Fusilado: Julio Ramón Ribeyro (otra vez)



Lo dice el propio Ribeyro en el prólogo a su Antología personal: “al revisar en forma sumaria la presente selección he comprobado que su división en rubros no deja de ser relativamente convencional. Se notará que algunos ‘Proverbiales’ podrían ser cuentos o algunos ensayos podrían ser ‘Proverbiales’, del mismo modo que algunos fragmentos de mi diario podrían ser ‘Prosas apátridas’ o viceversa. Las fronteras entre los llamados géneros literarios son frágiles y catalogar sus textos en uno u otro género es a menudo un asunto circunstancial, pues toda obra literaria es en realidad un continuum. Lo importante no es ser cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente escritor”. En efecto, los fragmentos de su diario que fusilo a continuación –y que no aparecen en la edición definitiva, titulada bellamente La tentación del fracaso y que también voy a fusilar en algún momento– pueden leerse como cuentos. O algunos fragmentos llegan a ser aforismos, Prosas apátridas o postales de esas a las cuales eran tan afectos los escritores franceses del XIX y sus epígonos. A mí me gusta cualquier cosa que haya escrito Ribeyro por la música de su prosa, por sus observaciones tan finas, por los puntos donde va poniendo el ojo. En fin, paro acá esta introducción y los dejo con la voz de éste, uno de los mejores escritores que la lengua española ha dado.

