Fusilado: Elkin Obregón Sanín

Foto tomada de: Red de Bibliotecas,
http://bit.ly/IQV2vN

El oficio por el que se le reconoce es el de caricaturista, pues lo fue durante veinte años en los dos diarios de Medellín, El Mundo y El Colombiano. También se le recuerda, cada vez menos, por su célebre historieta Los invasores, que reclama una reedición. Pero Elkin Obregón Sanín es sobre todo un lector y un conversador. El ático de su casa, en la calle Echeverri de Medellín, es una cálida biblioteca llena de libros viejos y nuevos, de películas en todos los formatos, de discos larga duración de guabinas, bambucos y obras selectas de música clásica. Allí siempre está Elkin, y “a la oración” (la expresión le gustaría, creo) llegan amigos y amigas a conversar, a reírse, a demorar en varios sorbos un aguardiente o un ron. Pero no se crea que este escenario alienta nada más que conversaciones eruditas o solemnes. En ese zarzo cobijado por los libros y los discos se conversa, literalmente, de lo divino y de lo humano. El propio Elkin señala en la breve presentación de su libro Papeles seniles: “Esto es una miscelánea de anécdotas, frases, pequeños recuerdos, versos, confidencias, imágenes fugaces, papelotes de diversa y humilde índole. Algunos, la mayoría, fueron escritos para este libro, otros encontrados en viejas carpetas, otros sacados del fondo de mi computador. No obedecen a ningún orden cronológico ni de escritura, no buscan demostrar nada. Si acaso, pretenden parecerse, temo que sin ningún éxito, a una conversación”. En ese zarzo también se dibuja, hay un cuchiclub de cine, se juega ajedrez. Pero esa es otra historia.

La estupenda Colección Letras Vivas de Medellín recogió dos libros de Elkin Obregón, Papeles seniles y Memorias enanas. Ambos eran inconseguibles, así que va el aplauso para editorial Planeta y para la Colección. De ese volumen separo unos pocos textos, para antojar al respetable. Para mí, es un libro esencial que no debería pasar desapercibido.


Papeles seniles

Otoño en Madrid

Viajando en un bus por el Paseo de la Castellana, alcancé a ver a dos ancianas sentadas en un banco al borde de la acera. Era otoño y andaban embutidas en gruesos abrigos de pobre. Imaginé en sus rostros el abandono de la soledad, pero también el consuelo de su compañía y la cercanía de la muerte. Más allá de museos, teatros, cines, parques, es tal vez la imagen que más me duele de aquella ciudad, la que me resisto a olvidar.

El mundo es de los cobardes

Me inscribo en un torneo de ajedrez que tendrá lugar en el inolvidable Club Caysa, situado en un segundo piso en la esquina de Junín con Caracas. Pierdo la primera partida y después, inexplicablemente, les gano a dos “duros” del juego. Yo mismo no me lo creo. Mi siguiente partida será en la noche del domingo, frente a un contendor que ha demostrado ser fuerte a lo largo del torneo. Por nuestro mutuo buen desempeño se nos concederá el honor de jugar con reloj. Salgo de mi casa a tiempo y a cada tranco que doy me atenaza más y más el temor de que mi cuarto de hora termine esa noche, y la realidad me vuelva a poner en mi sitio. No sé cuántas veces paso y repaso frente a la entrada del Club.
Pierdo por W. O.

 Invocando a Karin
Para Viviana

Muy niña aún, ella subiría al zarzo donde suelo charlar con mis amigos. Es hora de que se vaya a dormir, pero quién la convence. Con los ojos abiertos como platos, se acuesta en mi sofá, dispuesta a beber esas palabras de los mayores que, vaya a saberse por qué, la fascinan o la intrigan. El papá (yo) no quiere autoridad para negárselo, y el tiempo pasa en el zarzo con esa muda testigo, que escucha las bobadas de siempre. Bobadas, digamos, como éstas: “El deber primero de los padres —afirmo— es tratar de hacer felices a sus hijos”. “Lo dice muy fácil —responde Klaus— alguien que, como tú, no los tiene”.
Frase imprudente, teniendo en cuenta que tal vez Karin aún no duerme. Y la noche fluye, y de pronto Karin ya no está.

 Nadaísmo a la carta

Gonzalo Arango leía sus manifiestos nadaístas de noche, siempre en sitios públicos. Trepado en un muro del Pasaje Nutibara, por ejemplo, con la calle abajo. O parapetado en algún lugar del Parque de Bolívar, tal vez, no lo recuerdo bien, la mismísima estatua del prócer. La muchachada que lo rodeaba disfrutaba encantada (disfrutábamos) de aquel curioso espectáculo, jamás visto antes por estos lares. Y todas sus palabras eran música para nuestras rebeldías recién nacidas.
Después, al releerlos impresos, aquellos textos se revelaban obsoletos, y casi paródicos. Retazos de manifiestos surrealistas, dadaístas, futuristas, creacionistas. Olores a Breton, a Lautreamont, a Marinetti, a Tristán Tzara. Todo muy trasnochado y envuelto en un mar de retóricas. Mucha “poesía maldita”, mucha exaltación de “la belleza”, muchas luces de artificio. Sustancia, poca. Todo muy parecido, en el fondo, a la palabrería hueca de nuestra “cultura” literaria oficial, que tanto decían ellos odiar y combatir.

