Hace casi tres años escribí esto sobre Desarraigo, el libro anterior de Eduardo
Peláez Vallejo: “Nos hemos acostumbrado tanto a la prosa telegráfica, a la
frase breve y simple, a la estructura fácil, que nos cuesta trabajo seguir a un
autor que propone una prosa caudalosa, barroca, compleja. Estamos tan
anestesiados con la corrección política —o con un calculado desprecio a esa
corrección— que nos molesta un autor que escribe sin complejos, a quien no le
interesa redimir a nadie y le dice pobre al pobre y negro al negro. Este libro
no es fácil: su estilo es brioso, complejo, quizá por momentos demasiado
recargado de adjetivos, con frases extensas que fluyen como un río vivo. El
narrador está muy seguro de su familia terrateniente, de su raza, de su inteligencia,
y por momentos mira por encima del hombro a personas, costumbres, familias y
ciudades. Pero en ambas características están sus más notables fortalezas.
”Quiere contar la historia de su padre, pero va más allá
para contar la del pueblo de sus mayores, El Retiro, en el oriente de
Antioquia; de su familia, habitada por soñadores y emprendedores pero también
por borrachines y locos; de la colonización del Bajo Cauca y las repetidas
violencias que han golpeado esa región. Y lo hace así, con elegancia, con
contundencia, sin concesiones: ‘… los restaurantes de camioneros, donde servían
la monotonía de la peor comida antioqueña ordinaria, grasa, pesada, fea,
maloliente, abundante, dañina, vieja, sucia, todo interferido por la marca
parda de la polvareda incesante, la música a pleno volumen de las rocolas, las
barrigas parasitadas de los niños feos que deambulaban semidesnudos entre las
mesas cubiertas de moscas gordas esperando la retribución de su ausencia con
alguna moneda […] los desmanes de los horrendos modales de los comensales sin
Carreño, la vulgaridad de una gente sin recato, la desesperanza de los viajeros
con las facciones borradas por el polvo de la carretera adherido a sus cabezas…’.
Ese es el tono: tómelo o déjelo. ”
Quizá por ese entusiasmo tan desbordado que mostré en esa
nota, hace pocos meses la editorial me envió las pruebas de Este caballero a caballo, y me invitó a
que, si quería, escribiera unas palabras para usarlas en algún texto
promocional. Y escribí esto: “La prosa de Eduardo Peláez Vallejo es caudalosa,
torrencial, abundante al tiempo que grácil y juguetona. Los asuntos de que se
ocupa, tanto en este como en su anterior libro, el magnífico Desarraigo, son la familia, la
tradición, la infancia, la memoria, la naturaleza divina del Oriente
antioqueño, los caballos. Su punto de vista es único, personalísimo. Creo que la
literatura colombiana no tenía una voz así de fuerte, de auténtica, desde
Fernando Vallejo. Y eso hay que celebrarlo”.
Y a un escritor que nos gusta se le celebra leyéndolo y
recomendándolo a otros lectores. Si esa prosa caudalosa que menciono cuesta algún trabajo, creo que no es de dejar el libro a un lado, sino de encontrarle el ritmo. Leerlo con el oído atento, de pronto en voz alta, de pronto un poco más despacio de lo que leería uno una novela de Conrad, de Graham Greene, de qué sé yo, Maugham. Vale la pena no dejar este libro de lado a la primera o segunda o tercera frase de tres líneas, a la primera seguidilla de calificativos. Vale la pena insistir.
Este caballero a caballo cuenta la historia de Peláez como criador de caballos de paso fino colombiano. Pero, otra vez, es un relato de mucho más que eso. Está aquí de nuevo algo de la fenomenología de la infancia y de la tradición, pero también la búsqueda de la perfección, el gozo que produce el placer. Asimismo, pasea su mirada por el mundo de la mafia y los caballos, y las exposiciones y la vanidad y el dinero. Y allí, en ese ecosistema tan turbio, encuentra espacio para describir retazos finos de la naturaleza humana, del hombre y sus ambiciones y sus búsquedas, del peso de una obsesión.
