Hugo y Elías, 2014. |
No veo por qué la defensa,
alabanza o descripción de los gatos deba hacerse comparándolos con los perros,
como es costumbre. Son dos especies distintas. Opuestas incluso. Por otro lado,
nada de lo que diga en estos tres mil caracteres le ganará en belleza o
inspiración a lo que tantos han dicho sobre los gatos, desde Baudelaire hasta Neruda,
pasando por Colette y Rousseau y Hemingway y De Greiff y... No hay definición,
descripción ni defensa posible del gato; el gato es “imprevisto e imprevisible”
(Cabrera Infante). Hay que pasar tiempo con uno para saber a qué nos atenemos,
y aun así ese gato será distinto a todos los demás. Así que me limito a dar
testimonio sobre unos cuantos gatos con los que he vivido durante los últimos
veinticinco años. Así son.
Bryan Alberto Kurk. Tozudo y bravucón. Negro, ojos amarillos,
cuello de Tyson. Nunca quiso dejar la casa donde creció, y el nuevo inquilino
tuvo que vivir con él. Lo terminó adorando, como yo. Se iba tres días con sus
noches y volvía con las orejas mordidas y los bigotes muecos. Peleador sin ley.
Nunca se quejó ni pidió cariño, solo comida y albergue. Incluso así nunca dejó
su elegancia natural, su garbo gatuno. Le gustaba acomodarse encima de los
armarios, para mirarnos desde las alturas con su cara de rapero chicano. Un
varón.
Nelly era humo, una pompa blanca y blanda con las patitas amarillas.
La delicadeza, la discreción. Se sentaba sobre el vidrio del tornamesa a mirar
girar los discos por horas, o en el rincón más estrecho de la biblioteca. Siempre fue
una petit mademoiselle. Madre
incontables veces, crió a sus hijos con dedicación. También se comió a unas
cuantas crías: así es la vida de los gatos. Tuvo hijos con sus hijos mayores,
Mássimo y Romeo, o sea que de unos fue madre al tiempo que abuela. La muy puta.
Don Fabio. Su juguete favorito era el tarro de helado vacío, donde
metía la cabeza. Lo arrastraba por toda la casa mientras lamía los restos. Tierno
y seco, aventurero y cobarde. Una veleta de pelo gris y patas negras: alguna
vez voló desde un cuarto piso y apenas se despicó un colmillo. Flaco: compartía
la vivienda con cinco estudiantes que a veces teníamos con qué darle atún y a
veces debió conformarse con cualquier cosa. A unos nos quiso y a otro lo odió,
y se encargó de demostrárselo con heces. Los gatos no se vienen con cuentos, te
quieren o no, y si no te quieren debes darte por bien servido si te ignoran. Un
gato a carta cabal.
Hugo. Es rutinario y obstinado, pero todos los días sorprende con
un cambio inesperado, con un nuevo movimiento imposible para la física humana.
No solo duerme mientras estoy trabajando, sino que se acomoda al lado mío. Y no
solo está siempre cerca durmiendo, sino que ronca. No solo caza, sino que trae el
pajarito. No sólo come, sino que se relame los bigotes. Aun así es
introvertido, silencioso. Un rey en sus dominios. Acaba de cumplir dieciocho
años y cada vez se mueve menos: un sabio.
Elías. Inquieto y retozón. Un muchacho en la flor de la vida aunque
en años de gato sea un cuarentón. Como hermano menor, saca de quicio a Hugo al
menos cuatro veces al día. Siete desayunos, nueve almuerzos y cinco cenas todos
los días lo han convertido en un gordo bueno. No hay objeto de la casa que no
haya movido, tumbado o quebrado. Aquí está al lado mientras escribo estas
líneas, caminando como un borracho por la parte alta de la biblioteca. Exige
caricias y carantoñas, nunca refunfuña ni se ofende. El gato Elías es buena
gente.
Comentarios
Va el abrazo grande.
MARTÏN: Se le cagó en las camisas, en la cama, en la toalla... Impresionante. Y sólo con él, de resto hacía sus cosas en la arena.