“Todo lo que escribo
es fundamentalmente autobiográfico”, dijo Christopher Isherwood en 1986, poco
antes de morir de cáncer a los 81 años. Escribió novelas —entre ellas Adiós a Berlín, en la que se basó la exitosa película Cabaret, protagonizada por Liza Minelli, y A
Single Man, también adaptada al cine hace
poco, dirigida por Tom Ford y protagonizada por Colin Firth—, obras de teatro en verso y crónicas. Viajó
por China con W. H. Auden, vivió en Alemania en el periodo de entreguerras, se
convirtió al budismo, renunció a su ciudadanía británica y se nacionalizó
estadounidense. En el 48 publicó este libro de viajes, que el propio Isherwood
consideraba una de sus mejores obras. Casi seis meses estuvo viajando por
Suramérica al lado del fotógrafo William Caskey, desde el 20 de septiembre de
1947 hasta el 27 de marzo de 1948. En Colombia pasó seis semanas: unos días en
Cartagena, otros en Barranquilla donde tomó un vapor que bajó por el río
Magdalena, y por último estuvo en Bogotá, desde donde emprendió el viaje por
tierra hacia Ecuador.
Uno de los mejores
críticos literarios de todos los tiempos, Cyril Connolly, decía que Isherwood
era “insinuantemente templado y anónimo; nada le conmueve, nada le sobresalta”.
Esa mirada acompaña todas sus observaciones alrededor de América del Sur, y su
distanciamiento nos permite vernos mejor a los latinoamericanos. Hay cosas que
no han cambiado nada en este continente, en este país: en Cartagena un taxista
les cobra diez dólares por llevarlos del barco al Hotel Caribe, y a Caskey le
roban el bañador que dejó secando en el balcón mientras visitaban el cerro de La
Popa.
El Instituto
Colombiano de Cultura hizo una edición de este libro en los noventa, con una
magnífica traducción de Nicolás Suescún. Circuló poco: una lástima. Ahora llega
esta bella edición de Sexto Piso, para que este libro siga vivo. Y esa es
una buena noticia.
En Bogotá [fragmento]
Parece evidente que el hotel Astor fue en su momento una
casa privada. Es una edificación irregular y oscura y está construida alrededor
de un patio interior que la lluvia ha cubierto de charcos deprimentes. En la
primera planta hay un comedor sombrío y largo decorado con un estilo que Caskey
ha bautizado como “Hollywood señorial”. Tiene un parador repleto de molduras y
otros más pequeños con platería. Las señoras de la aristocracia bogotana se
suelen reunir aquí para tomar el té, casi todas lo hacen vestidas de negro
impecable, cubiertas de pieles y joyas, y forman grupitos en los que charlan animadamente,
comen y luego se retiran para jugar al bridge.
A los camareros parece entristecerlos que no nos comamos los cinco platos de
rigor.
No existe un salón, si se descuenta el vestíbulo mal
iluminado y sin ventanas de la planta alta, al que dan varias de las
habitaciones. Tampoco tiene muchos muebles: un sofá, dos o tres sillas y un
teléfono que parece haber sido colocado en este lugar con la perversa intención
de que el máximo número de personas pueda escuchar la conversación. La acústica
bogotana es tan buena que casi hace daño, tal vez sea también debido a la
altitud. A uno no se le escapa nada, ni un solo ruido del cuarto de al lado, ni
una sola voz del patio, ni un solo paso en las escaleras. El tráfico de la
calle parece casi más ruidoso que el de la Tercera Avenida y el sonido de los
cláxones acaba poniéndole a uno los nervios a flor de piel. Nos vemos obligados
a dormir con las ventanas cerradas, pero no nos importa demasiado porque el
cuarto es muy grande y hace frío.
El hotel está situado en la carrera Séptima, una de las principales
calles comerciales de Bogotá. No tiene más carácter que el de una superficial
ostentación a la norteamericana. Hay luces de neón, anuncios norteamericanos con
letreros en español, cines con películas de Hollywood (están poniendo El huevo y yo), bares decorados al
estilo de Nueva York y grandes almacenes llenos de bisutería, moda y medicinas made in USA.
La noche de nuestra llegada, tras la cena, apareció Arturo
de pronto. Nos contó que no había podido soportar Villeta. No había parado de
llover y el lugar era para morirse del aburrimiento, no había ni media muchacha
a la vista. Como había un coche de la familia disponible no lo dudó ni un
segundo, se metió en él y condujo hasta Bogotá. Estaba a nuestra disposición para
enseñarnos la ciudad si lo deseábamos.
Nos llevó a varios suburbios residenciales que se extienden
a lo largo de decenas de kilómetros y sólo entonces empezamos a tener una idea
de las enormes dimensiones de Bogotá. Es verdad que hay unas casas impresionantes,
pero el efecto general es de una falta de elegancia deprimente. No aparecía
ningún signo de un estilo nacional por ninguna parte, aunque fuera malo. Las
casas españolas parecían más californianas que españolas y las pocas casas
Tudor deben de encontrarse entre las más feas en su estilo en todo el mundo. En
medio de este bárbaro país ha habido, al parecer, ciertos arquitectos
británicos y americanos que se las han ingeniado para crear una especie de
oasis de respetable aburrimiento, un ambiente de insípida seguridad tan falto
de vida como cualquier lugar de las afueras de Londres.
