones que he cometido en el pasado, con la esperanza de que mis discípulos aprendan a no repetirlas”, señala en la página 196.

Así, lo vemos ir y venir entre su casa y el hospital en bicicleta a lo largo del libro; lo vemos abrir todos los días el cerebro —¡el cerebro!— de dos o tres personas y hablar con los familiares de esas personas sobre las perspectivas o los resultados de esas operaciones; asistimos a sus discusiones y bromas con Gail, su secretaria, y a las reuniones cotidianas en la mañana con el equipo de Neurología de un gran hospital londinense. Y rondando siempre por ahí están la muerte, la discapacidad, el dolor. Este señor todos los días toma sobre la marcha decisiones que marcan la diferencia entre la vida y la muerte, o entre un organismo en la plenitud de sus funciones y uno con alguna discapacidad. Todos los días de su vida. Y en alguien con un poco de sensibilidad, eso pesa toneladas: “Empezar puntual, con todo donde debe estar, los paños quirúrgicos colocados de la manera exacta y el instrumental pulcramente dispuesto, es un método fundamental para calmar el pánico escénico quirúrgico”, leemos en la página 59. Y más adelante: “con cualquier cirugía, la cuestión consiste en un equilibrio de riesgos, tecnología sofisticada, experiencia y destreza… y un poco de suerte” (62).

Cada capítulo lleva por título el nombre de alguna enfermedad, malformación o accidente neurológico, y adentro encontramos, entre otras historias, la del caso que le da título al capítulo. Personas entre los 30 y los 40 años, en plena construcción de una carrera, una familia y una personalidad en el mundo, con hijos o padres o esposos, de pronto empiezan a sufrir fuertes dolores de cabeza, o problemas de habla, o de visión, y terminan en el consultorio del doctor Marsh. Niños o niñas que corretean en el patio del colegio de pronto están en su mesa de operaciones desangrándose. Personas que se ven convertidas en “historias clínicas, pues así se llaman esos relatos de catástrofes repentinas o tragedias terribles que se repiten todos los días, año tras año, como si el padecimiento humano no tuviera fin” (32-33).

El doctor Marsh viaja recurrentemente al pasado, a sus años de formación. Ahí radica parte de su sabiduría y de la tremenda compasión que despliega en estas memorias: no olvida nunca quién es, de dónde viene, qué ha aprendido. La compasión es su sabiduría: debería serlo en todos los médicos sin importar su especialidad. En el capítulo titulado “Leucotomía”, por ejemplo, comienza sentado en un pequeño cuarto que tienen los cirujanos al lado del quirófano, descansando entre operación y operación, mientras recuerda sus días como auxiliar de enfermería en la sala de psicogeriatría de un hospital: “Llegar al trabajo a las siete de la mañana para enfrentarse a una sala con veintiséis ancianos incontinentes postrados en la cama puede considerarse todo un aprendizaje, como también lo era lavarlos, afeitarlos, darles de comer, sentarlos en el orinal y sujetarlos con correas a la silla geriátrica. […] Aquel fue un trabajo deprimente y con pocas compensaciones, en el que aprendí mucho sobre las limitaciones de la generosidad humana, especialmente de la mía” (148).

Este es un libro que nos muestra, con el lujo que sólo dan los detalles bien dispuestos, momentos duros de la vida de personas que podríamos ser nosotros, nuestras parejas, nuestras hermanas, y lo hace con compasión y humildad, con viveza y gracia, con precisión e inteligencia. Es notable la manera en que logra que uno se divierta y entretenga en medio de historias tan difíciles. Eso sólo puede hacerlo alguien que sabe tocar las delicadas cuerdas de la prosa y la dramaturgia. Felizmente, es el caso del doctor Henry Marsh.




Henry Marsh, Ante todo no hagas daño, Barcelona, Salamandra, 2016. Traducción de Patricia Antón de Vez.

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