La historia es conocida y sentida por muchos: no se encuentran en el mercado libros de cuento. Las editoriales dicen que no publican cuentos porque no se venden, los lectores dicen que quieren leerlos pero no los encuentran. ¿Cómo romper un círculo tan terco? Creo que publicando colecciones de cuentos, promocionándolos con largueza, así al comienzo se vaya a pérdida por parte y parte (de las editoriales por las ventas y de los lectores por la calidad). No será por mucho: con la circulación de materia prima hay más parámetros de comparación y estoy seguro de que la calidad sube. Si la calidad sube se crea público y los números se engordan. Y con público y mejores relatos el mercado se equilibra. ¿O estoy pendejiando? No sé, pero eso se me ocurre.
El viento agitando las cortinas (qué bello título) reúne tres relatos extensos y bien armados sobre la nostalgia, el nacimiento del deseo, sobre la vida colombiana en los ochenta y ahora... Puede ser otra de mis pendejadas, pero estimo que cada libro está contenido en una de sus frases. La de este volumen creo encontrarla en la página 113: “constancia de que el tiempo pasa y se lleva lo mejor de nosotros, así nos deje la esperanza de lo desconocido”. Aquí los tres narradores se refieren a su historia personal en diferentes momentos, y testifican el paso del tiempo. Se me ocurre que estos relatos tienen un público primario bien definido: cuarentones. Los tres narradores rondan esa edad; los tres recuperan sus tiempos de niñez y juventud, y esa niñez transcurrió en los ochenta, cuando pareciera que todos los colombianos éramos de clase media (aunque algunos fueran de clase más media que otros).
En el primero, “Contra la desnudez”, un bibliotecario metódico y gris va narrando la arqueología de sus dos obsesiones: la ropa interior femenina y los hoyuelitos que se les forman a las mujeres en la parte baja de la espalda, a cada lado de la columna vertebral. Cuando el relato de una obsesión está bien hilvanado y se narra con intensidad, cuando quien describe sus obsesiones lo hace de manera recia y regia, ese relato tiene la capacidad de despertar en los lectores la misma obsesión, o de destaparla. Creo que todos los lectores empezamos a reparar con más detalle que antes en los olores cuando leímos El perfume. A eso me refiero: luego de leer este relato seguro muchos miraremos de otra manera el “romboide de Michaelis”, esos hoyuelitos mágicos al final de la espalda de las muchachas.
Tiene otras virtudes este primer relato, como la puntería con que el autor ha sabido definir con una sola palabra el olor complejo del coño femenino: “me apretaba con fuerza sus calzones contra la cara, asfixiándome al mismo tiempo que me narcotizaba con su olor marino” (p. 29). Como el humor: “Como sexólogo no era gran cosa, pero, ¿hay alguno que lo sea?” (p. 20). Como la gracia para pintar a un preadolescente en los ochenta: “me lancé sobre la Enciclopedia visual del sexo y pasé ansiosamente página tras página. Ahí aprendí algunas palabras básicas para actos ya imaginados pero cuyo nombre técnico ignoraba. Cunnilingus. Fellatio. Palabras que alborotan en cualquiera el deseo de estudiar latín” (p. 19).
El segundo relato, “¿Quién se acuerda del capitán Scott?” también va hasta el nacimiento del deseo de un muchacho algo nostálgico, lector, silencioso, que pasó buen tiempo en una casona de Quito con tías y abuelos y de pronto se ve en medio del patio de un bulloso colegio bogotano. Día tras día en ese colegio dedicado a los larguísimos devaneos, planes, arrepentidas y metidas de pata que sufría uno cuando se acercaba a una chica. Muy bonito y muy concentrado en la tormentosa preadolescencia, por lo que no entendí por qué el autor sigue al personaje hasta que se vuelve adulto. Sentí algo de desequilibrio cuando el relato durante treinta páginas siguió al personaje por unos pocos años, y luego en tres páginas recorre treinta años. Pero bueno, se lee con mucho gusto (al menos así lo leí, yo que soy cuarentón) a pesar de ese desequilibrio.