París, 19 de noviembre de 1981

Estoy predestinado a caer siempre en las situaciones más embarazosas, necias y ridículas. De todas las invitaciones que he recibido en estos tiempos (Madrid, Amberes, Belgrado, Grenoble) acepté finalmente una, la de la Universidad de Burdeos. Y es la única que no debería haber aceptado, pues todo o casi todo fue deplorable. Para empezar al descender del tren no me esperaba el profesor que me había invitado, sino una alumna pequeñeja que no me conocía y a la que distinguí por puro azar entre la multitud pues tenía en la mano un papel en que decía RIBEYRO. Me metió a un carro viejísimo y me condujo al campus universitario, diciéndome que allí me esperaban los profesores de la sección latinoamericana para conducirme al auditorio donde debía dar mi conferencia. Pero allí no me esperaba nadie, de modo que la pequeñeja me llevó hasta una especie de sala-cafetería universitaria donde había una veintena de alumnos conversando y bebiendo y me abandonó luego de decir algo así como “éste es el escritor peruano que va a dar una conferencia”. Los alumnos levantaron la cabeza, me observaron y siguieron conversando. Quedé allí sin saber qué hacer, mi maletín en una mano y mi cartapacio con la conferencia en la otra. De cuando en cuando los presentes volvían hacia mí la mirada y me observaban nuevamente, con una mezcla de curiosidad, sorpresa, suspicacia e ironía. Al fin apareció el profesor que me había invitado (un chileno exiliado), se excusó pues había estado dictando un curso y me mostró una caja de cartón puesta sobre una mesa. “Sus libros –me dijo–. Los encargamos a Gallimard. Es para que los dedique a los compradores”. Como ya era la una levantó la voz: “Pasemos al auditorio que la conferencia va a empezar”. Como nadie se movía de sus asientos, añadió: “¿Van a venir o no?”. Una decena de alumnos se pusieron de pie y se dirigieron hacia el auditorio. En el camino se les sumaron una decena más que estaban en el pasillo y entramos a una sala grande, con sillas y carpetas escalonadas, como en un anfiteatro. En el estrado o escenario sólo había una mesa y una silla. Ni micro, ni cenicero, ni jarra con agua. La veintena de alumnos ocuparon sus sitios, pero sin agruparse, sino más bien dispersos, lo que acrecentaba la impresión de vacío. “Vamos a esperar un rato para ver si viene más gente” dijo el profesor y se fue de la sala. Quedé entonces sentado frente al público, pero sin hacer nada, callado, mirándonos las caras, esperando que regresara el metteur en scéne. Opté finalmente por prender un cigarrillo y dedicarme a revisar mis notas. Al fin volvió el profesor, que había logrado reclutar tres o cuatro alumnos más, me presentó y empecé mi conferencia. Dije lo que tenía que decir, sin muchas ganas ni entusiasmo, y a la hora justa la di por terminada, pues eran ya las dos de la tarde, no había almorzado y el estómago me fastidiaba. Aplausos templados, dispersión de los alumnos, desaparición del profesor que me dijo lo esperara cinco minutos y otra vez solo en un corredor de la universidad, muerto de hambre y sin saber qué hacer. Por suerte pasó un peruanista francés que me conocía y había leído mis libros y me llevó a su despacho mientras esperábamos al chileno. Este tardó una hora en venir (creo que se había ido a dictar otro curso) y me dijo que me llevaría a almorzar. Eran ya las tres y media de la tarde. Pensé que iríamos a un restaurante bordelés, donde al menos podría regalarme con un buen vino de la región, pero no, el chileno me llevaba a su casa. En el camino se detuvo frente a un almacén de alimentación. “Vamos a comer bistec con papas fritas” dijo. Lo acompañé a hacer las compras y de paso, como me pareció que iba a coger un vino cualquiera, le rogué que me dejara invitarle el vino. Vergüenza para Burdeos, en los anaqueles había vinos de pésima calidad. Compré el más caro (apenas veinte francos) y fuimos a su casa. Una torre de veinte pisos en una especie de suburbio bordelés. Departamento estrecho. Entramos a una sala-comedor-cocina, donde estaba su esposa mirando televisión y sus dos hijos (dos años y diez meses) jugando en el suelo. Enormes esfuerzos para poder pasar el bistec (generalmente se me atraca en el esófago, por eso es que sólo como filete), los niños hacían una bulla de los diablos, me entero que el profesor no es profesor sino lo que se llama vacataire y está pésimamente pagado y que a las seis de la tarde tengo que ir a una librería a firmar mis libros y a las nueve de la noche a la Asociación Túpac Amaru para dar otra charla. Ya son las cinco de la tarde, me caigo de cansancio y de sueño, los esposos desaparecen y me quedo vigilante de los dos niños, angustiado porque temo que se vayan a romper la crisma. A las seis mi huésped reaparece (estaba hablando por teléfono) y me dice que tiene que ir a dictar un curso pero que pasará a recogerme el dueño de la librería. Este pasa a las seis y media, es un mozo en blue-jeans, mal afeitado, me saca a la carrera, me mete a un dos caballos y enfilamos al centro de Burdeos. Llegamos a la librería, minúsculo y miserable sucucho y no hay nadie, aparte de dos a tres amigos del librero, que están allí por otras razones. La librería se llama Dehors (afuera) y debajo del rótulo hay un papelito que dice “Julio Ramón Ribeyro firmará sus libros”, de modo que podría leerse el todo así: “Afuera Julio Ramón Ribeyro...”