Puede que la anécdota sea apócrifa, pero es graciosa: algún periodista le preguntó a Winston Churchill cuál era el secreto para que a tan avanzada edad conservara la lucidez y soportara largas jornadas de trabajo. El ex primer ministro apartó el gran cigarro de la boca y le soltó al periodista: “el deporte… (pausa larga)… nunca lo practiqué”. La diversión organizada ha motivado reflexiones enaltecedoras (“Mente sana en cuerpo sano”, “lo importante no es ganar sino bla bla bla”) que casi siempre son aburridas por correctas: que gocen con ellas los seminaristas del gimnasio. Los que despreciamos sudar y encima con reglas y al lado de otra gente gozamos con las diatribas que otros le han dedicado a la actividad física, o con las frases inteligentes a secas, no necesariamente venenosas: “tengo dos problemas para jugar al fútbol” dijo Fontanarrosa, “uno es la pierna izquierda, el otro es la pierna derecha”. En fin, en la irreverente revista S.NOB, dirigida por Salvador Elizondo, Álvaro Mutis publicó esta columna que fusilamos. Nunca he sido muy devoto de Mutis, pero siempre aprecio piezas escritas con humor y buen estilo, sean de quien sean.
Miseria del deporte
Me preocupa el creciente interés del hombre por los espectáculos deportivos. Bien pronto derivaremos a la vida castrada y aséptica de los estadios, respiraremos bien pronto la atmósfera húmeda y densa de las sucias toallas de los atletas.
El deporte es una actividad humillada y miseranda. El deportista nada arriesga, cultiva sus músculos y adiestra sus reflejos para exhibirse ante una multitud enclenque, de ideas usadas y agrias.
El público hace del atleta su ídolo, le atribuye virtudes que quisiera poseer, y, detrás de la opulenta trabazón de músculos, supone atributos heroicos que no existen, aún más, que el atleta niega. Es éste un eunuco que la multitud cubre con deseos imposibles y antiguos, ya perdidos hace tiempo. De allí que el deporte, como la prostitución y el alcohol, se convierta en una pingüe industria en manos de mercaderes inescrupulosos. Mercaderes de atletas. A Grecia debemos esta vergüenza. Los obtusos atletas griegos inventaron el logos y los métodos de razonamiento que rigen hasta hoy y que han ahogado la preciosa fuente del misterio, el fluir natural y fértil del inconsciente que distingue a pueblos anteriores y contemporáneos al heleno. Después, en Roma, cuando quienes vigilaban la vasta frontera del imperio eran soldados de razas nuevas y sanguinarias, los romanos se extasiaban en el circo, clausurando un mundo. Mala época la de los atletas.
Cuando un hombre ha hecho de su cuerpo un instrumento seguro, armónico y potente, debe arriesgarlo a cada paso. Arriesgarlo para su placer, para su enaltecimiento individual, sin testigos ni intrusos. De allí el prestigio imponderable del Renacimiento. El hombre se hizo fornido y ágil con el fin de poder matar e impedir que lo mataran; preparaba su cuerpo para gozar de la vida en toda su densa corriente. Cuando el Condotiero buscó público y paga y, en lugar de matar a su enemigo, le permitió huir maltrecho, se convirtió en matón. Y cuando dos matones, al terminar la pelea, se abrazaron en medio de los vítores del público frenético, nacía de nuevo el deportista. El gran símbolo de nuestra época infame. En la guerra, las gentes respiran hoy embelesadas el aire podrido de los estadios y olvidan la hermosa y casta serenidad de los aeródromos, la gracia de medusa metálica de los submarinos, la gloria de la muerte, de la muerte porque sí.
No es una decadencia esta afición presente por el deporte. Es la señal de que ha llegado nuestra hora más miserable, una hora que ha sonado varias veces para el hombre, pero nunca con tan convincente llamado como ahora. El hombre del estadio, el “fanático” de los atletas, es capaz de todas las ruindades y miserias. Hace mucho tiempo que ya no es hombre. Ha escogido como fuente de su entusiasmo una ruin turba de pobres eunucos adiestrados. El hombre del estadio engrosó las filas de la Gestapo —el nazismo fue una doctrina de estadio—, trabaja para la MVD soviética, lanzó la atómica en Hiroshima, asoló Europa en nombre de la Libertad y, hoy, comercia aterrado en la ONU. Cada día se nos impone como doctrina una nueva miseria ideológica, fermentada bajo las plomizas escaleras de los estadios. La participación colectiva y frenética del ser en sistemas que encierran su destrucción sin gloria, su desleimiento en el ambiente tibio de los gimnasios, se extiende peligrosamente como una plaga.
