Esta memoria fue publicada en el libro Sam no es mi tío. Veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano, Alfaguara, 2012.
En 1978 Medellín
tenía cerca de un millón doscientos mil habitantes. Era una ciudad mediana,
tranquila, de buen clima, donde muchos señores iban a sus casas al mediodía
desde sus oficinas y encontraban a su llegada el almuerzo servido, preparado
con amor por la esposa o la empleada del servicio. Yo vivía en esa ciudad con
mi padre, mi madre y mi hermana mayor en un barrio de clase absolutamente
media. Los ricos no vivían en suburbios sino en el centro, los más notables en
el marco del Parque de Bolívar en edificios como Apabí, El Parque y Los Álamos,
tal como en los pueblos de donde venía la mayoría de esas familias, en los
cuales se alineaban en la plaza principal, alrededor de la iglesia y la alcaldía,
las casas de los prestantes.
Ese
año fue el Mundial de Argentina, que vi con una docena de vecinos en mi casa
porque era la única donde había televisor en colores. Nos reíamos y
celebrábamos cada vez que el comentarista decía, para identificar a un equipo,
“de pantaloneta oscura en sus pantallas”: a nosotros nos encandilaba el naranja
de la selección holandesa, y nunca vimos un prado tan verde aunque vivíamos en
una zona boscosa de una ciudad que despliega todos los tipos de verde
imaginables.
Pasaron
otras cosas en el 78 en Medellín. Abrieron el Museo de Arte Moderno; luego del
Congreso Mundial de Orquídeas en la ciudad, se fundó el Jardín Botánico Joaquín
Antonio Uribe, y se celebraron con mucho bombo los juegos Centroamericanos y
del Caribe, que ganó Cuba. También, ese año, viajaron a Estados Unidos mi madre
y mi hermana, como regalo de quince años para ella. Mi padre y yo iríamos al
año siguiente. Con sus ingresos de comerciante de fique no podía costear un
viaje para los cuatro, entonces no se sabe cómo decidieron que el viaje
evocaría una emergencia: la mujer y la niña primero.
El
lunes 20 de noviembre, cuando mi mamá y mi hermana Anita salieron en un vuelo
de Aerocóndor para Miami, una fotografía de Jorge Luis Borges apareció en la primera
página del diario local, El Colombiano, porque
el escritor estaba en Medellín e iban a hacerle un homenaje. El periódico
costaba cuatro pesos, y seiscientos la entrada para ver a Sandro de América,
que se presentaba ese fin de semana en la ciudad. La noche anterior
investigadores americanos habían descubierto en la selva de Guyana los cuerpos
de casi mil personas que se habían suicidado con cianuro empujados por un
santón llamado Jim Mason.
Serían
dos meses enteros, y yo recuerdo poco de ese tiempo. Sí tengo claro que se me
hicieron eternos, pero mi papá me consolaba diciendo que un año después
haríamos el mismo viaje, iríamos a Disneylandia y comeríamos en McDonald’s. En
esos días mi comida preferida eran las hamburguesas, y los arcos dorados eran para
mí una especie de santuario; estaba casi obsesionado con conocer y probar las
más famosas del mundo. Pero mi papá y yo nunca viajaríamos a Estados Unidos.
Mientras
mamá y Anita estaban en Disney, me quedé en el
barrio con los amigos haciendo lo que siempre hacíamos en las vacaciones de fin
de año: jugar en la calle, escondernos cuando nos llamaban a comer, cazar
lagartijas y renacuajos en los tejares vecinos, hacer guerra de cadillos (unas
semillas duras, con púas) e inventar motivos para acercarnos a Lina Vélez, la
más bonita de nuestra calle, mientras ella, sola, patinaba de arriba abajo con
sus piernas fuertes de gimnasta olímpica en formación. Cambiando algunos
nombres, eso es lo que han hecho todos los niños en las vacaciones desde
siempre. Pero para mí, en esos días, mis amigos y yo éramos únicos en el mundo.
En esas
vacaciones conocí un pequeño paraíso a apenas cuatro calles de mi casa. Era la
tienda de Juan Vélez, un cuarentón delgado, de barba larga y entrecana, que
vendía por centavos revistas y libros de segunda, y tenía la magnanimidad de
cambiarnos a los niños del barrio las revistas que ya habíamos leído por otras
que no conociéramos. En su local conocí Billiken,
completé los números que faltaban de mi colección de Kalimán y compré los primeros ejemplares de Arandú y Tamakún. Todavía
recuerdo el lema del heredero del reino de Samacardi: “Donde el dolor desgarre... Donde el peligro amenace...Donde la miseria
oprima... Allí estará Tamakún, el vengador errante”. En esa tienda pequeña
e increíblemente desordenada, que olía a papel viejo, comenzó mi historia de lector. Es decir, mi destino
definitivo.
