Detenga la marcha. Reserve para cada sesión de la lectura de este libro al menos un par de horas, ojalá más. Estos cuatro relatos extensos no son para leer mientras espera algo o hace tiempo. Se va a encontrar con párrafos espesos que atraviesan varias páginas: Sebald es tacaño con el punto aparte, pero munificente con las imágenes, las descripciones, los detalles, para componer los retratos de estos personajes que han dejado atrás cultura, trabajos, familia y lengua para instalarse en otro lado.
Personajes que siguen con el lector después de cerrado el libro, como su tío abuelo Ambros Adelwarth; emigrado a Estados Unidos, toda la vida trabajó como mayordomo de familias riquísimas y por eso mismo mostró siempre una compostura desusada. Tanto que el médico que lo atendió en un sanatorio donde pasó los últimos años dijo de él que “cada una de las palabras que dejaba caer, cada uno de sus gestos, todo su porte erguido hasta el final equivalían en realidad a una petición continuamente reiterada para ausentarse” (p. 134); para otro tío de Sebald, “En lo que respecta a Adelwarth, lo único que puedo decir es que me daba pena porque durante toda su vida nunca pudo permitir que nada lo sacara de quicio” (p. 107), o “Retrospectivamente se diría que no existió como persona privada, que todo él ya no era más que mera corrección” (p. 119). Ambros se entregó, al final de su vida, a recios tratamientos con electrochoques que lo dejaron convertido en un vegetal con cefalea.
Casi todos estos personajes comparten ese destino trágico: el protagonista del primer relato, el doctor Henry Selwyn, se pega un tiro en la cabeza con una escopeta que no ha usado en 25 años, y que ensaya como quien no quiere la cosa un par de semanas antes. El profesor Paul Bereyter, otro carácter que se queda con uno por días, se recuesta en la vía del tren… Todos ellos están escindidos, rotos. Uno escribe detrás de una fotografía: “a unos 2.000 km de distancia en línea recta –pero, ¿de dónde?” (p. 71). Buscando recomponer la historia de su tío abuelo Ambros Adelwarth, Sebald viaja a Estados Unidos y conversa con un tío, quien lo lleva a una playa alejada; allí, en la inmensidad oscura de la nada rodeada de mar el tío le cuenta: “Vengo a menudo, aquí me siento como si estuviera muy lejos, sólo que nunca sé muy bien de dónde” (p. 108).
En medio de esas vidas que añoran e intentan rearmarse en otro hábitat al que no se acomodan del todo se leen descripciones extensas de paisajes donde los árboles y plantas tienen nombre propio, y que pueden ser de las más delicadas que he leído en mucho tiempo: “Los prados que se estiraban monte arriba, y que desde hacía tiempo ya nadie labraba, estaban poblados de encinas y tilos negros que formaban pequeñas islas arboladas, y repoblaciones de pinos rectilíneas se alternaban con agrupaciones irregulares de abedules y álamos, cuyas innúmeras hojas temblorosas acababan de abrirse de nuevo hacía un par de semanas, e incluso desde las lomas más oscuras que se alzaban al fondo, con las faldas cubiertas de bosques de abetos relucían al sol de la tarde, aquí y allá, alerces de color verde claro” (p. 128). No sé cómo sonará en alemán, pero en castellano –gracias, señora traductora–, con esas comas en su punto, con esa combinación de palabras largas y cortas, antiguas y modernas, oí música, y sentí el viento de la carretera entre Nueva York e Ithaca.
Personajes que siguen con el lector después de cerrado el libro, como su tío abuelo Ambros Adelwarth; emigrado a Estados Unidos, toda la vida trabajó como mayordomo de familias riquísimas y por eso mismo mostró siempre una compostura desusada. Tanto que el médico que lo atendió en un sanatorio donde pasó los últimos años dijo de él que “cada una de las palabras que dejaba caer, cada uno de sus gestos, todo su porte erguido hasta el final equivalían en realidad a una petición continuamente reiterada para ausentarse” (p. 134); para otro tío de Sebald, “En lo que respecta a Adelwarth, lo único que puedo decir es que me daba pena porque durante toda su vida nunca pudo permitir que nada lo sacara de quicio” (p. 107), o “Retrospectivamente se diría que no existió como persona privada, que todo él ya no era más que mera corrección” (p. 119). Ambros se entregó, al final de su vida, a recios tratamientos con electrochoques que lo dejaron convertido en un vegetal con cefalea.
