de Pablo R. Arango, publicado por El Malpensante.
Platón,
el ajedrez, las cantinas, la filosofía, Pensilvania, El Caballero Gaucho, las
putas, la ironía, las publicaciones universitarias, los griegos, el guarapazo. Quienes
conocemos a Pablo Rolando Arango sabemos que esos son los temas que aparecen
una y otra vez en sus conversaciones. Y esos, cómo no, son los temas de este
libro.
Pablo es el puente colgante –pocas veces más oportuno
el adjetivo– entre la academia y el billar, entre la epistemología y el
botellazo. El humor y la reflexión filosófica en estas piezas no son un recurso
narrativo sino la representación fiel de una realidad que se aproxima por igual
a lo ridículo y a lo trágico, a lo trascendente y a lo mundano.
En un texto autobiográfico, Pablo encuentra a Thomas Hobbes
reflejado en los espejos de prostíbulos y cantinas de Caldas. El retrato de un
profesor alcohólico se convierte en una disertación acerca de la ironía. Una
crónica sobre un ajedrecista acaba siendo un dilatado poema dedicado a “una
suerte de Diógenes el Cínico de final de milenio”. Y lo que parece ser
el perfil de El Caballero Gaucho, un cantante de música popular, comienza con
una cita de Platón y termina con una de Kierkegaard, para trazar un ensayo
sobre el ethos del Eje Cafetero. Eso
solo puede hacerlo sin mosquearse un despistado o un idealista. ¿No son
acaso la misma cosa?
Cuando
los lectores que gustamos de licores –vaya rodeo para evitar decir borrachos– vemos alguna referencia al
alcohol en el título o en las señas particulares de un libro, tendemos a
buscarlo y al menos a ojearlo, y si está bueno nos lo tragamos hasta el colofón
en el menor tiempo posible: el equivalente literario del “fondo blanco”. Prácticamente
en todos encontramos anécdotas y prescripciones en cantidades variables, ya lo
sabemos. ¿Qué buscamos en esos libros que nos hablan del trago? De pronto que
nos cuenten historias de borrachos, porque dejamos olvidadas las nuestras en
las lagunas de algún guayabo. Quizá lo hagamos por esnobismo, porque muchos de
esos libros son sabrosos manuales para beber mejor, para beber bien.
Aquí,
por fortuna, hay muchas anécdotas y pocas recetas. Porque no se mencionan el
whisky o el vodka, mucho menos mezcladores o proporciones. En Grandes borrachos colombianos, volumen 1
se habla es del aguardiente y sus desproporciones. Pablo ha ido hasta el fin de
la noche –creo que la frase le va a gustar, porque Céline es otro de sus
grandes amores– para mostrarnos su belleza. Para mostrarnos también que el
alcohol, en particular el aguardiente y esa forma arrecha de beberlo, encaja
con precisión en el alma del habitante de esa región de Colombia que conocemos
como el Eje Cafetero, que comprende parte de Antioquia, Caldas, Risaralda,
Quindío y el norte del Valle. La anécdota es solo una puerta de entrada hacia
esas almas, esa imagen inevitablemente repetida de hombres y mujeres con la
cabeza enterrada en una mesa llena de botellas vacías es solo la superficie de
un retrato más íntimo. La embriaguez individual, la de cada noche y cada
borracho, es el eco de algo más hondo que se multiplica.
Tendría
razón quien afirmara que, a pesar del título de este libro, la grandeza de sus
personajes es relativa. Es cierto que algunos son prácticamente desconocidos
fuera de su comarca, que otros dilapidaron su talento por estar entregados a la
botella y que el reconocimiento masivo de uno de ellos no corresponde
necesariamente a sus méritos artísticos. Sin embargo, la importancia de estos
héroes mínimos solo puede medirse en la justa proporción de lo que representan:
la esencia de una región conservadora, ebria, sensible e iracunda, que los
admira, que sigue sus pasos o que se ha educado en salones y cantinas
presididos por ellos. Los cuatro han sido, además, grandes en su quehacer
cotidiano, no el ajedrez ni la música ni la docencia, sino en beber o en inspirar
borracheras ajenas.
Las
voces encontradas del profesor de filosofía que es Pablo Rolando desde hace
quince años, del borracho que ha sido de manera intermitente desde los doce y del
habitante típico de esta región, cuyo acento remite de inmediato al carriel, al
jeep Willys y al aguardiente, definen el tono tambaleante de estos textos. La
gran cantidad de citas no es el síntoma de una erudición que pretende abrumar.
Por el contrario, se trata de un intento por precisar lo más cercano e íntimo tomando
prestadas las líneas de quienes lograron describirlo con acierto desde
horizontes muy distintos al nuestro. Los veo como invitados a la conversación. El
resultado de ese encuentro entre la cantina y el ágora nos revela a un autor
improbable, un Virgilio culebrero que nos lleva de la mano por el Viejo Caldas,
un Christopher Hitchens de la montaña.
Alguna
vez le leí a Sandro Romero que lo mejor de dejar el alcohol son las recaídas. Ya
veremos: después de varios años de emborracharnos hasta las jíqueras y hablar
paja durante días y días con sus noches, tanto el autor de este libro como el
autor de este prólogo hemos puesto en pausa nuestro trato consuetudinario con
el alcohol. Pablo ha aprovechado para organizar estas historias, y yo celebro
que gracias a eso más personas puedan participar en el palique. Y, sobre todo, celebro
que de esta manera puedan acercarse a esos temas que le gustan a Pablo y que lo
dibujan. Porque, ¿saben? Detrás de los perfiles del ajedrecista, el profesor de
filosofía, el músico popular y el borracho precoz solo hay un tema, un
personaje, un protagonista. ¿Ya saben cuál es? Adelante, y buen provecho.
Comentarios
Gracias por pasar y comentar, Carlos. Saludos.
Santiago.
Te escribe Carlos López, un placer saludarte.
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