Gracias Seix Barral por reeditar este librito, y aprovecho para agradecerte la publicación de los diarios de Ribeyro (La tentación del fracaso) hace unos pocos años. Tengo que decir que me caías gorda por mercenaria, por hacer parte del grupo Planeta y porque le diste un premio gordo a Mario Mendoza con una novela tan floja, ridícula y predecible como Satanás. Pero bueno, hasta los ogros feos tienen su corazoncito.
Hace quince años buscaba qué leer en la biblioteca de la Universidad de Antioquia, cuando pasó por allí Oscar Montoya, poseso lector y editor de vieja escuela, y me señaló un breve volumen de cuentos de un oscuro para mí escritor peruano, diciéndome que leyera “La estación del diablo amarillo”. Cogí el librito y comencé más bien por un cuento más corto, “El profesor suplente”. Y desde esa tarde no he dejado de buscar, leer, releer y recomendar a mis alumnos a Julio Ramón Ribeyro.
Las Prosas apátridas las leí en grupo con los felpudos con los que fumaba marihuana en el Aeropuerto, la zona de tolerancia de la Universidad de Antioquia, y nunca pude después encontrar esa edición de Tusquets. Hace unos tres años el director de El Malpensante, Andrés Hoyos, puso a funcionar toda una maquinaria de detectives de libros por toda América Latina para encontrar el volumen: la tarea duró varios meses y costó su dinerillo. Pues aquí están otra vez en una buena edición de Seix Barral, a sólo 32 mil pesitos.
Un par de amigos a quienes les pasé este blog antes de publicarlo me dijeron que los fusilados estaban muy largos. Y uno de ellos, Bob Pop, sabe de qué habla cuando habla de blogs. Pues bien, no voy a renunciar a transcribir aquí textos largos, y que cada quien escoja si lee o no. Pero ahora les doy gusto y transcribo una corta prosa apátrida de Ribeyro, para antojar a los lectores. Es la número 22, y está en la página 28.
Hay amores que ultrajan en realidad el abolengo de este sentimiento y lo despojan de toda su aureola romántica. Por ejemplo el que existe entre uno de los jefes de la Agencia y una de las secretarias. El jefe es viscoso, moluscoide, fofo, cincuentón y mediocre. La secretaria una gorda desteñida, mastodóntica, con los dientes fuera de las encías y una nariz tan larga que es una infracción permanente a las leyes de la cortesía. Una de esas mujeres, en suma, que, como alguien decía, “harían peligrar la continuidad de la especie si uno se encontrara solo con ellas en el mundo”. Y lo peor de todo es que ambos son casados; en consecuencia, cabe pensar qué sórdida catástrofe debe constituir en cada caso su matrimonio para que le busquen fuera de él esta compensación ominosa. Cuando los sorprendo en la oficina haciéndose signos de inteligencia, bromas o mirándose desde lejos embobados, me avergüenzo por mí, por mi especie. Y cuando imagino que estos amores deben consumarse en secreto, adulterinamente, en cuartos de hotel, en sabe Dios qué camas de alquiler, y evoco sus atroces cuerpos confundidos, siento la tentación de arrojarme por la ventana, presa de una locura incurable.
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Lima, Seix Barral, 2006, 140 pp.
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