Los geniecillos dominicales, de Julio Ramón Ribeyro


Dos inconvenientes puede tener aquí el comentario de esta novela. El primero, que soy un devoto y rabioso lector de la prosa de Ribeyro. El segundo, que está descatalogada. Pero bueno, existen las bibliotecas y las librerías de viejo —yo la compré la semana pasada en una que queda frente a mi casa: a veces la felicidad llega hasta tu puerta, o casi—. Y en cuanto al primer inconveniente, el objetivo de esta página es recomendar lecturas, y para eso no sobra y aun es de valorar el respeto que le tenga su autor a los textos que comenta.

En Los geniecillos dominicales seguimos a Ludo Totem, estudiante perezoso de Derecho, peón en una firma de abogados, pichón de escritor y de borrachín. Y arrancamos con él desde el día que manda a la mierda su trabajo y se dedica a deambular por Miraflores sobre todo pero también por Lima y alrededores: “Porque hace calor, porque las máquinas de la oficina escriben, suman, restan y multiplican sin cesar, porque ha pasado en ómnibus durante tres años seguidos delante de esa casa horrible de la Avenida Arequipa, durante tres años cuatro veces al día, es decir, tres mil seiscientas veces descontando los días feriados y las vacaciones, porque vio en la calle a ese viejo con la nariz tumefacta como una coliflor roja y a ese otro que en una esquina le metió el muñón en la cara pidiéndole un sol para comer, porque es 31 de diciembre en fin y está aburrido y con sed, por todo eso es que Ludo interrumpe el recurso de embargo que está redactando y lanza un gemido poderoso, como el que dan seguramente los ahorcados, los descuartizados. Un centenar de cráneos en su mayoría calvos vuelven hacia él la mirada y, poco acostumbrados a lo insólito como están, regresan la atención a sus pupitres. Ludo desgarra el recurso y en su lugar escribe su carta de renuncia. Su jefe trata de disuadirlo con untuosos argumentos, pero al atardecer Ludo abandona para siempre la Gran Firma, donde ha sudado y bostezado durante tres años sucesivos en plena juventud” (p. 5).

Comienzan desde este primer párrafo las aventuras literarias, universitarias, amorosas y hasta criminales de Ludo Totem, todas frustradas o inconclusas o con una solución por completo contraria a la que esperaba el personaje. Se traza así el recorrido de un fracasado, que tan bien sabe dibujar el querido Ribeyro: “Había tal vez algo que fallaba. Ludo advirtió una vez más que los días se averiaban entre sus manos, se deshacían, sin traerle un consuelo, una alegría duradera. Tarde tras tarde caía el sol tras el parapeto y cada mañana volvía a levantarse sobre las lomas, rosado, nacarado, lleno de promesas, pero siempre sobre un desayuno triste, una aventura fallida, una avidez insatisfecha, una memoria donde se organizaban los escombros. Pirulo, la Universidad, el ómnibus, una botella de cerveza, el alquiler, el gordo Blagenwild, la camisa planchada por su madre, el turbulento recuerdo de Segismundo con su “debes olvidarte de ti”, el tiempo. En medio de este desorden, sexos, deliciosamente femeninos, abiertos, siempre fugitivos. Y al anochecer, la cama, abriéndose como un libro de cuentas donde todo iba anotado al pasivo” (p. 117).

Pero al lado de tanta desesperanza el lector se encuentra con una prosa juguetona, humorística e inteligente, que lo anima a seguir esas aventuras desoladas de Ludo, de su mejor amigo Pirulo, de Segismundo (un personaje que aparece hacia la mitad de la historia como un ventarrón rabelesiano), del gris profesor Rostalinez. Y alcanza a leer fragmentos como éstos, cogidos al rompe: “Una revolución era para él sólo un problema de decapitaciones juiciosamente escogidas” (p. 172); “Su calva era irremisible, sin recursos, y sus dos ojitos inquisidores recorrían a Ludo con movimientos rápidos e imprevisibles, como los que describen las cabezas de las gallinas” (p. 28); en la tumba de Jimmi Soler, muerto en un accidente que tiene con Ludo y Pirulo, encuentran que “Colgada de una argolla una corona de siemprevivas se moría” (p. 143). Para terminar, una de las joyas más despampanantes entre las que suelta Segismundo: “Uno contrae ciertos vicios para poder soportar las malas épocas, pero lo terrible es que cuando pasan las malas épocas los vicios quedan. Entonces vuelven las malas épocas” (p. 106).

La desesperanza en un veinteañero aprendiz de escritor puede ser un lugar común, pero aquí no lo es. Debe ser porque su historia la escribe Julio Ramón Ribeyro.


Julio Ramón Ribeyro, Los geniecillos dominicales, Barcelona, Círculo de Lectores, 1974, 206 páginas.

Comentarios

Sinar Alvarado ha dicho que…
grandísimo julio ramón! ya terminé, con placer y pesar, los cuentos de monsieur baruch. a ver cuando lo devuelvo y retiro otro de la camiloteca. abrazo.
Camilo Jiménez ha dicho que…
Grande, sí. A ver si Seix Barral, que viene publicándolo, se anima con ésta o con su otra novela, Cónica de san Gabriel... o Tusquets, que las publicó en los ochenta.
Y por aquí cuando quiera, amigo Alvarado, para devolver y para retirar volúmenes.
flaca y malvada ha dicho que…
Un complejito muy marica que tenemos los colombianos nos lleva a mirar con cierto desdén a los peruanos. Lo irónico es que muchos aspectos, entre ellos el literario, no les vemos ni el polvero. Creo que en narrativa, para emplear un término futbolístico, en una alineación hombre por hombre tienen mejor equipo.

¿Se te ocurre alguno de los nuestros que podría ser el equivalente de Ribeyro?
Camilo Jiménez ha dicho que…
En Colombia no hay ningún cuentista, además del siempre mencionable GGM, del tamaño de Ribeyro. Y de América Latina, quizá sólo en Argentina (también los mismos, Borges, Cortázar).
Podría encimar para armar el tierrero: en poesía, en la época activa de César Vallejo no hubo ningún poeta comparable en Colombia. Y si menciono al Tuerto López y a De Greiff es porque los adoro, no porque se puedan comparar con el inmenso peruano.
Recibo patadas.
Lucaz ha dicho que…
Patadas me las merezco yo por no haber leido este comentario la semana pasada. Solo he leido algunos cuentos de Rybeiro y me han gustado tumash, pero este abrebocas de don Camilo me puso a chupar banca hasta que los geniecillos vengan a mi. ¿Será que vuestro vecino tendrá otro numerillo?. Flaca, los colombianos somos unos perruanos que nos creemos argentinos...malvadas todos. Saludos.
Anónimo ha dicho que…
ese es feo
carlos francisco luna luna ha dicho que…
Los geniecillos domninicales,una novela genial del gran Ribeyro...siempre es un placer hablar de el...
Anónimo ha dicho que…
Ya es tiempo que la editen nuevamente, que está esperando seix barral?