Hay oficios en los que se puede envejecer con dignidad.
Profesor, abogado, empresario de pompas fúnebres. Definitivamente, cantante en una
banda de rock no es uno de esos oficios: miren a Charly García. Bueno, al lado
de Charly cualquiera envejece con dignidad, incluso Mick Jagger. Aunque a estas
alturas no se puede ver a Jagger como el cantante de una banda de rock. Quizá
sea más favorable para él, para nosotros, para la historia, verlo como un actor viejo
al que empresarios y público no dejan retirarse, y lo han encasillado en el
papel de cantante de una banda rock. Un actor de 70 años, Caballero de la Orden
del Imperio Británico, cuyo personaje mueve las caderas de forma provocativa y
canta canciones que escribió con el corazón un chico rebelde hace cuarenta y
cinco años.
Porque hace cuarenta y cinco años Mick Jagger sí era el
cantante de una banda de rock. De hecho, en esa época él mismo nutrió al
personaje con rutinas que otros repitieron hasta el cansancio durante tres
décadas, hasta el punto en que hoy están un poco envejecidas, son clichés:
destruir habitaciones de hotel, llevarse a la cama a cuanta chica se asome por
la fiesta, intentar pasar cocaína por la aduana durante una gira… Esas cosas
que ya no se usan, o que si se usan son vistas como algo anticuado. Hace
cuarenta y cinco años tampoco se usaban, pero Mick y sus compadres en la banda
—Keith Richards, Brian Jones, Charlie Watts, Bill Wyman— las inventaron. Fueron
los pioneros, los que crearon el manual de comportamiento de la estrella de rock estándar.
Pero vamos a lo importante, de lo que se trata todo este
asunto: hace cuarenta y cinco años, quizá un par de años más, Mick Jagger y
Keith Richards empezaron a componer algunas de las mejores canciones de todos
los tiempos. “Heart of Stone”, en 1965. “Let’s Spend the Night Together”, en
1967, y “Ruby Tuesday” ese mismo año… Y a partir de ahí, toneladas. Estuvieron
haciendo buenas canciones, prensando álbumes implacables y haciendo conciertos
inolvidables durante poco más de una década, entre el 67 y el 81 u 82. Justo
mientras fueron una banda de rock.
Hace treinta años, en los ochenta, todavía hicieron algunas
canciones buenas, aunque en ese momento las hicieron más con la billetera que
con el corazón. Se empezaba a notar la fórmula, pero no se puede desconocer que
el álbum Tattoo You, del 81, tiene temas
inolvidables. Por favor: ahí está “Waiting On a Friend” para callarle la boca a
cualquiera que se atreva a pensar lo contrario. Sin embargo, la de los ochenta
es la década en la que los Rolling Stones dejan de ser una banda de rock y se
convierten en una sociedad (nada) anónima, una empresa de la que Mick Jagger se
autonombró representante legal.
Ha hecho bien su trabajo de empresario, todo hay que
decirlo. Las bandas de hace tres décadas que no tienen que hacer conciertos por
necesidad se pueden contar con los dedos de la mano, y los Stones son una de
ellas. Esto es gracias a Mick Jagger y a su sentido práctico para manejar el
dinero. Quizá la manera de hacerlo no fue la mejor: en los ochenta fue cuando negoció
bien los conciertos y grabaciones de la banda para los siguientes años, pero
también hizo un trato para lanzar su carrera en solitario. Su amigo desde el
jardín de infantes, el guitarrista Keith Richards, lo vio como una puñalada por
la espalda y nunca se lo perdonó. Siguieron juntos, pero ya no como amigos sino como socios. Y mientras Mick dejaba de ser cantante de rock para
convertirse en estrella de rock, Keith fue puliendo su papel hacia el lado
contrario. El marginal, la encarnación del rock and roll, el que nunca
traicionó sus raíces. Etcétera: también es un papel. Pero esta nota es sobre
Mick Jagger. Creo.
Mick se convirtió en “el buen Mick”. Pasó de ser el niño
malo a ser el niño bueno. Así, sin medias tintas. Alababa los beneficios del
jogging, se reunió con Margareth Tatcher, se casó con una modelo famosa —Jerry
Hall, recién enlazada con Rupert Murdoch, sí, ese, el odioso magnate—, al tiempo que se convertía en play
boy, otro oficio en el que no es posible envejecer con dignidad. Comía
sanamente, tomaba —toma— jugos de fruta y agua mineral. Keith seguía
menospreciándolo: en Vida, sus
memorias, cuenta que “cuando yo era un yonqui, era capaz de jugar al tenis con
Mick, ir al baño a ponerme algo, volver a la cancha y ganarle”. Agrega que el
cantante que enloqueció mujeres a ambos lados del Atlántico lo tiene chiquito,
y que “eligió la adulación, que es bastante parecida a la heroína: una evasión
completa de la realidad”.
Mick respondería con comentarios acerca de la incomodidad de
tocar —¿o dijo “trabajar”?— con un borracho. En fin. La carrera en solitario del
cantante no fue muy exitosa, aunque Wandering
Spirit, ya en la década del noventa, debió tener mejor repercusión. Es un
disco verdaderamente bueno, desde las fotos de portada de Annie Leibovitz.
Desde esos años hasta ahora —con un par de excepciones—, la
empresa ha tenido la línea de producción en movimiento. Unos cuantos temas
nuevos cada cuatro o cinco años, súper gira, pelea, retiro, unos cuantos temas
nuevos y vuelta a empezar. Todos los socios han estado a la altura, cada uno en
su papel. Keith en el de truhán. Charlie Watts en el de ancla. Ronnie Wood en
el de pasado. Mick en el de CEO. Keith Richards se ha encargado de
repetir que los demás en la banda ven al cantante un poco ridículo en su papel
de jefe, se burlan de él y lo llaman Brenda, por la escritora británica de
novelas románticas Brenda Jagger. Pero gracias a “Brenda” han podido seguir
haciendo lo que les da la gana y, sobre todo, recibiendo chorros de dinero. Que
no es de lo que se trata una banda de rock, pero sí una empresa. ¿Estamos?
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