Este caballero a caballo cuenta la historia de Peláez como criador de caballos de paso fino colombiano. Pero, otra vez, es un relato de mucho más que eso. Está aquí de nuevo algo de la fenomenología de la infancia y de la tradición, pero también la búsqueda de la perfección, el gozo que produce el placer. Asimismo, pasea su mirada por el mundo de la mafia y los caballos, y las exposiciones y la vanidad y el dinero. Y allí, en ese ecosistema tan turbio, encuentra espacio para describir retazos finos de la naturaleza humana, del hombre y sus ambiciones y sus búsquedas, del peso de una obsesión.
El narrador no es un criador de caballos corriente. Siempre
hay un contraste poderoso y bonito entre el universo macho y machista de los
caballistas y del mundo de los caballos, y la sensibilidad por momentos
femenina de quien ve y cuenta: “Toda la visita estuvo alumbrada con
aguardiente, acompañado con naranjas dulces y jugosas que cogíamos de los árboles
al alcance de la mano. Alejandro tomaba menos y no fumaba, y ahora fuma y fuma
y no toma, pero sigue conversando y es original, inteligente y original, y sabe
lo que dice, en evolución hacia el desencanto: un sabio.
”Montamos las yeguas en el patio, las movimos un poco por la
carretera interior de la finca, las sudamos, las gustamos, las admiramos:
todas, salvo la melliza Sonatina, eran grandes, todas estaban gordas y
hermosas, todas eran finas, todas eran buenas, todas estaban arrendadas, todas
me enamoraron, todas” (p. 88).
Despliega filosofía, buen ojo, gracia, claridad y seguridad:
“los mejores criadores son los que no crían pensando en el dinero sino en los
caballos, los que no tienen una empresa sino una obsesión, los que saben que la
cría de caballos es una manera noble de botar la herencia de los padres y la de
los hijos, como dormir hasta el despertar espontáneo, comer bien, derrochar el
tiempo en la contemplación de la vida, todo ello sin premura ni vanidad”,
leemos en la página 178. Despliega también autoconciencia, algo parecido a la
sabiduría: “[A la yegua Teoría, una de las mejores que crió] La vendí cuando
tenía catorce años y la degradé a mercancía y me degradé a mercachifle. Ese día
debí retirarme de la cría y ponerle fin a esta historia. Como no lo hice, caí
en indignidad, que continúo cargando más allá de su muerte hasta la mía.
Acumulo indignidades que la prosa no cura (p. 91).
El capítulo 35 reconstruye una visita que le hizo el
narrador al famoso caballista colombiano Fabio Ochoa para negociar un caballo,
Vitral, el mejor que crió Peláez y que llegó a ser campeón mundial. Con ese
capítulo, que quiero citar completo porque es perfecto, termino esta
recomendación. Este es el tono, esto es lo que hay. Tómelo o déjelo:
Llegó la noticia de que don Fabio Ochoa quería comprar el
caballo y me invitaba a La Margarita, en Bogotá, para negociarlo. Me sorprendió
la invitación porque él no conocía a Vitral y el caso era diferente al de
Florecita cuando Carlos Arturo la compró sin conocerla.
La verdadera pasión de don Fabio no eran los caballos ni el
dinero sino la compraventa de caballos. Era capaz de vender un caballo muy
bueno por mucho dinero y de comprar al día siguiente muchos mediocres por el
mismo valor, sin tener en cuenta que un caballo malo come lo mismo que uno
bueno.
Nuevamente me acompañó Juan José. Llegamos al restaurante a
las once de una mañana gris. Encontramos a don Fabio sentado en una silla
cuadrada de madera y cuero, con amplio espaldar de cuero liso y descansabrazos
de madera. La silla era rústica y sólida, un diseño que pasaba por alto la
belleza y se concentraba en la resistencia.
