Recoge este libro dos perfiles de un mismo personaje, Joseph Ferdinand Gould, de diferente extensión y textura, ambos publicados en la revista The New Yorker. El primero, “El profesor Gaviota”, ocupa una tercera parte del libro y apareció el 12 de diciembre de 1942; el segundo, que le da título al volumen, se lleva las otras dos terceras partes y fue publicado en la legendaria revista en dos entregas, las del 12 y el 26 de septiembre de 1964. Gould fue un conocido y extravagante vagabundo del Village desde la década del veinte hasta la del cincuenta del siglo pasado, graduado de Letras en Harvard en 1911, portador de una vasta cultura literaria y empeñado en componer una Historia oral de la humanidad que para el momento del primer perfil andaba por once millones de palabras. Éstas entre otras particularidades.
Mientras se avanza en este reciente clásico de la literatura de no ficción lo primero que llama la atención es la diferencia de estilo y enfoque de ambos perfiles: el primero está compuesto en tiempo presente y es seco, de frases cortas y categóricas, muchas de ellas portadoras de un dato duro que se confirma con alguna cita del perfilado: “En los días más crudos de invierno se pone una capa de periódicos entre la camisa y la camiseta. ‘Soy un esnob’, dice, ‘uso solamente el Times’ ” (p. 19). El segundo está en pasado y es menos categórico, más reflexivo... o con mayor poder evocativo. El primero es casi científico, el segundo tiene algo –o mucho– de poético.
A ver me explico. En el primer perfil Mitchell habla así del vestuario de Gould: “Viste ropa desechada por sus amigos. Invariablemente el abrigo, el traje, la camisa y hasta los zapatos le vienen dos tallas grandes, pero él los usa con una especie de desenfado abatido” (p. 19). En el segundo, escribe: “Pese a la barba, había algo infantil en aquel hombre sucio y sin sombrero que arrastraba el abrigo, algo de niño que ha estado en un desván probándose ropa vieja de mayores y de pronto, cansado, sale a la calle sin quitársela” (p. 60). Dos texturas diferentes para un mismo tema, dos acercamientos igual de efectivos a un mismo personaje.
En ese segundo perfil, además, Mitchell va entreverando su historia personal con la del personaje, y al tiempo va soltando detalles sobre cómo hizo la investigación; este método, exhaustivo y paciente, es toda una lección para los afanados periodistas que revolotean por salas de redacción o para los que limitan la investigación y la reportería al googleo de nombres y frases sin pararse del escritorio. Quizá por este tratamiento tan particular, y por el relato de la investigación, el libro es tan visitado en las facultades de periodismo: “Como cada persona que veía me aconsejaba que viera a otras, ya había conocido alrededor de quince y había hablado por teléfono con quince más [...] Había leído recortes relacionados con él en archivos de tres periódicos [...] A sugerencia de uno de sus compañeros de estudios fui a la biblioteca del Harvard Club y busqué referencias en los informes de su promoción...” (p. 111). Encima, conversa con su personaje a veces durante seis, ocho, diez horas, y no una vez o dos: lo hace por semanas. La sola redacción le toma casi un mes.