La peor vergüenza que pesa hoy sobre el hombre es el no poder morir solo. Tener que llegar a su fin compartiendo propósitos e ideales, fraguados por los “mercaderes de atletas”: ellos determinan su muerte y, lo que es peor, la despojan de toda la serena belleza que la distinguió antaño. Los cruzados pudriéndose dentro de sus armaduras al sol del desierto poblado de leones; “El Valentino” desnudo, fija su negra mirada en el claro cielo de una madrugada aragonesa, destrozado su cuerpo por las lanzas de la emboscada; el granadero con la sangre de sus heridas congelada a orillas del Berezina; el piloto de la RAF abatido sobre la campiña bucólica y señorial de su patria, todos estos muertos felices, dueños y señores de su fin, gozaron de un privilegio que le será negado a sus hermanos de hoy.
Denuncio la vergüenza del deporte. Condeno la pantomima dopada de los estadios. Moriremos víctimas de las artimañas de los traficantes del estéril esfuerzo muscular. Nos matará un onanismo colectivo sin “la gloria de un largo deseo”. Dejaremos como herencia a nuestros hijos la habilidosa y ruin gracia de los futbolistas, el rictus congestionado de los routiers, la fea mueca que se pega al rostro de los corredores, la malicia de ghetto de los beisbolistas, la grasa afeminada que rodea la cintura de los nadadores, la falsa furia de los boxeadores, la triste agilidad de barriada de los jockeys. Lamentemos la ausencia luminosa de los guerreros ciegos de lanzas, quietas estatuas de sangre que perpetúan una muerte magnífica. Lloremos por nuestros hijos, nacidos bajo la sombra de los estadios, burdeles de gloria.
Lo fusilamos de: Revista S.NOB, n° 3, julio de 1962, pp. 22-23. Edición facsimilar de Editorial Aldus y Conaculta, México, 2004.
Miseria del deporte
Me preocupa el creciente interés del hombre por los espectáculos deportivos. Bien pronto derivaremos a la vida castrada y aséptica de los estadios, respiraremos bien pronto la atmósfera húmeda y densa de las sucias toallas de los atletas.
El deporte es una actividad humillada y miseranda. El deportista nada arriesga, cultiva sus músculos y adiestra sus reflejos para exhibirse ante una multitud enclenque, de ideas usadas y agrias.
El público hace del atleta su ídolo, le atribuye virtudes que quisiera poseer, y, detrás de la opulenta trabazón de músculos, supone atributos heroicos que no existen, aún más, que el atleta niega. Es éste un eunuco que la multitud cubre con deseos imposibles y antiguos, ya perdidos hace tiempo. De allí que el deporte, como la prostitución y el alcohol, se convierta en una pingüe industria en manos de mercaderes inescrupulosos. Mercaderes de atletas. A Grecia debemos esta vergüenza. Los obtusos atletas griegos inventaron el logos y los métodos de razonamiento que rigen hasta hoy y que han ahogado la preciosa fuente del misterio, el fluir natural y fértil del inconsciente que distingue a pueblos anteriores y contemporáneos al heleno. Después, en Roma, cuando quienes vigilaban la vasta frontera del imperio eran soldados de razas nuevas y sanguinarias, los romanos se extasiaban en el circo, clausurando un mundo. Mala época la de los atletas.
Cuando un hombre ha hecho de su cuerpo un instrumento seguro, armónico y potente, debe arriesgarlo a cada paso. Arriesgarlo para su placer, para su enaltecimiento individual, sin testigos ni intrusos. De allí el prestigio imponderable del Renacimiento. El hombre se hizo fornido y ágil con el fin de poder matar e impedir que lo mataran; preparaba su cuerpo para gozar de la vida en toda su densa corriente. Cuando el Condotiero buscó público y paga y, en lugar de matar a su enemigo, le permitió huir maltrecho, se convirtió en matón. Y cuando dos matones, al terminar la pelea, se abrazaron en medio de los vítores del público frenético, nacía de nuevo el deportista. El gran símbolo de nuestra época infame. En la guerra, las gentes respiran hoy embelesadas el aire podrido de los estadios y olvidan la hermosa y casta serenidad de los aeródromos, la gracia de medusa metálica de los submarinos, la gloria de la muerte, de la muerte porque sí.
No es una decadencia esta afición presente por el deporte. Es la señal de que ha llegado nuestra hora más miserable, una hora que ha sonado varias veces para el hombre, pero nunca con tan convincente llamado como ahora. El hombre del estadio, el “fanático” de los atletas, es capaz de todas las ruindades y miserias. Hace mucho tiempo que ya no es hombre. Ha escogido como fuente de su entusiasmo una ruin turba de pobres eunucos adiestrados. El hombre del estadio engrosó las filas de la Gestapo —el nazismo fue una doctrina de estadio—, trabaja para la MVD soviética, lanzó la atómica en Hiroshima, asoló Europa en nombre de la Libertad y, hoy, comercia aterrado en la ONU. Cada día se nos impone como doctrina una nueva miseria ideológica, fermentada bajo las plomizas escaleras de los estadios. La participación colectiva y frenética del ser en sistemas que encierran su destrucción sin gloria, su desleimiento en el ambiente tibio de los gimnasios, se extiende peligrosamente como una plaga.