. En una mesa está la enorme caja con mis libros. El librero y sus amigos desaparecen en una trastienda, de la que llega música. Quedo solo y me entretengo en observar los estantes: me doy cuenta que es una librería de libros anarquistas y sindicalistas: en las mesas y repisas pululan libros, revistas, folletos y volantes de estas tendencias. ¿Qué demonios hago yo allí, muerto de frío además, pues no hay calefacción, al punto que tengo que ponerme mi abrigo? Al fin aparece una muchacha, compra un libro y se lo firmo. A las ocho de la noche no ha venido nadie más, aparte de algunos anarquistas que discuten con el librero sobre un asunto de repartición de tracs y propaganda. El librero decide cerrar la tienda diciéndome: “Burdeos es una ciudad muerta. Aquí no pasa nada. La burguesía no se interesa por la cultura”. Como le pregunto qué podemos hacer y dónde voy a dormir, me dice que iremos a manger un morceau (picar algo) antes de ir a la Asociación Túpac Amaru y que dormiré en casa de un amigo que vive la lado de la estación del tren, de modo que no tendré problemas para embarcarme al día siguiente. Salimos por la trastienda, donde veo una chica poniendo discos y una serie de micros. “¿Qué es esto?” pregunto. “Nuestra radio libre” dice. Nos echamos a caminar por las calles a esa hora fría. “Veremos un poco del viejo Burdeos” dice mi guía. Calles solitarias, siniestras, oscuras, de una tristeza que parte el alma. Yo sólo quiero entrar a una vieja taberna bordelesa y comer un poco de queso con un buen vino. “Aquí no hay esas tabernas”, me dice el librero. Sólo snacks donde se bebe sobre todo cerveza”. Cuando me estoy cayendo de desesperación y de angustia mi guía me hace entrar a una créperie donde, naturalmente, sólo sirven crepes y sidra, bebida que detesto. Resignadamente como un pedazo de crepe y escucho distraído al librero que me habla de política regional, de la que no entiendo nada. Al salir del restaurante le propongo tomar un taxi para ir a la Asociación Túpac Amaru, pero se opone alegando que queda cerca. Nueva caminata por calles más frías aún, solitarias y fantasmagóricas. Mi guía me cuenta a gritos no sé qué especulación que ha hecho el alcalde Chaban Delmas en un asunto inmobiliario. Llegamos al fin a la asociación. Es un bar, una especie de minúsculo café-concert. Un mostrador, ocho o diez mesitas y un estrado iluminado con un micro de pie como para un cantante. Tras el mostrador hay una sola persona: el vacataire chileno. Al igual que en la librería, no hay calefacción. Renuncio a quitarme el abrigo. Esperamos un rato. Nadie viene. El chileno va varias veces al teléfono, aparentemente para buscar auditores. Veo que la enorme caja de libros, que he visto en la universidad y luego en la librería Dehors, me persigue, está ahora en este bar, tan llena como al comienzo. Hacia las nueve y media aparece la muchacha que compró el libro, con su papá y su mamá y se sientan en una mesita. Más tarde aparecen tres guapas estudiantes y ocupan una mesa en el otro lado. Luego entra un mestizo con una amiga. El librero y el chileno discuten tras el mostrador, mientras yo me paseo entre las mesas en un estado de enervamiento absoluto, seguido por las miradas de los cuatro gatos asistentes, que ni siquiera hablan entre ellos y se limitan a observarme. Como ya no puedo más le digo al chileno que debemos empezar. “Por supuesto” me dice y dirigiéndose a los cuatro gatos presentes anuncia en francés: “El escritor peruano J.R.R. les va a hablar ahora de novela peruana contemporánea”. Y añade para mí en voz baja: “Tienes que hablar en francés, a esta gente no la conozco”. Ya es para mí demasiado. Estoy de pie en medio de un bar penumbroso, ocho personas ocupan tres mesitas separadas entre sí, no sé dónde me voy a colocar yo con relación a ellas (si en el estrado de los músicos, si detrás del mostrador, si también en una mesa) y tengo que dar en francés una conferencia sobre novela peruana, ¡tema que además ya desarrollé en la universidad! Empiezo por decir que no voy a dar ninguna conferencia y que por favor la gente se reagrupe, para poder sentarme a su lado y conversar al menos. Pero nadie se mueve. Opto en consecuencia por sentarme también ante una mesa, tan separada de las otras como ellas entre sí y empieza entonces la más absurda prestación que literato o conferencista ha dado en su vida. Pido que me hagan preguntas, ya no sobre literatura pues tengo la impresión que esta gente ignora lo que esto significa, que me pregunten lo que quieran y como quieran, pero nadie abre la boca. Me siguen observando embobados. Después de larguísimo silencio el chileno se decide y me pide que le explique por qué Chile tiene grandes poetas y el Perú no. Tengo que explicarle que el Perú ha tenido y tiene grandes poetas, que los premios Nobel de poesía a Gabriela Mistral y Neruda tienen un valor relativo. Cito el caso de César Vallejo, de César Moro, de Martín Adán, pero como me da la impresión que no los conoce renuncio a mencionar a Westphalen y los buenos poetas de las generaciones siguientes. Se instaura un nuevo y larguísimo silencio. Espero que el profesor chileno continúe interrogándome, pero el hecho de haber contradicho u objetado la pertinencia de su pregunta anterior, lo ha enmudecido. Como no sé qué hacer se me ocurre a mi vez hacer preguntas y, por decir algo, pregunto por qué ese lugar se llama Túpac Amaru y si alguien sabe quién fue Túpac Amaru. El auditorio se mira las caras y al fin una de las tres guapas muchachas levanta el dedo y dice: “Fue un jefe peruano”. “Un jefe, digo, sí, pero, ¿jefe de qué?”. No sabe qué responder, ni los demás. Aprovecho para hablar un poco de la sublevación de Túpac Amaru, de su personalidad, de la significación que tuvo su gesto en tanto que precursor de nuestra independencia. Me interrumpo pues un negro abre la puerta del café-concert, introduce el torso y pregunta si hay música. “Hay una conferencia” responde el chileno. El negro, sin responder, tira la puerta y se esfuma. Suficiente. Renuncio a seguir hablando. Le digo al chileno: “Creo que basta por ahora. Estoy ya cansado”. Los auditores aprovechan para desaparecer. De pronto me encuentro solo con el chileno (pues hasta el librero anarquista se fue sin decir esta boca es mía) en ese bar oscuro, gélido, siniestro. “Por favor, llévame al hotel, le digo, mañana tengo que levantarme temprano”. Pero mi aventura no había terminado: “No hay hotel, me dice, vas a dormir en mi casa”. Imagino el viaje en auto hasta el suburbio bordelés, el sofá que seguramente me darán, la molestia de tener que albergarme y caigo en una silla desparratado. Me acuerdo además que no me han reembolsado mis gastos de transporte. Está bien que no me paguen nada por dar una o dos conferencias, así hable ante un muro, pero al menos que no me cueste plata someterme a esas pruebas que nada me dan y todo me quitan. Se produce seguramente una comunicación telepática pues el chileno me pregunta cuánto me costó el pasaje. Cuando le doy la cifra y le muestro el ticket del tren se sobresalta. Lo veo hurgar en la caja del bar, contar billetes, meterse la mano al bolsillo, sacar más billetes, volver a contar. “Vamos ahora a casa, dice al fin, mañana antes de partir arreglaremos esto”.