Una pareja de amigos cruza mails en el tercer relato, “Mil veces el mal camino”, y la narración recupera solo los del tipo. Está lograda con maestría la secuencia de respuestas que no aparecen en el cuento, los correos de ella. Él quiere contarle un par de amores y quiere mantenerla a ella interesada en el cuento, así que a la manera de los folletines del siglo XIX, avanza unos aspectos y se guarda otros, y con eso garantiza que ella –y nosotros los lectores– sigamos con interés esa historia tan personal. Las reflexiones sobre las relaciones entre alumnos y maestros (se materializan dos en este relato) son muy precisas y certeras. Lo puedo asegurar...
Bien por Juan Carlos Rodríguez y bien por Mondadori, que se han asociado para poner frente a nosotros esta bonita colección de relatos. Que no sea ésta una única golondrina, porque ya sabemos qué no puede hacer sola una de estas aves.
Juan Carlos Rodríguez, El viento agitando las cortinas, Bogotá, Mondadori, 2008, 158 páginas.
El viento agitando las cortinas (qué bello título) reúne tres relatos extensos y bien armados sobre la nostalgia, el nacimiento del deseo, sobre la vida colombiana en los ochenta y ahora... Puede ser otra de mis pendejadas, pero estimo que cada libro está contenido en una de sus frases. La de este volumen creo encontrarla en la página 113: “constancia de que el tiempo pasa y se lleva lo mejor de nosotros, así nos deje la esperanza de lo desconocido”. Aquí los tres narradores se refieren a su historia personal en diferentes momentos, y testifican el paso del tiempo. Se me ocurre que estos relatos tienen un público primario bien definido: cuarentones. Los tres narradores rondan esa edad; los tres recuperan sus tiempos de niñez y juventud, y esa niñez transcurrió en los ochenta, cuando pareciera que todos los colombianos éramos de clase media (aunque algunos fueran de clase más media que otros).
En el primero, “Contra la desnudez”, un bibliotecario metódico y gris va narrando la arqueología de sus dos obsesiones: la ropa interior femenina y los hoyuelitos que se les forman a las mujeres en la parte baja de la espalda, a cada lado de la columna vertebral. Cuando el relato de una obsesión está bien hilvanado y se narra con intensidad, cuando quien describe sus obsesiones lo hace de manera recia y regia, ese relato tiene la capacidad de despertar en los lectores la misma obsesión, o de destaparla. Creo que todos los lectores empezamos a reparar con más detalle que antes en los olores cuando leímos El perfume. A eso me refiero: luego de leer este relato seguro muchos miraremos de otra manera el “romboide de Michaelis”, esos hoyuelitos mágicos al final de la espalda de las muchachas.
Tiene otras virtudes este primer relato, como la puntería con que el autor ha sabido definir con una sola palabra el olor complejo del coño femenino: “me apretaba con fuerza sus calzones contra la cara, asfixiándome al mismo tiempo que me narcotizaba con su olor marino” (p. 29). Como el humor: “Como sexólogo no era gran cosa, pero, ¿hay alguno que lo sea?” (p. 20). Como la gracia para pintar a un preadolescente en los ochenta: “me lancé sobre la Enciclopedia visual del sexo y pasé ansiosamente página tras página. Ahí aprendí algunas palabras básicas para actos ya imaginados pero cuyo nombre técnico ignoraba. Cunnilingus. Fellatio. Palabras que alborotan en cualquiera el deseo de estudiar latín” (p. 19).
El segundo relato, “¿Quién se acuerda del capitán Scott?” también va hasta el nacimiento del deseo de un muchacho algo nostálgico, lector, silencioso, que pasó buen tiempo en una casona de Quito con tías y abuelos y de pronto se ve en medio del patio de un bulloso colegio bogotano. Día tras día en ese colegio dedicado a los larguísimos devaneos, planes, arrepentidas y metidas de pata que sufría uno cuando se acercaba a una chica. Muy bonito y muy concentrado en la tormentosa preadolescencia, por lo que no entendí por qué el autor sigue al personaje hasta que se vuelve adulto. Sentí algo de desequilibrio cuando el relato durante treinta páginas siguió al personaje por unos pocos años, y luego en tres páginas recorre treinta años. Pero bueno, se lee con mucho gusto (al menos así lo leí, yo que soy cuarentón) a pesar de ese desequilibrio.