Sin
darme cuenta llegó el 20 de enero, el regreso de mi madre y mi hermana. Y con
ellas, una incontable cantidad de fotos: Anita en las rodillas de un Santa que
nunca había visto todavía en Medellín, porque no habían llegado todavía a la
ciudad las Navidades con nieve hecha de algodón suelto, ni se colgaban bastones
de colores en las ventanas. La nuestra era una Navidad andina, de pesebre
ambientado con musgo recogido en los potreros, de Niño Dios y novena de
aguinaldos. Anita abrazada a una Blanca Nieves tan real como la de la película.
Anita y mi mamá delante de unos delfines que saltaban impetuosos afuera de una
pileta. Mientras veía las fotos no sabía que eso que estaba sintiendo se
llamaba envidia.
Los
meses siguientes me entretuve presumiendo con los tres o cuatro jeans, la media
docena de camisetas Lacoste, la patineta que nadie más tenía en el barrio. Esas
cosas que trajo mamá me ayudaron a ser feliz mientras esperaba a que corriera el
año y llegara mi momento de pisar Disney, de montarme en uno de esos carros
grandes y de colores que yo veía en las series de la tele, y que me emocionaban
cuando hacían sonar las llantas. Los carros en Medellín no eran así, no sonaban
así.
Además
de los kilos de exceso de equipaje de regalos mi mamá también trajo de Estados
Unidos una tos que se fue haciendo más frecuente y fea con el tiempo. Sólo
quien ha vivido en una casa con alguien que tose y tose puede saber de qué
hablo. Y si esa persona es la mamá, las noches son más largas y los días más
amargos. Vine a saber que era cáncer tres o cuatro años después de ese 1979.
Los mayores siempre dijeron que eran “nervios”, la clave para que yo no oyera
esa palabra. Cáncer.
Para
noviembre de 1979, mes de nuestro viaje, además de la tos y las piedras en la
voz mi madre tenía una mancha gris en el cuello. Se levantaba poco de la cama,
apenas para ir a sus terapias. Aunque la acompañé alguna vez, nunca fui ni
mínimamente perspicaz como para preguntar por qué los nervios se trataban en el
Instituto del Tórax.
Mamá
murió el 18 de enero de 1980, en su casa, mientras dormía, como dicen que
mueren los justos. Yo nunca intenté escribir algo al respecto, ni siquiera escribí
antes algo tan íntimo como estas líneas. El pasaporte lo rompí, y conservé la
foto por un tiempo. Antes de botarla la pasé por un escáner y la puse en mi
Facebook, que es como decir que ya no es mía. No soy yo ese niño que no iría en
noviembre de ese año con su padre a Estados Unidos. No soy yo ese niño que
estaba a punto de quedarse huérfano.
* * *
El segundo
movimiento de esta memoria es menos dramático. Es 1991 y he dejado los estudios
de periodismo hace un año y medio. Trabajo por las mañanas en un vivero
administrando sus áridos movimientos financieros y sembrando plantas. En las
tardes leo novelas y ensayos y poesías en mi casa o en alguna biblioteca
pública de Medellín. Los lunes hago pan de trenza y alemán con mi novia de
entonces, Diana, y los vendemos por el barrio esa misma noche. Mi hermana se ha
casado y vive con su marido en El Poblado, al sur de Medellín. Hacia allí se
han ido mudando los profesionales jóvenes con futuro promisorio y las familias
prestantes que antes vivieron en el marco del Parque de Bolívar.
Cuando
cursaba el último año de bachillerato había manifestado mi intención de
estudiar literatura o filosofía y letras. Pero me iba a graduar de un colegio
de jesuitas, y la literatura y la filosofía eran vistas como oficios de hippies
o de muertosdehambre.
—Camilo
va a estudiar filosofía y flauta —se burlaba en mi cara y frente a todos mi
amigo del alma.
Los
compañeros que más se acercarían al humanismo seguirían la carrera de derecho; sólo
a mí se me pasaba por la cabeza seguir estudios de letras. Periodismo era
sospechoso, pero fue la alternativa en la que insistieron el padre Rogelio y
Catalina, la psicóloga el colegio: en periodismo no me moriría de hambre,
decían, y podría seguir leyendo. Me convencí a medias. El impulso me duró cinco
semestres de estudios, pero el hastío por la vida académica apenas empezaba a
cesar en ese verano de 1991, cuando vendía panes con Diana y sembraba plantas
en una tienda con un gran patio trasero. Y leía.
Entonces
apareció de nuevo Estados Unidos, esta vez como idea. El papá de Diana, el
doctor Roberto Giraldo, vivía desde hacía unos años en Nueva York, y trabajaba
con el grupo de investigación para el replanteamiento de la hipótesis VIH-sida.