Una hora más tarde estamos nuevamente en el piso dieciocho de la torre. Nobleza obliga. Mi huésped se esfuerza por mimarme. “Menos mal que hay un cuarto de huéspedes” me dice conduciéndome a él, pero es evidente que me han cedido el dormitorio matrimonial: por la ancha cama, las fotos, libros, papeles y utensilios lo comprendo de inmediato. Su esposa ha improvisado una tortilla, ensalada, quesos. Queda un poco del vino del almuerzo. Hablamos de su vida, sus problemas. Encantador sujeto, me digo, y además compréndelo Julio Ramón, es un exiliado, no puede regresar a su país, sus dos hijos han nacido fuera, sueña todo el tiempo con Chile, nunca podrá habituarse a vivir en una ciudad de provincia francesa, es un déraciné como tantos, como tú mismo, aunque por otras razones. Aprécialo y agradécele. Decididamente, el mundo es complicado.


30 de setiembre 1983

El porcino vino como convenido y durante tres horas se representó en casa el más grande espectáculo teatral, por momentos bufo y por momentos dramático, que pueda concebirse. Pudo haber terminado con muerte de por medio, mía o suya, pero finalmente no hubo desenlace o más bien fue dilatado hasta mañana. Digamos que el porcino mide cerca de un metro noventa, debe pesar unos 100 kilos y es más joven que yo, 45 años a lo máximo. Pinta de flic bretón, colorado, apoplético, aspecto intimidante. Estaba solo en casa y desde el comienzo le planteé el problema en términos serenos y razonables: reconocía que el contrato se vence mañana, pero ante la imposibilidad de mudarme, pues no he encontrado ningún departamento apropiado, le pedía un plazo de tres meses y me comprometía a cumplirlo escrupulosamente. De hecho se negó y me ofreció sólo un mes y a condición de que sobre el terreno le firmara un documento en el que me comprometía a partir cumplido el mismo. Era una concesión, pero yo no podía arriesgarme en ese momento y en forma tan tajante a firmar un documento. Así se lo hice saber y le pedí un plazo de 48 horas para tomar una decisión, pues debía consultar con mi esposa y con mi abogado. El cerdo se convirtió en jabalí y me dijo que si no aceptaba su propuesta, mañana o pasado mañana, no quería decirme ni el día ni la hora, entraría por la fuerza al departamento con su mobiliario y echaría el mío a la calle. Entretanto llegó Julito de su colegio y al escuchar los gritos del energúmeno tomó una actitud que siempre recordaré y que me colma de orgullo: apareció en la sala con sus 16 años y se enfrentó al porcino. Con una fuerza y una convicción impensables en un adolescente le pidió que no gritara pues estaba haciendo sus deberes. Porcín no se dio por aludido y continuó levantando la voz. Julito se acercó a él y se produjo un violento cambio de palabras, ambos con los músculos tensos y a punto de saltar el uno sobre el otro. Imaginé de inmediato el escenario: sí el cerdo hubiera intentado un movimiento de agresión, Julito le hubiera dado un golpe de karate o de full-contact cuyos resultados podrían haber sido mortales.

Logré persuadir a Julito que nos dejara solos, para evitar un hecho de sangre. El jabalí bajó la guardia, de lo que aproveché para continuar mi argumento sobre la imposibilidad de aceptar su plazo de un mes. Jabalín me escuchó calmo, pero cuando Julito se despidió para ir a su curso de artes marciales y abandonó la casa, volvió a levantar la guardia y a mostrar los colmillos. En dos pies bramó y esgrimió nuevas amenazas: “Con la ley o sin ella yo entraré aquí con mis muebles y ya verá usted si puede sacarme”. Luego: “Yo puedo ser terrible”. Y lo era en efecto, en ese momento. “No me voy de aquí hasta que usted me prometa por escrito irse dentro de un mes. Me quedo en un rincón el tiempo que sea necesario, pero no salgo de aquí sin ese documento”. Y sentándose en un ángulo del sofá de plumas cruzó los brazos. “Voy a consultar con mi abogado” dije y fui a la biblioteca a llamarlo por teléfono. “Si no quiere irse llame usted a la policía, me dijo mi abogado, pero sobre todo no firme ningún papel”. Comuniqué esta respuesta al jabalí sentado y volvió a erguirse en sus dos patas, profiriendo nuevas amenazas. Yo me sentí amenazado físicamente, para ser sincero, pues el estado de excitación en que se encontraba no excluía que se precipitara sobre mí para estrangularme. Busqué con la mirada qué objeto podía servirme para defenderme. Vi la escultura de Emilio Rodríguez Larraín, que me pareció muy pesada, de modo que me incliné más bien por una de Igor Balarín, que estaba además a la mano. Pero en ese momento sonó el gong: llamaban por teléfono. Era un amigo de Julito, de modo que aproveché para responderle en voz muy alta para que porcín escuchara: “Se ha ido a su club de karate con sus amigos y estará de vuelta con ellos dentro de media hora”. Pensé que mi estrangulador al escuchar esto se transformaría en un gentilhombre, pero lo encontré nuevamente de pie y con las pezuñas en el aire. “Le repito, señor Ribeyro, que no me moveré de aquí si en el acto no me firma ese papel”. Claro, había escuchado que mi hijo y su banda regresarían en media hora, tiempo de más para disponer de mí a su guisa.

