Tomé esta novela con muchas reservas. Primero porque el autor no me cae muy bien: considero que ha estado demasiado cerca del poder como para mantener su independencia como periodista y está –para mi gusto– muy adentro de la Casa Editorial El Tiempo, una empresa informativa que tampoco me cae nada bien. Además, en sus presentaciones, en sus columnas, en sus intervenciones públicas siempre lo he visto engreído y fanfarrón. Pero bueno, si es por las calidades personales de los autores serían poquísimas las obras a las que nos acercaríamos: eso lo sé perfectamente. Otra razón, esta sí muy menor, es la horripilante carátula: desde hace rato esta editorial se lleva el premio mayor a las peores carátulas de la industria. Pero bueno, la razón de más peso para tenerle reservas a esta novela fue el premio espurio que le dio a dedo el grupo Planeta. El tal Bicentenario fue un premio sin convocatoria, sin jurados, me da por pensar que sin competidores, como señalé en una nota anterior. Sé que empezar a leer una novela con prejuicios es el más grande pecado que puede cometer un comentarista, y por eso lo he confesado desde la primera línea. Y en la última de este primer párrafo digo que a medida que avancé en la lectura de El mariscal que vivió de prisa fui agradeciendo cada vez con más firmeza el no haberle hecho caso a mis prejuicios y haber emprendido la lectura de esta novela.
Porque desde su primer párrafo –sonoro, poderoso, garciamarquiano, que recuerda sin ambages la Crónica de una muerte anunciada– y hasta el último esta es una gran novela. Ignoro si falta a la verdad histórica, pero sí puedo decir que ha logrado atender con suficiencia la eficacia literaria. Para contar la vida del mariscal Antonio José de Sucre, que todos en su época consideraron el natural sucesor de Bolívar, expone una prosa trabajada, musical –si me piden que sea específico diría que wagneriana–. Y esa voz se sostiene desde el comienzo hasta el final. El primer capítulo arranca, como señalé, por el día de la muerte de Sucre mientras va camino a Ecuador: “Las angustias habían quedado apartadas dándole paso al sueño, un par de horas antes de que los alaridos del terlaque despertaran al Mariscal al amanecer del cuatro de junio de 1830. Abrió a la luz sus grandes ojos castaños y poco a poco cobró conciencia de su cuerpo por la vía de los dolores, el pecho apretado por tantos años de dormir a la intemperie, yo no soy más que una maraca vieja solía decir a propósito de sus pulmones estragados, y los huesos vidriosos del brazo derecho afectados para siempre por el atentado de Chuquisaca” (p. 27). Ese primer capítulo terminará justo con los disparos que le hacen al Mariscal a las ocho y media de la mañana de ese día.
En ocasiones quise leer con metrónomo, pero como no tengo tuve que apreciar la música de esta prosa leyendo en voz alta párrafos como el anterior o como este: “La viuda estaba empeñada en completar la educación de Sucre en todos los campos, lo mismo los complejos pasos del cuadrille de contredanses, que le enseñó con premura en dos largas sesiones pocos días antes del carnaval, que las artes amatorias más elaboradas en las que lo introdujo en la madrugada del Miércoles de Ceniza cuando ya se habían apagado los ecos de la fiesta y ellos dieron inicio a la cuaresma entre suspiros y sudores, hundidos en la cama de la viuda y separados del mundo por el enorme mosquitero que protegía en las noches a la rica hacendada de las plagas voladoras del platanal. Marie Louise lo había aprendido casi todo tras medio decenio de viudez, gracias a un navegante napolitano que tocaba Puerto España dos veces al año y le recitaba a Petrarca, el nudo en que el Amor me retuviera, veintiún años en él preso y asido. La viuda no era Laura pero hacía las veces y, una vez apartado el poeta, hacía suyas todas las enseñanzas de cama del napolitano. Aprendida como estaba, le enseñó a Sucre a jugar al avance y retroceso, a tomarse su tiempo en la marcha y contramarcha de las manos, labios y lengua…” (p. 159).