Una pareja de amigos cruza mails en el tercer relato, “Mil veces el mal camino”, y la narración recupera solo los del tipo. Está lograda con maestría la secuencia de respuestas que no aparecen en el cuento, los correos de ella. Él quiere contarle un par de amores y quiere mantenerla a ella interesada en el cuento, así que a la manera de los folletines del siglo XIX, avanza unos aspectos y se guarda otros, y con eso garantiza que ella –y nosotros los lectores– sigamos con interés esa historia tan personal. Las reflexiones sobre las relaciones entre alumnos y maestros (se materializan dos en este relato) son muy precisas y certeras. Lo puedo asegurar...
Bien por Juan Carlos Rodríguez y bien por Mondadori, que se han asociado para poner frente a nosotros esta bonita colección de relatos. Que no sea ésta una única golondrina, porque ya sabemos qué no puede hacer sola una de estas aves.
Juan Carlos Rodríguez, El viento agitando las cortinas, Bogotá, Mondadori, 2008, 158 páginas.
Comentarios
juan carlos y yo compartimos editores, y ahora estoy con muchas ganas de leer sus bien comentados relatos.
seguro verá esto pronto. así que aprovecho para enviarle un gran abrazo desde caracas.
s.
El que si podría promocionar el cuento sin mayor riesgo es don Daniel Samper Jr introduciendo un par de cuentos en su revista. Despúes podria sacar un libro de cuentos de soho y construir mercado para los cuentos y los cuentistas
hay una revista paisa dizque dedicada al cuento, se llama 'Odradek', pero circula poco y además es pésima. también pareciera dedicada a los cuentos de los miembros de su consejo editorial (elkin restepo, claudia ivone no sé qué, el bárbaro de luis f Macías y otros cuatro o cinco gatos que son muy malos cuentistas). por eso atinado lo que dice jimenez, ya que no hay revistas que le apuesten al cuento, que lo hagan las editoriale.
Teniendo en cuenta lo que dice el gringo, y si vamos a jugar a ser los arbitros y mandamases del mercado, tiene más sentido ladrarle a los directores de revistas que s los dueños de editoriales. Siguiendo con el tono de planificador en pro del cuento, lo sensato seria incentivar la publicación de cuentos al interior de revistas con amplia circulación, antes que ir a molestar a los dueños de las editoriales.
La cosa además tiene sentido económico: una revista (como soho por ejem) poco arriesga introduciendo una sección permanente de ficción (porque lo que jala principalmente las ventas son las tetas -como se dijo hace un rato-), mientras que para una editorial publicar un tomo con los cuentos de cualquier autor medio desconocido (e incluso conocido) es un riesgo serio o por lo menos tangible.
Ya si el genero coge fuercita gracias al impulso de las revistas (como pasó con la crónica, según contaban en este blog), el riesgo de producir un libro de cuentos ya publicados en revistas se reduce mucho y puede llevar a un editor a tomar la decisión de meter la platica en el negocio.
Un abrazo, y te seguiré contando. Por ahora buscaré El secreto del señor Gould, que tiene intrigada.
En todo caso, conmovedora la discusión económica, con almas así, metiendo energía, estaríamos salvados... Pero una infidencia que espero que el autor me perdone. A este libro de cuentos que se para con las dos piernas bien apoyadas (el autor es exyudoca confeso), como parece sugerirse si hemos de creerle al lector Jiménez y a los demás lectores que han comentado, Mondadori, SU EDITORIAL, no le hizo ni el más mínimo lanzamiento.
Nada.
No estamos en la era de creer en lanzamientos, está bien, pero eso no quiere decir que cuando se elige no hacerlo o no se consigue hacerlo porque se elige no conseguirse hacerlo, no estemos ante un síntoma. Bacano que los saquen, los libritos de cuentos, claro, pero casi sentimos que ni ellos creen en lo que sacan. En un panorama así, ¿cómo defenderse?
Con paciencia, claro, viene a demostrar el colega Juan Carlos Rodríguez.
Desde ahora, nueva seguidora de este Blog.
Hugo montero