Pensé llamar a la policía, como me aconsejó mi abogado, pero me pareció exagerado y en realidad una muestra de debilidad. No me quedaba más que defenderme con las armas que me son específicas: paciencia e inteligencia. “Fíjese, le dije, usted es un nombre de negocios, un comerciante y como tal un hombre tenaz, duro y agresivo, cuando están en juego sus intereses. Yo soy un diplomático y sé conservar mi sangre fría y mi serenidad. Pero no tome esto como un signo de flaqueza. Sé también ser firme cuando es necesario. Sus gritos y sus amenazas no me asustan. Puede hacer usted lo que quiera, pero le aseguro que no cederé. Si quiere usted quedarse aquí, quédese, allí tiene un asiento. Pero sólo será hasta que yo lo decida”. Porcín tomó asiento y me clavó la mirada. “Yo lo miro de frente, señor Ribeyro”. “Yo también”, contesté. Durante un minuto al menos sostuve su mirada, recordando la mirada irresistible de papá, ante la cual todos sucumbían. Nuevo gong: llamaban otra vez por teléfono. El hijo de un amigo. Le dije que viniera a casa, pues estaba en discusión con el propietario y era mejor tener un testigo o un apoyo. Cuando volví al salón Porcinio reanudó sus exigencias: o aceptaba un mes de plazo o me expulsaba a partir de mañana. Noté sin embargo que su flujo nervioso había bajado. Era el momento de aprovechar el desgaste que le había causado su euforia de la primera hora. “Señor Bureau, le dije, no creo que sea el momento apropiado para tomar ninguna decisión. Vamos a darnos 24 horas de reflexión. Su plazo de un mes no lo acepto, ni mucho menos que se lo prometa por escrito hoy. Yo estaría dispuesto a discutir sobre un plazo de tres meses, en el entendido que si encuentro antes un departamento me voy”. Temí que se reconvirtiera en jabalí y recomenzara sus amenazas, pero era evidente que psicológicamente la guerra había sido ganada. En el sofá había un hombre gordo y fatigado que prefería, también como yo, dilatar la solución del problema. “De acuerdo, dijo al fin, mañana vengo a su casa a las tres de la tarde para saber a qué atenernos”. Sin muertes, pugilatos ni otras derivaciones, jabalí regresó a su madriguera. Y yo me quedé en la mía, francamente cansado, pero normalmente satisfecho. No había cedido a sus amenazas y había logrado a base de paciencia y dialéctica reducir la tensión y ponerlo en meditación, lo que con un jabalí es una proeza. Pero comprendo que tal vez mi hijo haya interpretado la situación en términos que me deslucen: que permita que alguien grite en mi casa. Cierto, pero yo tengo la lucidez suficiente para buscar sobre todo el resultado, pasando por encima de las formas, pues lo que importa es el resultado y eso sólo se sabe con los años. En el momento de mayor tensión y de amenaza yo conservaba la superioridad suficiente para dominar la situación y no tener que recurrir a métodos expeditivos. Que me molesta emplear, pero no excluyo, si realmente no queda alternativa. El límite en el cual mi comportamiento se balancea hacia la reacción brutal no se produjo, estuvo a punto de producirse y quizás sea mejor que no se produjera. Porque en un momento pasó por mi cabeza mi arsenal de escopetas y me dije que nada me impedía, llegado el caso, coger una y si no tenía otro recurso valerme de ella. En fin, creo que procedí bien, pues ahora que escribo esta página –día siguiente– el jabalí me llamó por teléfono, conciliante esta vez y muy desdentado, aceptando mi propuesta de darme tres meses de plazo. Lo que no acepté de inmediato, dándole cita para mañana en un café del barrio para discutir a solas y sin testigos y sin defensa nuestro problema.


Lima, 6 de abril de 1983

Elsa y yo adelante, Emilio y Colette atrás, partimos en auto rumbo a Obrajillo. Sabíamos que quedaba después de Canta, pero no sabíamos bien por dónde se salía hacia esta ciudad ni a qué distancia quedaba. Perdimos como una hora en la barriada de Comas buscando la carretera. Al fin un guardia nos dio la buena seña y tomamos la ruta rumbo al interior. Ya eran las diez de la mañana.

Esa carretera me recordó escenas de mi infancia. Por allí nuestra clase hacía su paseo anual, en el ómnibus del colegio. Por lo general acampábamos en Santa Rosa de Quives, al lado del río. De muchacho hice también una excursión por allí hasta Yangas, en la caravana o trailer de tío Georges y pasamos allí dos días cazando. Pero nunca había ido más lejos.

La ruta es extraña. Recuerda a la Carretera Central que lleva a Tarma y Huancayo, pero más austera y solitaria. Poquísimo tráfico. Hasta Santa Rosa el valle es relativamente amplio, aunque bastante seco, pero luego comienza a estrecharse y se entra en una especie de cañón con pista de tierra que parece interminable. Poco antes de entrar al cañón nos dio hambre y alguien dijo que por allí había un hotel campestre, donde podíamos almorzar. Lo ubicamos de suerte, pues no lleva ninguna enseña. Nos abrió el guardián y nos dijo que hacía diez años que no funcionaba. Aprovechamos para visitarlo: más que un hotel era un recinto de ocho hectáreas con jardines, enramadas, estanques, juegos, chalets individuales y edificios colectivos. Todo en el más completo abandono. Algún inversionista que se equivocó y metió la pata. Lo estaban vendiendo por 200.000 dólares, lo que me pareció barato. Soñé un momento con comprarlo y establecer allí una minirrepública artística, literaria y marginal, lo que no pasó de un sueño.

Seguimos rumbo por el cañón preguntándonos cuánto nos faltaría para llegar a Canta. No se veía ningún indicador de distancia. La ruta además era plana y sabíamos por lo menos que Canta quedaba en altura, unos tres mil metros, y aún no comenzaba la pendiente. Pasamos por un pueblito irreal, una especie de decorado para western. Un aglomerado de casas que daban a la carretera, pero deshabitadas, desiertas. Bajamos un momento y al empujar el portón de una casa (donde decía PROHIBIDO ENTRAR) vimos sólo un patio invadido por hierba.

Al fin el cañón, siempre entre cerros pétreos, se empinó y nos dimos cuenta que empezaba la cuesta. Entre ambas vertientes sólo había lugar para la carretera y el río. Hicimos un nuevo alto, pues Colette y yo decidimos darnos un baño fluvial. En paños menores nos sumergimos en las aguas frías y transparentes que bajaban de los Andes. Apenas unos minutos, pero qué agradable sensación. El baño en un río no tiene nada que ver con el que uno se da en laguna, piscina o mar. Agua más fluida, leve, pero también humana, acariciante, no sé cómo explicarlo, ya encontraré los términos.

El cañón no podía ser eterno. A medida que se subía se anchó y fue poblándose de vegetación. Se respiraba un aire de sierra. Curvas y contracurvas. Aparecieron chacras, algunas vacas, cebras, casitas con tejas, corralito y una que otra huerta. Al fin llegamos a Canta. Eran las tres de la tarde.

