Jaime Alberto Vélez vivió poco más de cincuenta años, suficientes para dejar una obra honesta que debe revisarse de cuando en cuando. Sus dos ensayos sobre el ensayo iluminan este género difuso: le señalan límites, advierten sobre autores, pulen perspectivas de un género que a primera vista puede con todo, y que por lo mismo con tanta frecuencia se queda en nada. Los que él escribió, de diferente extensión y alcance, muestran puntas filosas, precisión e higiene; inteligencia, en últimas. Los publicó en la Revista Universidad de Antioquia y en El Malpensante, a manera de columnas que quisieron pasar desapercibidas. Como él, como sus cuentos, como sus historias para niños. Un motivo frecuente en los ensayos de Jaime Alberto Vélez era partir de un lugar común, una frase hecha, un conocimiento que se da por sentado e indiscutible y comenzar a sacarle punta hasta remozarlo, o al menos hasta extraerle aristas insospechadas.
Voy a fusilar apenas uno: ahí están en las revistas mencionadas, en bibliotecas, en internet, algo escondidas, las muestras de esta gran pluma que se dio a conocer poco pero que iba en camino firme a la sabiduría, y que la alcanzó por momentos en piezas de unos cuantos párrafos.
El placer de la lectura
El “placer de la lectura” constituye sin duda una frase afortunada de la publicidad bibliográfica, que ha hecho carrera merced a un malentendido tácito: sólo un inculto o un bárbaro podría oponerse a la difusión del libro. La aceptación indiscutida de este postulado, además, le ha permitido entrar en el terreno de las ideas como un fruto de un respetable (aunque inexistente) sistema de pensamiento. Es tal la aceptación general alcanzada en breve tiempo por esta frase que, hoy por hoy, en la escuela primaria y secundaria el placer se ha vuelto obligatorio. Hasta hace algún tiempo, el estudiante tenía que leer, porque la letra entraba con sangre –para felicidad de Algernon Charles Swinburne–; hoy, en cambio, suprimido el dolor, el estudiante debe gozar así porque sí, inevitablemente, por definición. Un decreto unánime ha hecho que como por arte de encantamiento el lector actual abandone su tradicional condición de masoquista. Pero la diferencia entre la vieja y la nueva concepción pedagógica resulta abismal, desde luego: el viejo estudiante no podía decir que le disgustaba lo que leía; el nuevo, por el contrario, está obligado a decir que le gusta.
La diferencia, sin embargo, alcanza aún una mayor profundidad: al mal lector del pasado se le consideraba un ignorante; al de hoy, un tarado. Para la pedagogía actual, leer representa un placer, del mismo modo que la sopa es una golosina, es decir, arrevesadas maneras que usan los adultos para acercar a los niños a la televisión y a los malos hábitos alimenticios. ¿Qué placer, que verdaderamente lo sea, necesita propedéutica, difusión, apostolado?
Ahora bien, el éxito del placer de la lectura, como lema publicitario, se apoya sobre todo en la oferta: hay libros para todos, vale decir, el libro se adapta a la perfección a cualquier clase de lector. Nada de esfuerzo, nada de estorbo, nada de molestias; se trata, como bien se sabe, exclusivamente de placer. La legendaria y fabulosa idea aristotélica de la purificación por medio del terror y la piedad ha caído por fortuna en el olvido. ¿Qué placer, además, podría producir la lectura de un libro pasado de moda como la Poética? El esfuerzo y la concentración necesarios para acometer tal lectura no conducirían de ninguna manera al “ahorro de displacer”, como se dice también en lenguaje de jerga. Atrás han quedado los libros desgarradores, los duros, los densos, los desafiantes, o los simplemente distintos. La lectura no puede pretender cambiar, sacudir o estremecer al lector; tampoco informar o enseñar, si con ello se sacrifica el goce. Esto explica que el mercado se haya inundado de libros fáciles, agradables y entretenidos. En tiempos difíciles como los que corren, no se puede admitir la complejidad, la seriedad o la profundidad. No. Letra de gran tamaño y abundantes ilustraciones constituyen la clave del éxito. Se vive, venturosamente, una época ideal sobre la cual Lavater, filósofo que, según Baudelaire, amó más a los hombres que a los magistrados, escribió proféticamente: “Dios evita, a quienes ama, las lecturas inútiles”. Hasta hace poco existían libros buenos y malos, según un juicio estético; hoy, en cambio, desde un parecer hedonista, los libros se dividen en placenteros y desagradables. En virtud de este nuevo concepto, La Ilíada y La Eneida –para citar como ejemplo dos libros clásicos antiguos– y El Proceso y El sonido y la furia –para citar dos de este siglo– han ingresado de repente, inesperadamente, a este Índex posmoderno.