Asimismo Mitchell tiene un oído privilegiado para reproducir con vivacidad los monólogos que desgrana cada tanto el personajillo Gould en esas horas de conversaciones. Quiero citar uno en extenso porque me encantaron el tema y lo que dice el personaje: “Los Cuervos son la mayor organización poética del Village, pero en todo el grupo no hay un solo poeta de verdad. Si se juntaran los mejores que tienen no harían un poeta de tercera. Son todos pseudopoetas. Imitadores de imitadores. Son imitadores de malos poetas que a su vez imitan a malos poetas. No los soporto y ellos no me soportan a mí, pero, caray, me lo paso bien con ellos y en sus reuniones. Son tan malos que son buenos. Además, después de cada reunión sirven vino. Luego hay un alto porcentaje de poetisas, y tarde o temprano me camelaré alguna para practicar el amor libre o el matrimonio, aunque tenga que ser una flaca sosa, alta y patizamba en la que he puesto el ojo y al parecer tiene unas rentas y escribe poemas sobre el mar eterno y lleva el pelo a la holandesa, es nariguda y tiene nuez y la falda siempre sucia de ceniza y pelo de gato. ‘Fluye, fluye’ dice, ‘mar eterno’, y ese cacho de nuez le sube y le baja. Pero la razón principal de que no quiera perderme la reunión de esta noche es que veo la ocasión de divertirme un poco. Hoy es la Velada de Poesía Religiosa, y los he convencido de que me pusieran en el programa. Les pedí un sitio al final de todo. Ya se imaginará usted la poesía religiosa que son capaces de hacer ésos. ¡Mística! ¡Espiritual! ¡Extática! Con un ‘no obstante’ y un ‘por ventura’ en cada verso, y profunda... Cuando hayan acabado de recitar todo lo suyo pienso levantarme y recitar mi poema. Escuche, se lo recitaré a usted. ‘Mi religión’, de Joe Gould:
En invierno soy budista
y en verano soy nudista” (pp. 101-102).
Gracias a la investigación rigurosa y extensa, a la paciencia, a la sabia capacidad de escucha de Mitchell es que el personaje aparece en estas páginas vivo, humano en toda su complejidad: “Cuando estaba totalmente sobrio se mostraba tímido; tímido pero desesperado. Era un poco como esas personas demasiado tímidas para hablar con desconocidos pero no tanto como para robar un banco” (p. 130); “Había un montón de aspectos, y me puse a repasarlos mentalmente. Gould era el chico catarroso, el hijo consciente de que ha decepcionado a su padre, el enano, el renacuajo, el alfeñique, el tapón, era el poeta Joe Gould, el historiador Joe Gould, era Joe Gould el salvaje bailarín chippewa, Joe Gould la máxima autoridad mundial en la lengua de las gaviotas, era el proscrito, el ejemplo perfecto de vagabundo nocturno solitario, era la rata de alcantarilla, el único miembro del partido de Joe Gould, el bohemio residente de la Minetta Tavern, era el Profesor, el Gaviota, el Profesor Gaviota, el Mangosta, el Profesor Mangosta, el chico de Bellevue” (pp. 147-148).
Todas esas personalidades desfilan por estos dos magistrales perfiles –además de la del propio Mitchell como periodista–, pero ahí, en ellas, no está el secreto de Joe Gould. Está en la Historia oral de la humanidad, la obra por la que dejó todo, por la que se volvió vagabundo. Y ni crean que lo voy a contar aquí.
Mientras se avanza en este reciente clásico de la literatura de no ficción lo primero que llama la atención es la diferencia de estilo y enfoque de ambos perfiles: el primero está compuesto en tiempo presente y es seco, de frases cortas y categóricas, muchas de ellas portadoras de un dato duro que se confirma con alguna cita del perfilado: “En los días más crudos de invierno se pone una capa de periódicos entre la camisa y la camiseta. ‘Soy un esnob’, dice, ‘uso solamente el Times’ ” (p. 19). El segundo está en pasado y es menos categórico, más reflexivo... o con mayor poder evocativo. El primero es casi científico, el segundo tiene algo –o mucho– de poético.
A ver me explico. En el primer perfil Mitchell habla así del vestuario de Gould: “Viste ropa desechada por sus amigos. Invariablemente el abrigo, el traje, la camisa y hasta los zapatos le vienen dos tallas grandes, pero él los usa con una especie de desenfado abatido” (p. 19). En el segundo, escribe: “Pese a la barba, había algo infantil en aquel hombre sucio y sin sombrero que arrastraba el abrigo, algo de niño que ha estado en un desván probándose ropa vieja de mayores y de pronto, cansado, sale a la calle sin quitársela” (p. 60). Dos texturas diferentes para un mismo tema, dos acercamientos igual de efectivos a un mismo personaje.