Por un par de comentarios suyos comenzamos a darle vueltas al proyecto de irnos
para allá. Diana había terminado sus estudios de fotografía y apretaba los
dientes todos los días con el nuevo esposo de su mamá, un alemán que tenía
horarios para todo. A mí sólo me interesaba leer novelas y poemas, y eso podía
hacerlo en cualquier lado, en Medellín o en Nueva York.
Para
agosto ya teníamos todos los papeles en regla. El papá de Diana y otras
personas nos habían ayudado a conseguir trabajos allá: yo estaría en el sótano
de una librería como empacador; Diana sería ayudante de cocina en el Boathouse,
en pleno Central Park, donde trabajaba como chef una mujer de Medellín, amiga
de amigos. Viajaríamos en marzo de 1992 y empezamos a soñar con Brooklyn, donde
viviríamos, y con Manhattan, donde íbamos a trabajar. Busqué en las bibliotecas
de Medellín cuanto libro me hablara de Nueva York y empecé, por supuesto, por
el principio: recorrí con Henry James el pasado remoto de mi nueva ciudad, como
unos años atrás había leído a don Tomás Carrasquilla para entender algunos
orígenes de Medellín, y como haría diez años después, cuando llegué a vivir a
Bogotá, con las Reminiscencias de don
José María Cordovez Moure para conocer el pasado la capital de Colombia. Nadie
como los autores del siglo XIX para contarnos el mundo.
Pero
también compré el New York, de Lou
Reed, y no paré de oírlo en mi casa, en el carro de Diana, en mis audífonos
hasta que me aprendí de memoria sus canciones, una por una. Conseguimos guías y
mapas del metro, que estudiamos como si debiéramos tomarlo esa misma noche. Miramos
y repasamos revistas de Playbill y de
New York y números viejos de Time Out, así como ediciones también
pasadas del Village Voice. Muchas
tardes, en la biblioteca del Colombo Americano de Medellín, metimos los ojos en
libros pesados y hermosos mirando fotografías de Annie Leibovitz, de Margaret
Bourke-White, de Vivian Meier, de Garry Winogrand.
Viviríamos
con el doctor Giraldo y su mujer, Tanya, en el 445 de Clinton Ave., y para mi
trabajo debía tomar el tren A en Washington-Clinton Station, en la esquina con
Fulton; debía bajarme en la estación de la calle 72 Central Park West. Me veía
caminando por las calles de Nueva York, que ya casi conocía. Quería comer hot
dogs en Grey’s Papaya y probar las famosas hamburguesas de JG Melon. Quería
tomarme una cerveza en el CBGB sin importarme que ya hubiera comenzado su
decadencia: me bastaba con que allí hubiera tocado alguna vez Patti Smith. Compuse
un itinerario detallado para un viaje que haría con Diana entre Nueva York y
San Francisco. Llegué a soñar pagando un precio exacto por un libro de segunda;
en otro sueño supe a qué sabían los cheesecakes
de Lindy’s, y en otro más se me cayó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo
de la chaqueta mientras cruzaba el Verrazano. Veía tan cerca esa ciudad que
llegué a sentir una vez un olor salitroso en alguna calle de Medellín, y supe
que así estaba oliendo el Hudson por esa época del año.
Una
mañana de septiembre, mientras la levadura hacía su manso trabajo en la cocina
y nosotros veíamos televisión, me dio por llamar a la Universidad de Antioquia
para preguntar por las inscripciones para Literatura. Quería tomar un par de
cursos mientras llegaba el momento del viaje, como una manera de apaciguar mi
ansiedad. Ese mismo día —ese preciso día— vencía el plazo para comprar el
formulario de inscripción. Fui con Diana, hicimos una fila eterna bajo el sol
del Parque de Berrío en Medellín, llené el formulario y lo entregué en la
oficina de una universidad inmensa que apenas conocía y que me apabullaba.
Sucedió
lo que, en secreto, suponía que sucedería: presenté el examen de admisión, me
admitieron y, más, me becaron por ese primer semestre. Diana se fue para Nueva
York en marzo de 1992, vino de visita en diciembre y volvió a partir. Yo me
quedé en Medellín con una pena de amor del tamaño del Empire State, pero el
segundo semestre también me becaron en la universidad, y no podía —no quería—
perderme todo lo que veía por primera vez en salones de clase, en patios, en la
biblioteca. Diana y yo nos separamos tres años después de su partida, incapaces
de mantener una relación por carta con una visita anual.