Una nueva y santa Inquisición, pues, se apresta a redactar su vasto índice de libros prohibidos a nombre del fácil comercio bibliográfico. Alguien dirá que la misma lectura, así sea sólo por placer, podría devolverle a cualquiera una dosis de sensatez capaz de torcer este rumbo. Nada más inútil, sin embargo, que fomentar falsas ilusiones. Alguna vez conviene recordar que una buena parte de los términos referidos al libro proviene de Byblos, nombre de la ciudad fenicia conocida por su codicioso e insaciable comercio con el papiro, simplemente con el papiro, no con la belleza, la verdad o el saber. El libro es, pues, primordialmente, desde su origen, una mercancía; la literatura trata de vez en cuando de hacerlo olvidar.
Lo fusilamos de: Revista Universidad de Antioquia, n° 247, enero-marzo de 1997, pp. 72-73.
Comentarios
Si a alguien le interesa leerlo, le recomiendo Buenos días noche, que ganó el premio literatura infantil de Enka. Está bacano. Dicen los que saben que su poesía es buena. Su libro póstumo, que reúne La baraja de Francisco Sañudo y El poeta invisible, no me gustó.
Y hablando de libros póstumos, casi siempre se trata de yokoonismo editorial, que es abusivo con la memoria del autor: si esos manuscritos estaban en los cajones, ahí deben quedarse, o quizá los deudos deban donarlos a bibliotecas para que les saquen provecho los estudiosos. Para hablar del caso más reciente, lo que están haciendo con Bolaño es una grosería.
Creo que los libros póstumos que recogen material PUBLICADO por el autor en vida no son problemáticos; lo discutible y francamente feo es reblujar los cajones del autor y publicar lo que él siempre quiso dejar inédito. Esto último sí es puro y duro y mercachifle yokoonismo.
"Publicaron una novela póstuma de Hemingway, El jardín del Edén. Yo leí que él quería que el manuscrito fuera destruido después de su muerte. Los encargardos la publicaron y en el Times sacaron una reseña desdeñosa, que no sólo se burlaba del autor sino que hacía referencia al hecho de que no la había terminado. Yo escribí la única "carta al editor" que he escrito en mi vida y hablé de las injustas apreciaciones del reseñista. Alguien alguna vez dijo que no había que buscarle pleito a alguien que compra la tinta de la impresora al por mayor, pero pensé que ellos le debían un poquito más de respeto a él (Hemingway).
Se escribe para los que —por placer, deber o designio— leen, no para los demás. El resto es como hacer cine para ciegos y radio para sordos.
Saludos desde la tienda.
Qué bueno encontrarme con este fusilado.
Y su blog también está muy bacano, me voy a seguir pasando por allá, cuente con eso.
Se han cambiado los libros densos, difíciles y que en su interior guardan códigos que buscan ser descifrados, por esos libros convencionales y de fácil comprensión que lo único que producen son falsas ilusiones.
Se han cambiado los libros densos, difíciles y que en su interior guardan códigos que buscan ser descifrados, por esos libros convencionales y de fácil comprensión que lo único que producen son falsas ilusiones.
Se han cambiado los libros densos, difíciles y que en su interior guardan códigos que buscan ser descifrados, por esos libros convencionales y de fácil comprensión que lo único que producen son falsas ilusiones.