En ese segundo perfil, además, Mitchell va entreverando su historia personal con la del personaje, y al tiempo va soltando detalles sobre cómo hizo la investigación; este método, exhaustivo y paciente, es toda una lección para los afanados periodistas que revolotean por salas de redacción o para los que limitan la investigación y la reportería al googleo de nombres y frases sin pararse del escritorio. Quizá por este tratamiento tan particular, y por el relato de la investigación, el libro es tan visitado en las facultades de periodismo: “Como cada persona que veía me aconsejaba que viera a otras, ya había conocido alrededor de quince y había hablado por teléfono con quince más [...] Había leído recortes relacionados con él en archivos de tres periódicos [...] A sugerencia de uno de sus compañeros de estudios fui a la biblioteca del Harvard Club y busqué referencias en los informes de su promoción...” (p. 111). Encima, conversa con su personaje a veces durante seis, ocho, diez horas, y no una vez o dos: lo hace por semanas. La sola redacción le toma casi un mes.
Asimismo Mitchell tiene un oído privilegiado para reproducir con vivacidad los monólogos que desgrana cada tanto el personajillo Gould en esas horas de conversaciones. Quiero citar uno en extenso porque me encantaron el tema y lo que dice el personaje: “Los Cuervos son la mayor organización poética del Village, pero en todo el grupo no hay un solo poeta de verdad. Si se juntaran los mejores que tienen no harían un poeta de tercera. Son todos pseudopoetas. Imitadores de imitadores. Son imitadores de malos poetas que a su vez imitan a malos poetas. No los soporto y ellos no me soportan a mí, pero, caray, me lo paso bien con ellos y en sus reuniones. Son tan malos que son buenos. Además, después de cada reunión sirven vino. Luego hay un alto porcentaje de poetisas, y tarde o temprano me camelaré alguna para practicar el amor libre o el matrimonio, aunque tenga que ser una flaca sosa, alta y patizamba en la que he puesto el ojo y al parecer tiene unas rentas y escribe poemas sobre el mar eterno y lleva el pelo a la holandesa, es nariguda y tiene nuez y la falda siempre sucia de ceniza y pelo de gato. ‘Fluye, fluye’ dice, ‘mar eterno’, y ese cacho de nuez le sube y le baja. Pero la razón principal de que no quiera perderme la reunión de esta noche es que veo la ocasión de divertirme un poco. Hoy es la Velada de Poesía Religiosa, y los he convencido de que me pusieran en el programa. Les pedí un sitio al final de todo. Ya se imaginará usted la poesía religiosa que son capaces de hacer ésos. ¡Mística! ¡Espiritual! ¡Extática! Con un ‘no obstante’ y un ‘por ventura’ en cada verso, y profunda... Cuando hayan acabado de recitar todo lo suyo pienso levantarme y recitar mi poema. Escuche, se lo recitaré a usted. ‘Mi religión’, de Joe Gould:
En invierno soy budista
y en verano soy nudista” (pp. 101-102).
Gracias a la investigación rigurosa y extensa, a la paciencia, a la sabia capacidad de escucha de Mitchell es que el personaje aparece en estas páginas vivo, humano en toda su complejidad: “Cuando estaba totalmente sobrio se mostraba tímido; tímido pero desesperado. Era un poco como esas personas demasiado tímidas para hablar con desconocidos pero no tanto como para robar un banco” (p. 130); “Había un montón de aspectos, y me puse a repasarlos mentalmente. Gould era el chico catarroso, el hijo consciente de que ha decepcionado a su padre, el enano, el renacuajo, el alfeñique, el tapón, era el poeta Joe Gould, el historiador Joe Gould, era Joe Gould el salvaje bailarín chippewa, Joe Gould la máxima autoridad mundial en la lengua de las gaviotas, era el proscrito, el ejemplo perfecto de vagabundo nocturno solitario, era la rata de alcantarilla, el único miembro del partido de Joe Gould, el bohemio residente de la Minetta Tavern, era el Profesor, el Gaviota, el Profesor Gaviota, el Mangosta, el Profesor Mangosta, el chico de Bellevue” (pp. 147-148).