Paso por alto nuestra breve estada en Canta, donde almorzamos. Proseguimos rumbo a Obrajillo. ¿Cuántos Obrajillos hay? Parece que dos, uno bajo y otro alto. En todo caso fuimos al bajo, pues de Canta tuvimos que descender dos o tres kilómetros para llegar a él. ¿Por qué demonios íbamos a Obrajillo? Porque Elsa había intentado una vez ir a este pueblo y no pudo llegar. Porque Arguedas habla de él en el “diario” de su novela El zorro de arriba y el zorro de abajo. Según recuerdo, en ese pueblo pensó alguna vez suicidarse.

Tuvimos que dejar el auto antes de llegar al pueblo, pues la ruta estaba bloqueada, un derrumbe o algo así. Al caminar hacia él nos cruzamos con cinco mozos de aspecto inquietante. No parecían del lugar. Pensamos todos que podía ser una célula de Sendero Luminoso. Nos miraron con desdén. Pero en fin, este es otro asunto.

Obrajillo me conmovió y me subyugó. ¿Qué era eso? Ni siquiera un pueblo: una aldea, una calle principal, con unas cuantas transversales que dan al río y cien o doscientas casas. Desierto. ¿Dónde podía estar la gente? En la solitaria plaza de tierra una linda capilla cerrada, con un fresco de Dios Padre sobre el portón, entre las dos torrecillas. Al continuar por la calle principal surge el primer habitante, visión insólita: es un jinete que pasa al galope, pero no cualquier jinete. Caballo ricamente enjaezado y el caballero lleva un extraño sombrero con el ala delantera muy salida, de la cual pende un velo. Un sombrero como los que usaban en Siena, hace cinco siglos. El jinete desaparece en las afueras del pueblo. ¿Quién era? ¿Adonde iba tan de prisa? Recordamos que estamos en carnavales. Tal vez hay alguna fiesta o feria en algún pueblo cercano. Pero nos aguarda una segunda sorpresa italiana: vemos dos casas cuyas fachadas están pintadas con ese color ocre que sólo se ve en las casas de la campiña romana y que contrastaban extrañamente con los muros enlucidos con cal de las viviendas de éste y otros tantos pueblos serranos. En fin, levantamos la cabeza y vemos que los cerros del fondo, medianamente altos y de leve pendiente, tienen esa calidad de verde, esa armoniosa diseminación de elementos –casitas, árboles, animales– que recuerdan los fondos de cuadros de la escuela toscana o lombarda. Parecían cerros pintados, en función de un decorado. ¿Analogía real o deformaciones de nuestra educación plástica europea? ¡Cómo saberlo!

Seguimos caminando (Emilio se preguntaba si habría algún bar o establecimiento donde tomar un café) y finalmente vemos la puerta abierta de lo que parece una tienda de abarrotes-cantina. A una treintena de metros de ella hay dos viejos sentados en el suelo.
–¿De quién es esa tienda? –grita Emilio.
–Mía –dice uno de los viejos.
–¿Se puede tomar un café?
–¡Uf! Hay que calentar el agua.
–Vamos hasta el río y regresamos. ¿Una media hora está bien?
–Sí.
A la media hora regresamos. Vemos a los viejos en el mismo lugar.
–¿Y el café? –pregunta Emilio desde lejos.
Los viejos no responden, pero una vieja que está sentada también en el suelo, recostada en el muro de una casa opuesta (tal vez estaba ya allí cuando pasamos por primera vez, pero no la vimos), toma la palabra por ellos.
–Es temprano, todavía, para el café. Una horita más, pues.
Son las cinco de la tarde y yo tengo que estar en Lima a las nueve de la noche, invitado a cenar en casa de Vargas Llosa.

Renunciamos al café y nos disponemos a abandonar el pueblo, cuando nos intriga ver lo que los viejos están haciendo. Conforme nos acercamos a ellos notamos que uno le está leyendo al otro un enorme libro con figuras. Descubrimos con sorpresa que es una edición encuadernada del diario El Comercio.
–¿De qué año es? –pregunto.
–Bueno, del setenta, me parece... Espere.
Antes de que verifique me agacho y veo que se trata de una edición encuadernada de 1948. Época de la guerra de Corea.
–¡Pero esto tiene 25 años! –digo.
–Sí, pues.

Seguimos nuestro camino. Emilio fascinado por esos viejos que viven fuera del tiempo propone que nos quedemos a dormir en Obrajillo o que lo dejemos a él solo y lo recojamos dentro de uno o dos días. Empezamos a buscar un hotel. Ya estamos lejos de los ancianos y no sabemos a quién preguntarle por un albergue. El pueblo sigue desierto. Bajamos por una callejuela que lleva el río y vemos al fin un mozo que anda de prisa hacia las afueras.
–¿No sabe dónde hay un hotel?
–Sigan de frente y doblan a la izquierda. Pero está cerrado en esta época. La señora que lo cuida es una vieja que vive detrás, en una chacra.

En efecto, el hotel –que es una casa de dos pisos, con rejas y un jardincillo salvaje– está cerrado. Buscamos la chacra donde vive la vieja guardiana, pero no vemos ni chacra ni vieja. Emilio renuncia a pernoctar en el pueblo y regresamos al automóvil.