Nueva
York, Estados Unidos, la Interestatal 280 y las demás volvían a alejarse. Pero
allí, en la Universidad de Antioquia, encontré el oficio que siempre quise
tener: que me pagaran por leer. En la editorial de esa universidad comencé mi
formación como lector profesional revisando un diccionario de contabilidad y
editando un tratado de patología veterinaria: una suerte de servicio militar
obligatorio. Después me las vi con libros más amables, como la edición
facsimilar de la revista Antioquia,
que había publicado Fernando González en la década del treinta en Envigado, al
sur de Medellín, y que yo conocía porque había leído los ejemplares originales
en la biblioteca de filosofía de la universidad.
Desde
entonces, el entretenimiento que cultivé desde niño, en la tienda de Juan
Vélez, se me confunde con la manera de ganarme la vida.
En
diciembre de 2000 uno de mis más queridos familiares, mi primo Santiago, se fue
a vivir a Estados Unidos casi en la misma fecha en que yo me vine a vivir a
Bogotá. Su madre, que desde hace muchos años es también la mía, pidió visa en
la Embajada de Estados Unidos tres veces antes de que le dijeran que sí, que la
admitían en el país para visitar a su hijo. A pesar de incontables invitaciones
no he querido ir a la Embajada Americana a que me den el permiso de viaje. No
me gusta que me digan que no. Según Anita mi hermana, que es psicóloga, tengo
baja tolerancia a la frustración. Le creo.
Las
hamburguesas siguen siendo mi comida favorita. Las de McDonald’s las acabé
probando en Colombia, y son las que menos me gustan. Los autores americanos son
los que más me conmueven. Seguí conservando cierta devoción por Nueva York como
idea; todavía conozco calles, esquinas, marcas urbanas. Sin resignación me
convertí en una especie de cartógrafo imaginario de esa ciudad.
Tengo
con ella una relación de otro siglo, me veo como una suerte de amante epistolar
de una ciudad. Ella me escribe cartas para contarme cómo está, cartas que veo
en películas, en series de televisión, las leo en relatos o novelas y las
admiro en fotografías. Hace un tiempo viene hablándome de su pasado reciente en
Mad Men, por ejemplo. Unos años atrás
me contó la historia fascinante de Chip Lambert y su familia en una novela que
no olvido. Yo no le había escrito hasta ahora, pero ella, fiel e inmensa,
siempre ha estado ahí. Y conmigo, aquí en Bogotá. No quisiera que al visitarla
se esfumara la intimidad que hasta ahora hemos tenido, pero eso sólo lo vamos a
saber ella y yo cuando la visite.
Después
de vivir diez años en Estados Unidos mi primo Santiago regresó a Colombia.
Viaja con frecuencia porque dejó negocios allá, y yo aprovecho para encargarle
discos, libros, ropa. Conversaba con él hace un par de meses, con unas copas
encima, cuando le dije que para mí el comercio internacional se reducía a esto:
Estados Unidos es mi discotienda y mi librería, Inglaterra y Francia mis
bibliotecas, Italia mi restaurante y Colombia mi droguería.
Hace
menos de un año tuve el último sueño conmigo en Nueva York. Esa vez cruzaba en
una bicicleta de turismo el puente de Brooklyn, camino a la casa que nunca tuve
en esa ciudad, en el país de nunca jamás. En el sueño pedaleaba sin llegar
nunca a ningún lado.
Bogotá, junio-julio de 2011
Comentarios
Después de mis exploraciones, me enteré que ese sitio era algo así como una "universidad" y que definitivamente estaba en un plano dimensional paralelo, después de un tiempo encontré el ascensor que me llevó al mismo viejo edificio en alguna intersección de NY.
SEÑORITA CABALLERO: gracias por compartirla. Y sí, Diana es nadie menos que la Mona Giraldo, mi primer amor.
ANÓNIMOS: gracias.
CAMILO ANDRÉS: me hizo reír. Je je. Los míos eran bastante "reales", en calles específicas, conversaciones con personas muy vívidas. Loco eso.
ANA CRISTINA: espero que haya sido uno de esos llantos reparadores.
@muribec
saludos.
http://www.dataexim.com
Anónimos: gracias. A ver si se animan a poner el nombre la próxima vez: es más chévere saber de dónde vienen las flores (y los tomates podridos cuando sea el caso).
Angela: gracias.
Importaciones de Colombia: me tiene mamado el robot que tienen poniendo comentarios en esta página. ¿Qué onda?
Margarita: no lo he leído pero ya lo anoté en la libreta de lecturas pendientes. Gracias por la recomendación.
Diego: sabés cuánto te debe a vos esta historia. La empujaste, me empujaste a escribirla y me animaste a terminarla cuando la confesión me tenía desolado y no quería seguir. Por eso te agradezco otra vez y te voy a agradecer siempre.
!Deberías escribir más!
Carlos O.