Mire usted, el libro del que tantos lectores colombianos estamos
hablando no tiene un título provocador, no es una “apuesta por el lenguaje”, no
es “experimental” o “contemporáneo” ni está construido con un lenguaje cifrado
ni procaz. Su autora no aparece en la carátula ni en la foto de contratapa ni
en revistas, ni da declaraciones incendiarias en la prensa, ni reta ni molesta
a sus colegas o a otra gente. El libro del que tantos lectores colombianos
estamos hablando no ganó un premio espurio ni lo escribió un periodista a quien
muchos colegas le han hecho el favor de reseñarlo en los medios. Memoria por correspondencia, de Emma
Reyes, publicado por Laguna Libros, hizo su trabajo de promoción solito, a
punta de brillo y poesía, a punta de calidad y belleza. Y esto debería darles
unas cuantas claves a autores y autoras iconoclastas,
que demoran más pintándose las uñas que escribiendo una frase, que van por ahí
hablando de lo que están escribiendo –o peor: de lo que van a escribir– en
lugar de quedarse en casa escribiendo.
El volumen recoge 23 cartas que Emma Reyes envío desde
Francia a su amigo Germán Arciniegas. En ellas cuenta su infancia de dolor y
pobreza (“Fue en esos días que aprendimos lo que era la profunda soledad y el
abandono de todo afecto”) y su vida en un convento donde la encontró la adolescencia.
Es un libro casi costumbrista, que habla suave, que reconstruye la infancia en
lenguaje diáfano y sin nostalgia.
Su mayor virtud está en la precisión y cantidad de detalles,
pero sobre todo en la mirada: la autora escribe cuando es adulta, pero quien
habla en estas líneas es la niña que fue. Nunca levanta la mirada, nunca completa
las sensaciones que describe con lo que sabe cuando escribe; ve siempre con los
ojos del momento en que sucedieron las cosas:
Lo primero que nos
enseñó la monja joven fue a jugar a las cruces, que ella llamaba persignarse.
Nos enseñó que cada dedo tiene un nombre, pero sólo los de las manos, los de
los pies, como el Niño, no tienen nombre; para jugar a persignarnos había que
cerrar toda la mano y dejar levantado el dedo que se llama Pulgar. Con Pulgar
teníamos que hacer tres cruces como si fueran dos palitos cruzados el uno sobre
el otro, la primera cruz se hace en la frente, la segunda en la boca, con la
boca cerrada y la tercera en el centro del pecho; luego había que abrir
rápidamente todos los dedos y con la mano bien estirada hacer una sola grande
cruz con la punta de todos los dedos, primero en el centro de la frente, en el
centro del pecho, en el hombro del lado izquierdo, luego en el hombro derecho y
terminar dándole un beso chiquito en la uña a Pulgar, siempre con la boca
cerrada. Ese juego me divertía mucho porque siempre me equivocaba y se me
enredaban todas las cruces, a veces comenzaba en el pecho y terminaba en la
frente o empezaba en la boca y en cambio de besar a Pulgar besaba al meñique,
porque me daba lástima que era tan chiquitico. La monja se ponía furiosa y me
hacía comenzar mil veces (p. 74).
Somos testigos de cómo una niña observadora y sensible
descubre las cosas del mundo. Un mundo, por lo demás, dickensiano, de dolor y
abandono, de carencias y miedos, de abusos de los mayores, de leyes que una
niña criada en la indigencia y luego gracias a la caridad condicionada no
comprende del todo: “me trataban de sucia, cochina… India salvaje. La palabra
india era considerada de insulto” (p. 89). Pero también hay unas cuantas alegrías
o, cuando menos, sorpresas. En medio de una fiesta patronal, en la noche, oyen
los habitantes del pueblo un ruido horrible que se va acercando:
De pronto vimos
aparecer por detrás de la iglesia un monstruo negro terrible que avanzaba hacia
el centro de la plaza. Los ojos enormes y abiertos eran de un color amarillento
y tenían tanta luz que iluminaban la mitad de la plaza. La gente se tiró al
suelo de rodillas y empezaron a rezar y a echarse bendiciones; una mujer que tenía
dos niños chiquitos los tiró al suelo y se acostó sobre ellos cubriéndolos como
hacen las gallinas con los huevos. Unos hombres avanzaron hacia la plaza con
unos grandes palos en la mano. El animal se detuvo y cerró los ojos. Era el
primer automóvil que llegaba a Guateque (p. 44).
Su relato de los años del convento quizá diga más de esas
instituciones que muchas tesis doctorales sobre las comunidades religiosas en
la provincia colombiana. Allí conocemos de primera mano la ignorancia, el clasismo
aun más marcado que afuera, en “el mundo”, como dicen las monjas… En ese
apartado del convento la autora nos abre un poco la puerta a su más profunda y
hermosa intimidad: “Si tú me preguntas cuál fue el primer amor de mi vida,
tengo que confesarte que fue Sor María…” (p. 143). Este apartado, cuando conoce el amor, es una de las páginas más
bonitas de este libro, y por eso no la voy a citar con detalle.
Pero no es la única. Este libro avanza siempre en el camino
de la belleza. Son recuerdos sin nostalgia: gracias a esa mirada contenida en
la infancia, en el momento, la autora nos pone otra vez en esos instantes maravillosos
de descubrimiento que todos vivimos. Ella sabe encontrar la luz de esos
momentos y la pasa a palabras con pericia. “Si tú crees que basta tener las
ideas, yo te digo que si uno no sabe cómo escribirlas para que sean
comprensibles es igual que si uno no tuviera ideas”, le dice a su corresponsal
en la página 101. Otra lección de escritura.
El libro lo publica Laguna Libros en asocio con la Fundación
Arte Vivo Otero Herrera, heredera de la obra pictórica de Emma Reyes. En otras
partes he leído que las cartas originales tienen una ortografía endemoniada, y
algunos de esos errores se pasaron a la edición. Digamos que faltó un poquitín
de corrección de estilo. Pero obviando ese detalle, esta Memoria por correspondencia debe estar entre los libros del año en
Colombia sin ninguna duda. Y habrá que seguir hurgando en los cajones de la
autora, para ver qué más maravillas nos depara. Por lo menos a mí me encantaría
seguir leyendo a Emma Reyes.
Emma Reyes, Memoria por correspondencia, Bogotá, Laguna Libros y Fundación Arte Vivo Otero
Herrera, 2012.
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