Esta prosa requiere tiempo, dedicación, concentración. (Y estoy hablando del lector: ni quiero pensar qué le supuso al autor.) Esta prosa no considera al lector un pendejo, le exige, y lo recompensa con buenas salidas, con música, con información valiosa presentada de manera inteligente. Es una novela para leer despacio, en sesiones breves, porque los lectores no estamos acostumbrados a ese barroquismo. Vargas Linares ha sabido sintonizarse en la época para crear la voz del narrador, para bruñir la forma en que cuenta su historia. Supo bien que en el siglo XIX las personas en este continente “se tomaban muy en serio la palabra y asumían la pose, la mirada y el tono de quien le habla no tanto al auditorio como a la mismísima historia” (p. 58). El autor ha tenido muy en cuenta que en la época que quiere revitalizar –no escogí este verbo al azar, por supuesto– “no había esquina, taberna, salida de misa ni charla de sobremesa donde no brotara, incontenible, el debate” (p. 64). Por eso creo que hizo bien en optar por ese estilo espeso, farragoso, que cambia de voz, de tiempo y de foco en un mismo párrafo, pero que con maestría sabe llevar, para en últimas dejarle claro siempre al lector atento de qué está hablando, de quién, en qué momento está de la historia.
Porque no es sólo la historia de un personaje la que se cuenta aquí: en no pocas ocasiones el narrador mira por encima del hombro de Sucre y relata los vaivenes políticos y militares de Caracas, de Bogotá y Cartagena, de Ayacucho, Quito y Lima. Se detiene –a veces más de la cuenta, debo decir– en las estrategias, en las batallas, en los actos heroicos no solamente del mariscal sino de Bolívar, Córdova, Miranda y tantos otros. Y digo que en ocasiones se detiene en las estrategias de batalla más de la cuenta porque a ratos como lector quise menos planos generales y más primeros planos. A ver me explico: me queda claro que la investigación fue rigurosa, pero hubiera querido que la imaginación también tomara su papel. En una novela histórica la investigación debe ser concienzuda, meticulosa, pero la imaginación debe aparecer sin complejos. Y este autor, en varias ocasiones, sacrificó la imaginación para atender a la fidelidad histórica. En últimas: quise menos planos de batallas, menos estrategia, menos campo abierto, y más salones, más conversaciones de sobremesa, más cartas y diarios íntimos así fueran inventados. Porque se trata de una novela, no de un tratado histórico.
Sin embargo, está tan bien construida la voz, tan bien orquestados los giros y referencias, que ese exceso de planos generales termina siendo un detalle menor. Porque al través de esa voz sólida, de esas historias menores y mayores, vamos desmitificando los grandes eventos de nuestra historia: sabemos que la independencia última, luego de la derrota de Morillo, fue más bien un acuerdo entre masones. La llamada “reconquista” finaliza cuando Morillo y Bolívar se dan el triple abrazo fraternal masónico, que significa salud, fuerza y unión. En esta novela los altisonantes versos de los himnos de estas republiquetas cobran toda su dimensión humana, casual, pedestre, como la historia de Ricaurte en San Mateo que leemos en la página 122: “Sólo encontró en el espacio sepultura suficiente para su talla, dirían los poetas. No hubo entierro ni procesiones, no había cadáver, no podía haberlo si había volado en átomos, o quizá sí lo hubo. Catorce años después, mientras conversaba con su amigo francés Luis Perú de la Croix en la estancia del galo en Bucaramanga, el Libertador terminó por confesarlo. Ricaurte murió mientras bajaba de la casa alta con sus hombres, cayó por una bala y algún infernal lo remató de un lanzazo, yo mismo reconocí su cuerpo atravesado por la vara y tendido boca arriba, el sol le había tostado la piel en las horas que siguieron al desalojo del polvorín que ya era muy escaso tras un mes de combates. Yo soy el autor del cuento, amigo Luis, lo hice para animar a mis hombres”.
Para no hacer muy extenso este comentario termino diciendo que he leído una novela grande, con una voz bien escogida y forjada con maestría. Una novela con altura y pretensiones, que deja ver detrás a un escritor comprometido con su oficio. Un autor que tiene todo mi respeto y a quien le seguiré la pista de aquí en adelante. Me gusta mucho cuando me tumban los prejuicios, cuando me convencen con argumentos.