Don Fabio parecía ocupar un trono de pobre, encima del cual
se destacaba un cartel escrito en una tabla que era imposible no ver y que
cortaba el aliento: “Salude pero no dé la mano”. Nos acercamos al señor, nos
saludó rutinariamente y nos presentó su mano, que colgaba sin entusiasmo del
extremo de un antebrazo delgado, con un área grande de cicatriz de piel lisa y
brillante que daba la sensación visual de dolerle desde muchos lustros atrás.
Cuando vi que su mano esperaba a la mía, le señalé el anuncio detrás de su
silla y le dije: “A mí tampoco me gusta dar la mano”. Pero él contestó sin
demora: “Eso no es para ustedes. Ustedes son hermanos de Carlos Arturo”. Y
agregó, como para no perder tiempo en comentarios inconducentes:
—Varios conocedores de caballos me han dicho que Vitral (muy
lindo el nombre) es el mejor que han visto en sus vidas.
Juan José volvió a entonarse en la sabana y le disparó:
—Pero este negocio no va a ser como el de Romancero.
—Me dicen que ustedes piden un millón de dólares.
—Sí señor —le contesté.
—Yo no les voy a pedir rebaja, pero no tengo plata, ni un
peso en plata.
—Si no tiene plata no nos puede comprar el caballo —dijo
Juan José.
—Pero tengo tierra en la sabana, que es mejor que la plata
porque se valoriza todos los días.
—A nosotros solamente nos interesa el negocio a plata —dijo
mi hermano.
—Ustedes pueden vender la tierra y la convierten en plata
—dijo, y mandó a un muchacho a que llevara las escrituras.
—Venda usted la tierra y nos compra el caballo —insistió
Juan José.
La tierra era de un hijo suyo que en ese momento cumplía una
condena en desarrollo de una ley que trataba de amansar a los narcotraficantes
con penas que más parecían formalismos de urbanidad que castigos por delitos
cometidos. Yo le di una hojeada a los documentos, pero no nos interesó la
oferta.
No hubo negocio ni conversación. Don Fabio se notaba
aburrido y su gracia no afloró en el cuarto de hora de nuestra visita. Parecía
regresar a la tierra. El privilegio de verlo derrotado no alegraba. Nuestras
palabras no lo despertaron de su penoso proceso. Su interés en Vitral era un
jarabe para no sentirse ajeno a los caballos, pero su displicencia y su lejanía
indicaban desinterés, abandono. Yo sentí vergüenza de interrumpirle su muerte,
tan respetable como la desnudez.
Nos despidió sin emoción, sin humor, sin esperanza, sin
reproche, como si no nos hubiera visto. Apenas pronunció unas palabras
dirigidas a su recuerdo:
—Saludes a Carlos Arturo.
—Con gusto, don Fabio.
Eduardo Peláez Vallejo, Este
caballero a caballo, Bogotá, Seix Barral, 2013.
Comentarios
Carlos O.
Salud y libros.
Ahora que lo pienso, hay muy buena prosa también en Tomás Carrasquilla, en Mejía Vallejo y en Darío Jaramillo, y estoy seguro que algo tendrá que ver su origen regonal (cierto conservadurismo, alguna tradición de gramáticos y filólogos).
Antonio: adelante. Cuando la lea, lo invito a pasar por aquí a dejar sus impresiones.
Carlos: El primer libro de Peláez se puede descargar gratis de la Biblioteca Virtual de Antioquia. Ahora bien, en Antioquia hay buenos prosistas, pero también los hay en la costa Caribe y en el altiplano. No creo que se pueda decir que es mejor una que otra... Yo siento mucha afinidad con varios escritores de la Costa (García Márquez, Ramón Illán Baca, Alberto Salcedo, Rojas Herazo...), a pesar de que soy más paisa que un collar de arepas.
¡Saludos!
No entiendo eso de la afinidad que tu sientes, ¿es entre este autor y los costeños?, o ¿entre tú y ellos?