Arturo, por su parte, sentía un gran orgullo cuando nos lo
mostraba. Nos enseñó las casas de lo que él denominaba “la clase alta” para
referirse a los ciudadanos más distinguidos. Luego nos llevó a la parte alta
del Parque Nacional, que está en la base de la empinada colina que se alza
sobre la ciudad. La noche estaba oscura y brumosa, pero la vista debe de ser
magnífica desde allí. Arturo se encargó de añadirle encanto al decirnos
dramáticamente que corríamos cierto peligro al estar allí a esa hora porque
mucha gente había sido asaltada y asesinada en aquel lugar. Cuando nos bajamos
del coche miraba furtiva e intensamente a los árboles que estaban alrededor. No
parecía muy asustado, sino más divertido con la idea de hacernos sentir
emociones fuertes. Cuando bajamos la cuesta de regreso a la casa añadió algunas
advertencias más. Debíamos desconfiar de las supuestas invitaciones porque
había una vieja costumbre colombiana: la de obligar al invitado a pagar la
cuenta. Y ojo con las mujeres locales: casi todas tenían sífilis. Dijo eso y
luego nos propuso ir a algún cabaret, invitación que declinamos. Ninguno de los
dos teníamos la inagotable energía de Arturo y estábamos cansados.
El paseo por la ciudad de ayer por la mañana se encargó de
corregir muchas de nuestras no muy positivas primeras impresiones. En realidad
la ciudad sólo parece aburrida en los suburbios, el centro está lleno de
contrastes y de carácter. La multitud lo ocupa todo y los trajes de negocios se
mezclan con las ruanas de lana. Uno dobla una esquina en la que hay una
farmacia americana y ve a un grupo de mujeres indias sentadas con sus
mercancías. Nueva York parece cercano, pero también las aldeas que vimos cuando
ascendimos la montaña.
Alrededor de la plaza de Bolívar hay calles estrechas y
empinadas con sólidas mansiones de la época colonial con techos de teja ocres,
ventanas enrejadas, portales tallados y anchos soportales. Vimos también
algunos edificios de diseño moderno y entramos en una iglesia en la que había
un maravilloso altar antiguo en madera de nogal. Los barrios bajos son como
madrigueras de callejuelas llenas de barro y cuchitriles miserables en un
estado medio ruinoso. Muchos de ellos no creo que tarden en desaparecer porque
Bogotá está siendo reconstruida a un ritmo frenético para la preparación de la
Conferencia Panamericana, que se producirá a principios del próximo año. En
todas las ventanas se ven andamios y obreros. Vimos cómo demolían a mano toda
una calle de chozas de barro y cómo las mujeres arrancaban aquella asquerosa
techumbre de paja y se la llevaban en cestas. Van a construir una amplia
avenida desde este lugar hasta el parque pero nadie sabe adónde van a trasladar
a los antiguos ocupantes.
Bogotá es ciudad de conversaciones. Cuando uno camina por la
calle está bordeando continuamente a las parejas y pequeños grupos que se
concentran en charlas animadas. Los hay que llegan a pararse a charlar en mitad
de la calle deteniendo el tráfico. Supongo que discuten sobre todo de política.
Los cafés están también repletos y todo el mundo lleva un periódico en la mano
para citarlo o sencillamente para blandirlo en el aire.
No he visto tantas librerías en ningún otro lugar. Aparte de
docenas de autores latinoamericanos de los que jamás he oído hablar, tienen
también una gran variedad de traducciones, desde Platón hasta Louis Bromfield.
Bogotá es famosa por la cultura. Se suele mencionar como anécdota, creo que
viene de John Gunther, que hasta los limpiabotas han leído a Proust.
[…]
A pesar de toda la generosidad de Arturo no hemos logrado
establecer mucho contacto con la ciudad de Bogotá. No sentimos nostálgicos de
nuestro hogar y nos aburrimos. El tiempo no ayuda mucho. Se ha puesto a llover
demasiado y yo estoy tiritando frente a la mesa de nuestro enorme cuarto
tratando de recordar y ordenar mis notas sobre el río Magdalena para un
artículo. Caskey suele tener más recursos que yo en este tipo de situaciones.
En este preciso instante se corta, con gran concentración, las uñas de los
pies. De pronto levanta la mirada y dice entre soñoliento y ausente: “¡Bogotá
es… espléndida!”. Y los dos
estallamos en una carcajada.
Lo fusilamos de Christopher Isherwood, El cóndor y las vacas. Diario de un viaje por Sudamérica, México
DF, Sexto Piso, 2012, pp. 65-67. Traducción de Andrés Barba.
Comentarios
Gracias
Mónica
Carlos O.