Casi todos estos personajes comparten ese destino trágico: el protagonista del primer relato, el doctor Henry Selwyn, se pega un tiro en la cabeza con una escopeta que no ha usado en 25 años, y que ensaya como quien no quiere la cosa un par de semanas antes. El profesor Paul Bereyter, otro carácter que se queda con uno por días, se recuesta en la vía del tren… Todos ellos están escindidos, rotos. Uno escribe detrás de una fotografía: “a unos 2.000 km de distancia en línea recta –pero, ¿de dónde?” (p. 71). Buscando recomponer la historia de su tío abuelo Ambros Adelwarth, Sebald viaja a Estados Unidos y conversa con un tío, quien lo lleva a una playa alejada; allí, en la inmensidad oscura de la nada rodeada de mar el tío le cuenta: “Vengo a menudo, aquí me siento como si estuviera muy lejos, sólo que nunca sé muy bien de dónde” (p. 108).
En medio de esas vidas que añoran e intentan rearmarse en otro hábitat al que no se acomodan del todo se leen descripciones extensas de paisajes donde los árboles y plantas tienen nombre propio, y que pueden ser de las más delicadas que he leído en mucho tiempo: “Los prados que se estiraban monte arriba, y que desde hacía tiempo ya nadie labraba, estaban poblados de encinas y tilos negros que formaban pequeñas islas arboladas, y repoblaciones de pinos rectilíneas se alternaban con agrupaciones irregulares de abedules y álamos, cuyas innúmeras hojas temblorosas acababan de abrirse de nuevo hacía un par de semanas, e incluso desde las lomas más oscuras que se alzaban al fondo, con las faldas cubiertas de bosques de abetos relucían al sol de la tarde, aquí y allá, alerces de color verde claro” (p. 128). No sé cómo sonará en alemán, pero en castellano –gracias, señora traductora–, con esas comas en su punto, con esa combinación de palabras largas y cortas, antiguas y modernas, oí música, y sentí el viento de la carretera entre Nueva York e Ithaca.
¿Habrá lecturas que se acomodan mejor a cierta edad? Tengo el pálpito de que disfrutaré mucho más En busca del tiempo perdido a los 70 de lo que lo disfruté a los 24. Siddartha y Damián me revolcaron a los 14 o 15; cuando intenté releerlos pasados los 30 me parecieron cursis y aguados... Si lo anterior es verdad, diría que Los emigrados es un libro que se disfruta más cuando hay cierta madurez, se va llegando o se está pasando de los 40. Quizá me equivoque...
W. G. Sebald, Los emigrados, Barcelona, Debate, 2003. Traducción de Teresa Ruiz Rosas.
Comentarios
A mí los Anillos de Saturno, a pesar de no saber muy bien al final qué clase de libro leí, me pareció una nota.
"Sin contar
queda la historia
de las caras
vueltas hacia otro lado."
Lucaz, yo también siempre busqué a Sebald en Anagrama, este lo encontré en una buena librería de saldos que queda en Bogotá, en la calle 18 arribita de la Séptima... creo que se llama Acuario. Vaya.
Tomás David, bienvenido... me alegra que conozca a Pablo Felipe, pero sobre todo por favor cómprele un librito de cuando en vez en esa bellísima, seriesísima y finamente surtida librería que ese respetable caballero tiene en Manizales: Libélula. Hace un par de meses que fui a Manizales me vine con el dolor de haber estado pelao y no poderme llevar de allá uno o dos titulitos... arreglaré el entuerto la próxima vez que vaya.
Saludos,
Andrés M.