En octubre de 2007 el poeta antioqueño Carlos Framb vertió en un yogur una cantidad letal somníferos y morfina y se lo dio a beber a su madre, Luzmila Alzate. Luego oyó música, caminó por el barrio, escribió un par de cartas, tomó algo de vodka y lo pasó con el mismo mejunje que horas antes se había tomado su mamá. Para estar seguro de tener nada más que tiquete de ida se puso una bolsa en la cabeza, pero no alcanzó a ajustársela: se quedó dormido. Tres días después se despertó en el hospital, sin madre y con cargos por homicidio agravado. No llegó al infierno, pero estuvo en la antesala durante los siguientes meses: cárcel, entresijos legales, el repudio de algunos de sus amigos y conocidos –claro que, al tiempo, vinieron las muestras más tiernas de afecto y apoyo por parte de amigos, alumnos y familiares– y la falta de vivienda.
La historia llegó a los periódicos y dio de qué hablar durante un tiempo. Por supuesto, trajo a la mesa de algunos círculos el tema de la muerte asistida, de las decisiones trascendentales. En este libro Carlos Framb cuenta la historia desde su punto de vista privilegiado, a manera de homenaje póstumo a su madre, el ser que más amó en sus cuarenta y pico años de vida. En un párrafo económico y bonito la dibuja, y con ella la vida de una señora de edad de clase media en Medellín: “A lo largo de casi dos décadas la vida de mamá siguió sin mayores altibajos. Un día era la réplica del anterior y del siguiente: los oficios de la casa, las conversaciones con las vecinas, las hermanas y las sobrinas, la insulina para mi padre, las rutinarias citas médicas, la misa dominical, alguna discusión doméstica, las salidas al centro, algún cambio de domicilio, la muerte de algún pariente lejano” (p. 39). En esa rutina tan consolidada se instala el comienzo del fin: en menos de diez años mueren dos hermanas queridas y un hermano, se cae y se parte el fémur, el esposo de media vida se enferma y muere. Doña Luzmila, esa señora serena y típica, se desmorona: queda impedida por la caída, a la que se suma una ceguera progresiva y, con ella, la depresión.
El hijo toma entonces a su cargo a la madre, y entre él y la señora se va construyendo un tejido sólido de amor y compañía, que es el que nos dibuja Framb en este libro. Algo de las conversaciones y el día a día nos deja ver en el testimonio el autor de estas páginas, aunque no mucho. Sobre todo, nos relata cuando conversan sobre esa decisión que van tomando, cual es que la señora abandonará esa vida de dolores y padecimientos ayudada por su hijo: “Teníamos que salvar el hiato que mediaba entre sus creencias religiosas y mi postura escéptica, entre su concepción del suicidio como un pecado y la mía que lo entiende como un ejercicio de dignidad, libertad y honor. El nudo por desatar era Dios” (pp. 45-46).
Además de las conversaciones, la descripción de la vida cotidiana de dos personas serenas y de la casi transcripción de lo que iba pasando por la mente y el corazón del autor, cada capítulo incluye una digresión, una historia alterna: el primero la historia de Sonsón, el pueblo en que nacieron madre e hijo; el segundo un recuento de la muerte por propia mano de grandes personajes de la historia; el tercero un reporte detallado de la muerte también voluntaria de escritores y sus parejas: Herbert von Kleist y su amiga Henriette Vogel, Stefan Zweig y su segunda esposa, Charlotte Altman, y la de André Gorz y su mujer. De las citas que recupera Framb la más bella es la que toma de Gorz, en su libro Carta a D. Historia de un amor: “Vas a cumplir ochenta y dos años. Te has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos, y aún continúas hermosa, grácil y apetecible. Ya hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te amo más que nunca. Llevo de nuevo en el pecho un vacío devorador que sólo calma el calor de tu cuerpo contra el mío. A veces, en la noche, veo la silueta de un hombre que, por un sendero vacío y en un paisaje desierto, va caminando tras un féretro. Yo soy ese hombre. Eres tú a quien el féretro transporta. Y no quiero asistir a tu cremación; no quiero recibir tus cenizas en una urna” (pp. 92-93). Esas citas, esas digresiones, esas historias alternas se agradecen, pues aunque es a ratos bella la narración de Framb de la vida con su madre y las expresiones de amor por ella, a veces comienzan a empalagarnos, y necesitamos salirnos a dar una vuelta por el jardín, pensar en otros asuntos.
Es que el libro peca por exceso de devoción. Uno quisiera más imágenes y menos declaraciones de amor. Uno quisiera algo más de equilibrio: por ejemplo, el autor transcribe con lujo de detalles la ponencia de la defensa durante su proceso penal, pero no hace lo mismo con la de la fiscalía. Y no sólo en este caso: falta equilibrio entre las generalidades y las situaciones específicas: uno quisiera más de las segundas y menos de las primeras. Si es un libro testimonial debe ser más abierto, más franco. Creo que le faltó al autor un tiempo para madurar su duelo, para decantar su visión de los acontecimientos: en el afán de rendirle un homenaje a su madre se perdió la oportunidad de componer un testimonio más vívido. Aunque vale la pena leerlo por la prosa diáfana de Framb, por la recuperación de su proceso legal, pero sobre todo, por las cuatro o cinco páginas donde cuenta la noche en que ayudó a morir a su madre e intentó él morir con ella: son impresionantes.
Carlos Framb, Del otro lado del jardín, Bogotá, Planeta, 2009, 186 páginas.
NOTA: El ojo en la paja regresa con la regularidad de siempre, una actualización a la semana, dos cuando me lo permiten mis otros compromisos.
Comentarios
Desde hace varios meses esperaba este libro. Por varias razones (entre las que debo reconocer, con vergüenza, cierto morbo) me atrajo bastante la historia de Framb, y cuando supe que una editorial le había propuesto escribir un libro sobre el asunto, pensé en todas las posibilidades literarias de un suceso tan sobrecogedor. Con ese mismo "morbo literario", pensé, al conocer algunos trabajos de Framb, que el asunto estaba en buenas manos.
Pero, al mismo tiempo, me imaginé que trabajarle a este testimonio cuando las cosas siguen estando tan, digamos, en la superficie, tan recientes y, probablemente, dolorosas, podría llevar a un abuso de la nostalgia y a una falta de distancia sobre todo lo que pasó.
No sé, pero alguna vez leí esto en algún lugar: "Para que el dolor se convierta en metáfora primero debe volverse olvido". La frase, dicen por ahí, es de Pavese, pero no estoy seguro.
Camilo, gracias por la reseña.
Besos
Me enseño a ver el cielo y apasionarme por los astros.
Gran profesor, lo recuerdo con mucho afecto.
Estupendo blog.
Les comentaré!