Mauricio Vargas Linares, El Mariscal que vivió de prisa, Bogotá, Planeta, 2009, 379 páginas.
Comentarios
Eso de que los escritores escriben un solo libro si que es cierto con este man, puedo estar inventando, pero me da la impresion que en todos los libros del señor Vargas un señor importante aprende a comerse a las muchachas en unas clases magistrales que a el le parece importante narrar, es como si al construir sus personajes la aprendida a pichar le pareciera un elemento clave en el caracter del personaje.
Parafraseando al señor mexicano que vino a estudiar las novelas de Fernando Gaitan: otra cosa es que el señor Vargas vive obsesionado con los almuerzos, en sus libros de periodismo la gente vive almorzando, y el cuenta que fue lo que se comieron, nunca punta de anca ni chicharron ni pescado, sino otras cosas con nombre de ser muy caras. Me da la impresion que el señor Mauricio Vargas vive en una telenovela mexicana. Es como si nada le pareciera mas sofisticado que oir chismes de estado mientras esta comiendo. Por tal motivo yo creo que la comida no le debe aprovechar muy bien.
Pero el señor escribe muy bueno, eso si.
Me encantó el disclaimer del principio.
JUANDAVID: yo agradezco que me cuenten qué comen los personajes, tanto en la ficción como en la no ficción. Pero es que yo soy muy goloso. Cuestión, literalmente, de gustos. Y sí, el señor escribe bueno. Hágale, éntrele a la novela y nos cuenta cómo le va.
MAGGIE: la novela cansa, por eso sugiero leer de a poquitos, en jornadas de no más de una hora a la vez, para que no desestimule la lectura. En últimas, así se leían las novelas en el siglo XIX: por pedacitos (capítulos) que iban saliendo al mercado. Así deben leerse las novelas siempre. más estas de estilo alambicado. Con esta me demoré mis buenos tres meses y alguito más.
LALU: no he leído La guerra y la paz, así que ni modo. Saludos.
LALU: de pronto es una razón tonta, pero es que no he querido leer la traducción de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara, que es la que más se consigue y a la que le faltan fragmentos enteros e incluye muy olímpicas contradicciones. La más fiel es la de Lydia Kúper que publicó hace unos seis o siete años Mario Muchnik, pero vale aquí en Colombia 190 pesos, y tampoco. Ya le llegará su hora a La Guerra y la Paz. Gracias por la recomendación.
Angel Castaño G
La primera vez que leí tres tristes tigres me pareció malo, pero con estas elecciones ese libro "cobra mucha actualidad" y me parecio bueno, porque dice cosas importantes de la politica colombiana que se pasan por alto y que los protagonistas parecen no recordar. Hay que tener en cuenta que don Mauricio que es quien cuenta esos chismes es un señor que almuerza muy seguido con presidentes y ministros, lo que le da mucha credibilidad, dicen que uribito comiendo chicharron empieza a contarlo todo.
Lo digo porque yo admiraba a este señor don Mauricio por empezar a ser periodista a los 18 años, pero despues, mucho despues, vi que el señor es "yo soy hijo de mi papá que bebía con "gabo"", confieso que eso me desilusiono y le resto meritos a su precocidad periodistica.
Yo también creo que el señor escribe muy bien.
Pero eso del nepotismo hermano, cuando cerraron la revista cambio dijeron el linaje de los dos echados, la señora y el señor, y que desilusión, esos señores tambien son hijos y hermanos de don y doña hijueputas que fueron muy importantes.
Pero bien dijo apelaez, no hay solucion, si queremos tlc no podemos capar gente, y queremos tlc.
Por otra parte, él siempre se valdrá de decir que sus principios los sometió al arbitrio o la sugerencia de Gabito, su padrino y mentor periodístico y literario. Además, es de la más conspicua derecha colombiana, representada en el tiempo, su casa editorial.
De pronto me aventuro y leo la novela sobre el Mariscal, a ver qué me suscita, guardados mis compartidos prejuicios extraliterarios del periodista metido a escritor, ahora de novela histórica.