La peor vergüenza que pesa hoy sobre el hombre es el no poder morir solo. Tener que llegar a su fin compartiendo propósitos e ideales, fraguados por los “mercaderes de atletas”: ellos determinan su muerte y, lo que es peor, la despojan de toda la serena belleza que la distinguió antaño. Los cruzados pudriéndose dentro de sus armaduras al sol del desierto poblado de leones; “El Valentino” desnudo, fija su negra mirada en el claro cielo de una madrugada aragonesa, destrozado su cuerpo por las lanzas de la emboscada; el granadero con la sangre de sus heridas congelada a orillas del Berezina; el piloto de la RAF abatido sobre la campiña bucólica y señorial de su patria, todos estos muertos felices, dueños y señores de su fin, gozaron de un privilegio que le será negado a sus hermanos de hoy.
Denuncio la vergüenza del deporte. Condeno la pantomima dopada de los estadios. Moriremos víctimas de las artimañas de los traficantes del estéril esfuerzo muscular. Nos matará un onanismo colectivo sin “la gloria de un largo deseo”. Dejaremos como herencia a nuestros hijos la habilidosa y ruin gracia de los futbolistas, el rictus congestionado de los routiers, la fea mueca que se pega al rostro de los corredores, la malicia de ghetto de los beisbolistas, la grasa afeminada que rodea la cintura de los nadadores, la falsa furia de los boxeadores, la triste agilidad de barriada de los jockeys. Lamentemos la ausencia luminosa de los guerreros ciegos de lanzas, quietas estatuas de sangre que perpetúan una muerte magnífica. Lloremos por nuestros hijos, nacidos bajo la sombra de los estadios, burdeles de gloria.
Lo fusilamos de: Revista S.NOB, n° 3, julio de 1962, pp. 22-23. Edición facsimilar de Editorial Aldus y Conaculta, México, 2004.
Comentarios
obcecado deportista, pará! atleta sudoroso, no más! deténganse ahora mismo, travestidos de todas las disciplinas! stop!
El travestidísimo y sudoroso Burgos.
Burgos.
Anónimo, una de las características que Willy a dejado ver en sus últimas entradas es que sus prejuicios de cuna no ha habido lectura -si es que lee- que se los sacuda un poquito manquesea.
Y tampoco me entusiasmó nunca Mutis y menos cuando dicen que es el Conrad criollo y a mí como me gusta Conrad.
En fin, contra los mercaderes del deporte, pues bueno… pero tampoco, esa criticadera pues… si estamos en un mundo capitalista, en eso es en lo que cree la gente, el problema radica ahí.
Los deportistas y las toallas sudadas, pues ni modo, se suda cuando se mueve el cuerpo (y, además, se siente buenísimo ese pegote; aunque quitárselo también).
A mí los deportistas, en cambio, me gustan, me gusta (admiro) la disciplina, la claridad en la meta y muchas otras cosas. No es culpa de ellos lo que los mercaderes y el público hacen de ellos. Así sucede con todos los ídolos y me parece injusto lo que dice Mutis, definitivamente. Me parece que es tan general en su ataque que es uno el que se va contra él.
Los músculos enredados me encantan, desde que sean de deporte de verdad. Acabo de ver a Yelena Isinbayeva una deportista rusa que salta y tiene más músculos de los que los que uno cree tener información y salta 5.01 metros!!! entonces, no, Mutis, no. (miren esto, por favor:
http://belladonnawild.blogspot.com/2007/12/yelena-isinbayeva-18-rcords-del-mundo-y.html
Más claridad por favor. A mí, definitivamente, me gustan los deportistas… además, hay algunos deportistas que me gustan.
¿O me van a negar que hay unas "cosas" impresionantes? esos cuerpos, cuando son el resultado de una disciplina, cuando –así como ustedes entrenan el cerebro leyendo, pensando, escribiendo y conversando– es una pasión y no una vanidad (que ahí lo que me da es como risa, pues, la verdad, el cuerpo de los vanidosos carece de la movilidad de los otros (aunque tal vez en esa disciplina ciega de la vanidad, el culto ciego de sólo la apariencia haya una virtud algo así como religiosa…)
En fin, Mutis ataca a quien no hay que atacar. Ataca, no sólo al mercader del deporte sino al deportista y al deporte y lo hace ver como algo vergonzoso.
¡Por favor!, ya me dio hasta rabiecita. ¡No faltaba más! Aunque todos ustedes son escritores o relacionados,
"El deporte es una actividad humillada y miseranda.", en esto estoy de acuerdo, pero no cuando
"El deportista nada arriesga, cultiva sus músculos y adiestra sus reflejos para exhibirse ante una multitud enclenque, de ideas usadas y agrias."
Reemplacen "deporte" por "escritor". Cuidado, Mutis, con lo que dices.
¿Qué arriesga un escritor? ¿qué arriesga Mutis en este escrito?
Y creo que me voy a trotar pa sudar el ofusque que me dio.
Tal vez esa fobia deportiva surja de un moderado amaneramiento que trajo problemas en los recreos escolares. Se sabe que en el colegio no hay espacio para los refinamientos de la esgrima.