Resumo el regreso: se nos revienta una llanta a unos diez o quince kilómetros de Canta. La de repuesto está desinflada. Perspectiva de quedarse a dormir en plena campiña, pues por esa carretera infame no pasa un solo vehículo que pueda auxiliarnos. Media hora de discusiones, proyectos y finalmente resignación. De pronto aparece una enorme camioneta, supermoderna y supersofisticada, que baja de las alturas hacia la costa. Descienden tres seres rubios altísimos. Nos dicen que son botánicos suecos que vienen de Junín. Sacan nuestra llanta, se la llevan a su vehículo, arrancan en busca de un garaje y a los veinte minutos regresan con la llanta en perfecto estado, ellos mismos la entornillan y parten velozmente hacia Lima diciéndonos “good bye”. Quedamos patidifusos. Emilio dice que son extraterrestres.

Al día siguiente estoy aún habitado por la imagen de Obrajillo, la fuerte impresión dejada en mí por el pueblito. Arguedas quería matarse en él, yo pienso más bien que podría vivir en él. Cuando mamá me escucha hablar de esta excursión me revela que a su padre le encantaba Obrajillo. Una o dos veces al mes bajaba a caballo a este pueblo desde la hacienda que administraba en la Pampa de Junín, unas diez horas por punas, riscos y quebradas. Regresaba al día siguiente con las alforjas llenas de azúcar, aceite, velas, lo que hacía falta en la hacienda. A veces llegaba hasta Yangas, a 50 kilómetros de Lima, para comprar frutas. Yo ignoraba que mi abuelo conociera y admirara este pueblo. Es muy posible que pernoctara en el hotel que vi y que nada haya cambiado en el Obrajillo que él conoció en 1915 y que yo descubro setenta años más tarde.


Lo fusilamos de: Julio Ramón Ribeyro, Antología personal, México, FCE, 1994.

Comentarios

chaly2 ha dicho que…
Excelente Ribeyro. Tengo que decir que me dio por abrir el blog y no pensaba leerlo hoy porque no tengo tiempo, pero me envolví y lo leí todo. Excepcional. Nunca había leído nada de él. Unas historias más "anecdóticas" que otras, pero en suma lo que atrapa es la calidad de la prosa, maravilloso. Hasta me salté a leer el link que lleva al fusilado del 2007. La primera historia en Burdeos la leí casi sin respirar, creo que sentí verguenza ajena leyendo ese relato.

Me alegra que Camilo siga posteando los fusilados "largos". Ahora, no sé quien se quejó, pero esto es un regalo. Texto es texto y no hiere. Quien no quiera leer que no lea, pero en mi caso, Camilo por favor, no me quites ese placer y a la espera de un nuevo fusilado de Ribeyro (aunque creo que consideraré llevarme la mano al bolsillo). Saludos.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Chaly: el fusilado es bastante largo, parece que dejó usted por un buen rato lo que tenía pendiente. En un momento pensé en poner apenas dos entradas del diario y sacar la del casero que lo amenaza ("Porcino", "Porcín", etc.), pero también es ilustrativa y muy hermosa esa viñeta. Ribeyro no tiene una sola palabra mal puesta, lástima que sus libros sean tan berracamente escasos. Apenas se consiguen (creo que todavía) sus "Prosas apátridas", y a ratos en las librerías de viejo algunos otros libritos. Pero cuando vea alguno por ahí no lo dude: métase la mano al dril y lléveselo.
chaly2 ha dicho que…
Camilo, efectivamente cancelé mis planes de hoy, que valga decir, no era nada del otro mundo pues estoy en vacaciones de verano. Quería ir a la playa pues estos días de sol por aquí son escasos y cambié el protector solar por el "jabalín". De verdad que Ribeyro hace parecer que escribir es simple...de ahí creo, deriva parte de su gran valía. Saludos.
danieljq ha dicho que…
Qué buen fusilado. No entiendo de razones para quejarse de la extensión, si es que alguien lo está haciendo. La calidad de los textos lo vale, y son tan claros, tan limpios, tan maravillosos, que enganchan al primer golpe, a las primeras líneas.

Justo hoy, mientras organizaba algunas cosas de mi biblioteca, vi un libro que tengo de Ribeyro, uno que compré hace unos años, precisamente, en una librería de viejo. Me detuve y pensé en leer ahí mismo algunos cuentos. No le hice caso al monsieur Baruch y lo dejé donde estaba. Al cabo de unas horas vengo a este blog para dar con cosas tan simples y mágicas como esta:

"El baño en un río no tiene nada que ver con el que uno se da en laguna, piscina o mar. Agua más fluida, leve, pero también humana, acariciante, no sé cómo explicarlo, ya encontraré los términos".

Y ya estoy mirando al libro de nuevo. A él volveré.

Camilo, me alegra esto: Gracias.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Ojo con ese cuento, Daniel. "Nada que hacer, Monsieur Baruch" tiene uno de los mejores primeros párrafos de la historia. Mire y verá.
Johan Bush Walls ha dicho que…
Calidá está el fusilado maestro Camilo.