Todas esas personalidades desfilan por estos dos magistrales perfiles –además de la del propio Mitchell como periodista–, pero ahí, en ellas, no está el secreto de Joe Gould. Está en la Historia oral de la humanidad, la obra por la que dejó todo, por la que se volvió vagabundo. Y ni crean que lo voy a contar aquí.
Joseph Mitchell, El secreto de Joe Gould, Barcelona, Anagrama, 2000, 178 páginas.
NOTA: El 14 de julio del año pasado apareció el primer comentario en este blog. Como quien dice, anda hoy cumpliendo un añito (agugú agugú). Gracias a todos los habituales por sus comentarios, gracias a los que pasan y no comentan, gracias a los que no comentan sino que gritan y arman bonche. Gracias a todos. Por acá seguiré dando lora.
NOTA 2: Esta es la imagen a la que se refiere Mario Jursich en el comentario a la entrada. Una verdadera rareza que ocupa varias páginas del libro de Mitchell. Le doy las gracias de nuevo, tanto por la permanente recomendación de este gran libro como por la imagen.
Comentarios
Enhorabuena por tu primer cumpleaños bloguero.
PABLO, CARLOS: Mientras ustedes existan habrá paja para rato. Gracias por las visitas y la felicitación.
MARTÍN, justamente por la permanente recomendación de Mario lo buscaba y lo buscaba y nada que lo encontraba, hasta la pasada feria del libro, cuando encontré un último ejemplar que quedaba huérfano en el stand de Anagrama. Lo puse dentro de los "futuribles" como dice Miquelet y ya saldé esa deuda. Gracias por las visitas y la felicitación.
PADRE RESPONSABLE: Mire usted, no acabé nada el blog. Era puro berrinche de niñito caprichoso de un año. No recuerdo quién dijo " 'Dame, dame', grita el pequeño tirano desde la bacinilla". Gracias por las visitas y la felicitación.
Espero que sigamos teniendo ojo en la paja pa' rato.
Un abrazo.
Martín.
Lo leeré a ver que tal, ojala no me pase lo mismo que con El enfermo de Abisinia al que, por tus recomendaciones, le entré lleno de expectativas y me aburrió terriblemente.
Pero yo quería hablar de otra cosa. Resulta que hace dos años fui a entrevistar a un conocido publicista colombiano en su casa de La Calera. Cuando llegué estaba ocupado, así que me puse a curiosear en su biblioteca. Había muchos libros de arte, en particular de pintores pop norteamericanos. Saqué al azar uno de ellos y me encontré con la imagen que Camilo acaba de montar a la entrada del blog. Ajá, es nuestro héroe retratado por la pintora Alice Neel en 1933. De ese cuadro se habla bastante en El secreto de Joe Gould. Creo recordar incluso que Mitchell la describe como una pintura “ ligeramente repugnante”. A mí no me lo parece tanto, pero en fin eso no importa. Como el cuadro es apenas conocido, me pareció que a los contertulios del ojo en la paja les gustaría verlo. En el libro también venía una foto de Joe Gould que me apresuré a escanear. Por desgracia, ahora está perdida en los mil y un archivos de mi computador. Se las quedo debiendo.
"el secreto de joe gould" es sin dudas una pequeña gema del mejor periodismo narrativo (literario, nuevo o como lo quieran llamar). un bello ejemplo de compromiso con la historia y con el personaje (inmersión de verdad, de la que tanto necesitamos por estos lados); un puntilloso relato de lo menudo, con observaciones y detalles que dibujan a ese letrado delirante --antiguo niño bien obsesionado con la muerte de su padre-- con un grado de altísima resolución.
krakauer, escritor de no ficción y alpinista, escribió "mal de altura", un libro sobre montañismo que ando buscando "como palito de romero".