La primera vez

Cada cierto tiempo, en programas radiales o en entrevistas de prensa, surge la consabida pregunta: “Cuándo fue su primera vez”. A mí nunca me la han hecho, pero no tengo problema en contestarla. Mi primera vez fue mi primer beso. El último no me será concedido.


Memorias enanas

Pedro

En primero de primaria la estrella era Pedro Álvarez. Lo primero que veo es un juego, en los recreos, donde un grupo desplazaba al otro hasta dejar un solo ganador. Ese ganador era siempre Pedro. Corría entonces por el patio, olímpico y sonriente, celebrando sin énfasis su victoria. Yo lo veía casi como a un dios, un ser dotado con el nimbo del triunfo. En la clase no era el mejor, no necesitaba de tales nimiedades, pero sí el consentido de la maestra, que se rendía como nosotros a su encanto. Algo había en él que nos hacía envidiarlo y seguirlo. Era un born winner, un elegido, bello, displicente, apolíneo. Ser como Pedro, parecernos siquiera a él, era nuestro deseo secreto. Poco a poco, con el paso de los cursos, se fue desdibujando un poco, ocupó sin estridencias su lugar en la tierra.
El mismo que ahora ocupa, también sin estridencias. Es hoy un ejecutivo, respetable y gris. Más que en las páginas económicas, se le menciona a veces en las sociales. Todos los años la prensa lo registra, con su mujer y sus hijas, en la feria taurina de Medellín. En esas fotos luce satisfecho, siempre joven y simpático, en su barrera de sombra. Creo que se reiría —nunca estuvo dotado para el asombro— si alguien le dijera que alguna vez fue un dios.

Los grandes

Los grandes no nos determinaban. Bastaba estar un año adelante para ser grande. Pero en todos los grados había tareas que exigían un dibujo. Los grandes llegaban entonces hasta mi pupitre, súbitamente cordiales. Yo trazaba orgulloso en sus cuadernos los rasgos de Policarpa Salavarrieta o de Simón Bolívar. Era mi momento de triunfo. Una vez complacidos, aquellos seres superiores volvían a ignorarme. Yo regresaba al anonimato, resignado y sonriente. Pero tal vez ese último rasgo de inteligencia es falso; los niños no sonríen.

El abuelo

Casi no tuve abuelos. Los maternos murieron antes de que yo naciera. De los paternos, doña Rosa es una imagen vaga y sonriente, perdida en mi primera niñez. La sobrevivió don Pedro. Algo en él me repelía, por distante; fue siempre para mí una presencia lejana. Los domingos íbamos a visitarlo. Vivía en un chalet en La América, con sus hijas. Era un anciano silencioso, delgado, ausente. Sentado en una vieja silla, inmóvil, no parecía prestar atención a sus nietos. Nunca lo amé, no fue para mí el abuelo cariñoso o solidario. No sentí su muerte. Pero me asustó la visita a ese velorio al que por fuerza debía asistir. Felizmente, el ataúd estaba cerrado. Flotaba por esa casa que me era casi extraña un olor de velorio, y una confusión de parientes y vecinos. Me refugié en un rincón, amedrentado, tratando de aislarme. Pasaron las horas. Luego se realizó el funeral en la iglesia de la parroquia y los deudos volvieron a la casa del abuelo. No todos. Mi papá se fue con sus tres hijos a una heladería cercana. Comimos helados, hablamos con él de las cosas de que hablan los niños. La muerte se fue alejando, volvimos a ser felices. Era ya de noche cuando regresamos a la casa. Esa tarde presidió la gloria de mi padre.


Lo fusilamos de: Elkin Obregón S., Papeles seniles – Memorias enanas, Bogotá, Planeta, Colección Letras Vivas de Medellín, 2011.

Comentarios

Camilo Jiménez ha dicho que…
Aquí hay otra selección de textos de Elkin Obregón hecha por la revista El Malpensante: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1987
Anónimo ha dicho que…
Camilo, heme aqui encantada con el ojo en la paja y con el Obregon que siempre me sorprende.
Gracias por la visita al Laboratorio del Espíritu

Gloria Bermúdez
Camilo Jiménez ha dicho que…
¡Gloria! Qué gusto que pases por aquí. No me olvido del Laboratorio, a quien me pregunte por mis vacaciones le cuento del mejor día que tuve en ellas, que fue cuando conocí esa belleza de obra que tienen ustedes en El Retiro. Larga vida.
Todo mi cariño para ti.
casas en remate en cali ha dicho que…
Que interesante!!


http://www.casasenventacali.com/
Camilo Jiménez ha dicho que…
Sí, Mile. Es un bello libro. Recomendado.