Esta es una novela de amor. No faltará quien le ponga
apellidos: amor homosexual, gay, homoerótico… No estoy de acuerdo: Vista desde una acera es una novela de
amor a secas. Que sea entre dos hombres es incidental, porque aquí lo que se
pone en el centro es el sentimiento, el deseo. El despertar de ese deseo. La
devoción hacia la persona amada. Y las dificultades y felicidades que todo amor
entraña. No hay explicaciones, disculpas, dubitaciones: el narrador ama y
punto. Aunque, a diferencia de su otra novela, Un beso de Dick, aquí se permite unas cuantas reflexiones
sobre el amor homosexual, sobre el homoerotismo:
No sé… De mi gusto
hacia los hombres, nunca entendí el disgusto de otros por mi gusto. Quiero
decir, entiendo (con claridad meridiana y todo) que la homofobia es sólo un
capítulo más de la erotofobia. Y entiendo que la erotofobia es un instrumento
social, utilizado para raptar los cuerpos, aún en flor, de los niños y de los
jóvenes, a fin de dejar a sus pobres almas desprotegidas y expuestas a los
daños. La madurez es una muerte porque a ella arribamos sin nuestro cuerpo. El
cuerpo del adulto es un cuerpo raptado, un cuerpo triste. Él lo mantiene
oculto. Únicamente lo usa en los burdeles. A escondidas. Su felicidad es
vergonzante. No la del niño, no la del púber, no la del adolescente (no la del
buen cínico maduro). Por ello la erotofobia es el súmmum de la eficacia
educativa (la educación es el lugar del rapto). No es un algo connatural al
alma, como el amor; a veces pienso que el odio es un artificio, una invención
cuidadosa, sofisticada: ninguna fobia social es inocente. Es como una prótesis
fría montada en la conciencia de las personas. Yo lo creo (p. 222).
La historia arranca en un punto culminante: Adrián acaba de
recibir el resultado de su examen de sida. Positivo
es una palabra que uno no quiere ver en ese papel, pero ahí está. Es 1988: el
sida es una condena a muerte, y eso queda establecido. Lo acompaña su amante,
Fernando, quien cuenta la historia. A partir de ahí se irá alternando una
narración en dos tiempos: uno actual, donde los dos jóvenes comercian con su
amor y con la enfermedad, con los médicos que los condenan y con el que los
apoya, con las enfermeras que los ven como monstruos y los compañeros de
universidad que van a ver cómo se va muriendo mientras comentan, con las
familias de ambos que no entienden nada, y otra narración en tiempo pasado,
donde Fernando va contando las historias de los dos hasta encontrarse en una
calle de Bogotá.
En esa narración de los años pasados Fernando inserta
reflexiones sobre la pobreza, sobre la ignorancia, sobre la familia. Sobre lo
duro que es crecer en una familia donde los hombres mandan y las mujeres callan, una familia con tan poco amor y ninguna compasión,
sin libros. Con peleas diarias y cada vez más violentas entre el padre —mecánico— y la madre —ama de casa:
Hubo una vez un final
diferente, y a mí me gusta desvirtuar todos los finales con este en mis
recuerdos: papá se embriaga, hay discusión; esta vez no hay violencia, pero
papá se va de casa. Mamá está triste, él lleva dos días sin volver; una vecina
prestó dinero para preparar comida hoy: van a dar las diez de la mañana. De
repente, la puerta de casa se abre desde afuera y todos vemos aparecer a papá,
imponente como un vikingo, vestido como un ángel venido a menos con su traje
arrugado, con una hermosa barba sombreando su mentón y una gallina que aletea
colgada de su mano: ¡vaya!, tendríamos un rico almuerzo. Sin decir nada, papá y
mamá se miran. Sonríen, creo. Y la gallina con sus graznidos dice los perdones
que a ellos no les salen. Fue un buen domingo (pp. 34-35).
Por esta novela pasan las grandes preguntas, las
dificultades inmensas de los dos amantes, pero también las alegrías de la vida
cotidiana. Y, sobre todo, el amor, un amor que no conoce límites ni dudas.
—Tremendo… Mañana…
¿sabe qué? Mañana le van a sacar líquido de la columna. Para hacerle otro
examen.
—¿Verdad? ¿Y eso no es
peligroso?
—No, yo le pregunté al
neurólogo y me dijo que no.