La primera parte me recordó de una vez que fui invitado, junto a otros escritores (suena bonito eso de sentirse incluído en un grupo tan selecto, como suele pensarse que son los escritores), a un encuentro de poetas. Resulta que una de las tantas actividades consistía en dar un taller de poesía. Cuando llegamos al lugar habían unos doscientos niños, cuyas edades oscilaban entre los 8 y los diez años. La primera reacción fue de desánimo, porque qué sabían unos pequeños de poesía, eso pensamos los escritores; sin embargo, la experiencia fue bonita; en efecto, ellos no sabían de poesía, pero hacían preguntas divertidas y varios intentaron escribir sus propios versos; algunos sólo escribieron alguno que se sabían de memoria.

Perdone que divague de esa forma, pero el texto del maestro Ribeyro me lo evocó.

Salú pue.
maggie mae ha dicho que…
thank you, master!
danieljq ha dicho que…
Seguro. Me atreví a transcribirlo, espero no estar siendo muy impertinente:

"El cartero continuaba echando por debajo de la puerta una publicidad a la que monsieur Baruch permanecía completamente insensible. En los últimos tres días había deslizado un folleto de la Sociedad de Galvanoterapia en cuya primera página se veía la fotografía de un hombre con cara de cretino bajo el rótulo 'Gracias al método del doctor Klein ahora soy un hombre feliz'; había también un prospecto del detergente Ayax proponiendo un descuento de cinco centavos por el paquete familiar que se comprara en los próximos diez días; se veía por último programas ilustrados que ofrecían las memorias de sir Winston Churchill pagaderas en catorce mensualidades, un equipo completo de carpintería doméstica cuya pieza maestra era un berbiquí eléctrico y finalmente un volante de colores particularmente vivos sobre 'El arte de escribir y redactar', que el cartero lanzó con tal pericia que estuvo a punto de caer en la propia mano de monsieur Baruch. Pero éste, a pesar de encontrarse muy cerca de la puerta y con los ojos puestos en ella, no podía interesarse por esos asuntos, pues desde hacía tres días estaba muerto".
Camilo Jiménez ha dicho que…
Maggie: el master es Ribeyro, pequeña saltamontes.

Johan: Creo que toda actividad paraliteraria daría para un relatito sabroso. Me quedo con la curiosidad de conocer algunas preguntas de esos chicos.

Daniel: ¿Qué tal, ah?
C. de la H. ha dicho que…
Viejo Camilo:

Siempre será grato toparse con Ribeyro, sin importar cuál sea el género con el que venga vestido.La maestría de su prosa hace que sea uno de esos autores a los que uno conoce y frente al cual después ya no cabe la indiferencia. Yo empecé con "Sólo para fumadores", que lei en uno de esos PerioLibros que El Espectador publicó entre los años 92 y 93, y desde entonces busco sus textos con el mismo afán con que el personaje de ese memorable relato lo hace con el tabaco.
yacasinosoynadie ha dicho que…
A Ribeyro lo conocí hace ya un año y pedazo cuando usted, Camilo, me recomendó el cuento "Nada que hacer, monsieur Baruch" en un comentario que dejó en mi blog... Desde que lo leí no pude evitar hacerme a un par de libros de Ribeyro y desde ese tiempo intento meterle el diente cada que puedo. Creo que nunca le di las gracias por semejante recomendación.

Los fusilados: increíbles, el primero, aunque tiene un bloque de texto sin espacios grandísimo, lo atrapa a uno, no lo abandona, y hasta angustia y pena siente uno por el bueno de Ribeyro. El segundo me hizo recordar una linda crónica de Kapuscinski titulada "Y la gente, ¿donde esta?"... tremenda la escena de los viejitos...

Gracias hombre que PUTISIMO buen fusilado. Y gracias por haberme presentado al bueno de Ribeyro.
Andrés Mauricio Muñoz ha dicho que…
Qué berraquera de entrada Camilo. Leer los cuentos de Ribeyro ha sido para mí una de las mejores cosas que he hecho hasta el momento en términos de lecturas. Alguien dijo por ahí que casi no se consigue nada de él; y sí, es verdad, yo estuve en Perú y compré La Palabra del mudo, y me llamó la atención que en la solapa habían pegado, a mano, un papel que indicaba que los derechos pertenecían a los herederos familiares. Yo creo que por ahí va el asunto de la poca divulgación. También pude comprar la que creo es su única novela "Cambio de Guardia". Pero no la he leído; varias veces me he prometido entrarle y nunca, por alguna razón, lo hago. No sé, es algo extraño.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Quién sabe qué pasa con la divulgación de Ribeyro, Andrés Mauricio. Lo único que podemos afirmar es que sí, es escasa.

"La palabra del mudo" consta de cuatro volúmenes y recoge los cuentos que escribió, creo, hasta 1992. Alfaguara Colombia hizo una edición impagable de sus cuentos completos en 1994: es la que yo tengo. Y sus novelas son tres: "Cambio de guardia", "Crónica de San Gabriel" y "Geniecillos dominicales", esta última reseñada en este blog hace algo más de un año y medio, si no recuerdo mal. Las otras las reeleré seguramente, y también tendrán su comentario.

A mí me encantan sus novelas, y le recomiendo que lea la que tiene. Pero si me ponen a escoger diría que todo el encandilador brillo de Ribeyro está sin duda en las distancias cortas: cuentos, aforismos, prosas apátridas...
Andrés Mauricio Muñoz ha dicho que…
De acuerdo Camilo, los cuentos son los que lo tienen donde está; aunque, siendo justos, la deuda que se tiene con él es bastante grande. Pero sí, tienes razón, voy a leer Cambio de Guardia.