Entonces Adrián se
ríe.
—¡Tan bobo! Me estoy
muriendo… y me preocupo porque me van a chuzar la columna.
—No se va a morir,
güevón. De ésta va a salir… Póngale fuercita.
—¿Y si me muero?
—… Si se muere, lo
entierro… ¿Qué más podré hacer?
—Jm… No, no me
entierre. Prométame que no va a dejar que me entierren, ¿sí?
—… Sí. Se lo prometo.
—Yo quiero que me
cremen… Y después, usted bota mis cenizas al mar, todo romántico.
—¿Quiere eso?
—¿Usted quiere?
—No, yo quiero que no
se muera (p. 196).
Para mí, escenas como esta y como tantas otras de esta
novela no son escenas de amor homosexual. Son escenas de amor y punto. Un amor
al borde de la muerte y rodeado por la incomprensión. Si todavía hay
ignorantes que condenan el amor entre dos hombres o dos mujeres, después de
años de reivindicaciones, imagínense esos años… Aquí Fernando nos deja ver un
poco de eso. Y es doloroso.
Lo es más si consideramos que esta es la última novela de
Fernando Molano. No porque haya salido hace pocos días: es
porque no va a escribir más, y lo sabemos. Sabemos que la historia de Adrián que
va muriendo es la propia historia de Fernando Molano. Y no leeremos más
declaraciones arrebatadoramente hermosas como las que leímos en Un beso de Dick, como las que leemos en esta novela: “yo sólo quiero entregarme a uno; a
uno que yo elija, a uno que yo conozca; que tenga un nombre, que tenga una cara
hermosa, que tenga un cuerpo fuerte para refugiarme en él trenzado entre sus
brazos… ¿A quién dañaría eso? ¿A quién podría dolerle mi felicidad?” (p. 158).
Ay.
Está bien: es una novela inacabada. Estaba en proceso cuando
murió el autor, y el manuscrito permaneció durante años en un fondo de la
Biblioteca Luis Ángel Arango, de donde lo rescataron unos amigos y lo publica
ahora Seix Barral. Hay desequilibrios, hay algunas virutas por allí, hay líneas
narrativas que se desvanecen. Aun así, es una novela valiosa, hermosa,
poderosa. Gracias a los amigos de Molano y a la editorial por compartirla. Para
mí, es uno de los libros del año en Colombia.
Fernando Molano, Vista
desde una acera, Bogotá, Seix Barral, 2012.
Comentarios
Carlos O.
Gracias por el post.
MARCEL: gracias por las aclaraciones, muy valiosas. Básicamente es que estoy en contra de esos apellidos que se le ponen a la literatura: homoerótica, queer, de género, urbana, etc. Las obras son literatura o no lo son, por ponerlo en términos categóricos, y esta novela es literatura pura. Es una novela de amor. Creo que lo que Molano intentó, tanto en Un beso de Dick como en esta novela, fue precisamente borrar esas especificidades, las categorías.
ROBERTO: No he leído Vagabunda Bogotá. La tengo por aquí pero no me ha llamado mucho la atención. Voy a mirarla también en el 2013. Y no se pierda esta de Molano. Gracias por pasar y comentar. Saludos.
Y estoy de acuerdo con usted: es una novela de amor a secas, no una novela de amor homosexual SOLAMENTE.
PERO, en Un Beso de Dick veo cierta inconformidad hacia esa parte de la sociedad que juzga el amor entre dos hombres como algo insano: el papá que le pega por enterarse, en contraste con la tía que siente emoción por ese amor.
Lo lindo en Un Beso es que el protagonista narra ese amor con cierta inocencia adolescente: sabe que está "prohibido" su amor, pero a veces no entiende por qué.
Sin embargo, hay algo en lo que estoy de acuerdo con Marcel (aunque no he leído Vista desde Una Acera): si bien Un Beso es una novela de amor, está situada en el cuerpo de un adolescente hombre que ama y desea a otro hombre.
Creo que lo que Molano pretende, desde la inocencia de Felipe y la complicidad de su tía (o el vendedor del estadio, que es el único que no lo juzga), es criticar esa división entre un amor entre heterosexuales y un amor entre homosexuales.Ahí es donde nos está cuestionando.
***
Por otro lado: a Un Beso de Dick le hace falta un buen editor, y una buena editorial.
Saludos.